CAPITULO III
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO
Y EL LIBERALISMO
“¡La verdad os hará libres!”
(Juan 8,32)
Después
de haber explicado que el liberalismo es una rebelión del hombre contra el
orden natural concebido por el Creador, que culmina con la ciudad individualista,
igualitaria y centralizadora, me queda por mostrar cómo el liberalismo ataca
también el orden sobrenatural que no es más que el plan de la Redención, es decir,
finalmente cómo el liberalismo tiene por fin destruir el reinado de Jesucristo,
tanto sobre el individuo como sobre la sociedad. Frente
al orden sobrenatural, el liberalismo proclama dos nuevas independencias:
1.
“La independencia de la razón y de la ciencia con respecto a la fe: es el racionalismo,
para el cual, la razón, juez soberano y medida de lo verdadero, es
autosuficiente y rehusa toda dominación extraña.”
Es
lo que se llama racionalismo.El
liberalismo quiere liberar a la razón de la fe, que nos impone dogmas
formulados de manera definitiva, y que exigen la sumisión de la inteligencia.
La simple hipótesis de que ciertas verdades pueden superar las capacidades de
la razón, le es inadmisible. Por lo tanto los dogmas deben ser sometidos al
tamiz de la razón y de la ciencia, y eso de una manera constante, a causa de
los progresos científicos. Los milagros de Jesucristo y lo maravilloso en la
vida de los santos, deben ser reinterpretados y desmitificados. Será necesario
distinguir cuidadosamente al “Cristo de la fe”, construcción de la fe de los
apóstoles y de las comunidades primitivas, del “Cristo de la historia”, que no
fue más que un simple hombre. ¡Se comprende entonces cuánto el racionalismo se
opone a la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y a la revelación divina!He
explicado ya cómo la Revolución de 1789 se realizó bajo el signo de la diosa
Razón. Ya la portada de la Enciclopedia de Diderot (1751) representaba el
coronamiento de la Razón. Cuarenta años más tarde, la Razón deificada se volvía
objeto de un culto religioso público:
“El
20 de brumario (10 de noviembre de 1793), tres días después que sacerdotes, con
el obispo metropolitano Gobel a la cabeza, se ‘secularizaron’ delante de la
Asamblea, Chaumette propuso solemnizar ese día en el cual ‘la razón había
retomado su primacía’. Se apresuraron en poner por obra una idea tan noble y
así se decidió que el Culto de la Razón sería celebrado, grandiosamente, en
Notre Dame de Paris, expresamente adornada por el pintor David. En la cima de
una montaña de cartónpiedra, un pequeño templo griego albergaba una hermosa
bailarina, orgullosa de haber sido elegida ‘diosa razón’; coros de jovencitas
coronadas de flores cantaban himnos. Cuando la fiesta hubo acabado, se observó
que los representantes no eran numerosos; se partió en procesión con la Razón
para visitar a la Convención nacional, cuyo Presidente abrazó a la diosa.”Pero
ese racionalismo demasiado radical no agradó a Robespierre; cuando en marzo de
1794 hubo abatido a los “exagerados”.
“Le
pareció que su omnipotencia debía fundarse sobre bases altamente teológicas y
que él coronaría su obra, estableciendo un Culto del Ser Supremo, del cual
sería sumo-sacerdote. El 18 de floreal del año II (7 de mayo de 1794) pronunció
un discurso ‘sobre las relaciones de las ideas religiosas y morales con los
principios republicanos y sobre las fiestas nacionales’; y la Convención vota
su impresión. Aseguraba que ‘la idea del Ser Supremo y de la inmortalidad del
alma’ es un llamado continuo a la justicia, y que por lo tanto, es social y
republicana. El nuevo culto sería el de la virtud. Fue votado un decreto, según
el cual el pueblo francés reconocía los dos axiomas de la teología robesperista,
y una inscripción consagrando el hecho, se colocaría en el frontón de las
iglesias. Seguía una lista de fiestas feriadas que ocupaba dos columnas: la
primera de la lista era aquella del ‘Ser supremo y de la Naturaleza’; fue
decidido que el ‘20 de prairial’ (8 de junio de 1794), fuese celebrada. Y así
fue: comenzó en el jardín de las Tullerías, donde una hoguera gigante devoraba
en sus llamas la imagen monstruosa del ateísmo, mientras Robespierre pronunciaba
un místico discurso. Luego de cantar la multitud himnos de circunstancia, se
inició un desfile hasta el Campo de Marte, donde toda la asistencia siguió un
carro abanderado de rojo jalado por ocho bueyes, cargado de espigas y de
follaje, sobre los cuales estaba entronizada una estatua de la libertad.”Las
mismas divagaciones del racionalismo, las “variaciones” de esa “religión en los
límites de la simple razón”, demuestran suficientemente su
falsedad.
2.
“La independencia del hombre, de la familia, de la profesión y sobre todo del
Estado, en relación a Dios y a Jesucristo, a la Iglesia; es según los puntos de
vista, el naturalismo, el laicismo, el latitudinarismo (o indiferentismo) (...)
De ahí la apostasía oficial de los pueblos que rechazan la realeza social de
Jesucristo, y desconocen la autoridad divina de la Iglesia.”
Ilustraré
esos errores por medio de algunas consideraciones:
El
naturalismo sostiene que el hombre está encerrado en la esfera de lo natural y
que de ninguna manera está destinado por Dios al estado sobrenatural. La verdad
es otra: Dios no ha creado al hombre en estado de naturaleza pura. Dios ha
establecido al hombre desde el comienzo en el estado sobrenatural: “Dios, dice
el Concilio de Trento, constituyó al primer hombre en estado de santidad y de
justicia” (Dz. 788). Que el hombre haya sido destituido de la gracia
santificante fue la consecuencia del pecado original, pero la Redención
mantiene el designio de Dios: el hombre permanece destinado al orden
sobrenatural. Ser reducido al orden natural es para el hombre un estado
violento que Dios no aprueba. He aquí lo que enseña el Card. Pie, mostrando que
el estado natural no es en sí malo, pero que sí lo es la privación del orden
sobrenatural:
“Enseñaréis,
entonces, que la razón humana tiene su poder propio y sus atribuciones
esenciales; enseñaréis que la virtud filosófica posee una bondad moral e
intrínseca que Dios no desdeña recompensar, en los individuos y en los pueblos,
por medio de ciertos premios naturales y temporales, algunas veces incluso por
favores más altos. Pero enseñaréis, también, y probaréis con argumentos
inseparables de la esencia misma del cristianismo, que las virtudes y las luces
naturales no pueden conducir al hombre a su fin último, que es la gloria
celestial.
“Enseñaréis
que el dogma es indispensable, que el orden sobrenatural en el cual el Autor
mismo de nuestra naturaleza nos constituyó, por un acto formal de su voluntad y
de su amor, es obligatorio e inevitable. Enseñaréis que Jesucristo no es
facultativo y que fuera de su ley revelada no existe, ni existirá jamás ningún término
medio filosófico y sereno en donde quienquiera que sea, alma selecta o alma
vulgar, pueda encontrar el reposo de su conciencia y la regla de su vida.
“Enseñaréis
que no solo importa que el hombre haga el bien, sino que importa sobremanera
que lo haga en nombre de la fe, por un movimiento sobrenatural, sin lo cual sus
actos no alcanzarán el término final que Dios le señaló, es decir, la felicidad
eterna de los cielos...”Así,
en el estado de la humanidad concretamente querido por Dios, la sociedad no
puede constituirse ni subsistir fuera de Nuestro Señor Jesucristo. Es la
enseñanza de San Pablo:
“Pues
por El fueron creadas todas las cosas en los cielos y en la tierra (...) todo
ha sido creado por El y para El; El es antes que todas las cosas, y todas
subsisten por El.” (Col. 1, 16-17)
El
designio de Dios es de “recapitular todo en Cristo” (Ef. 1, 10), es decir, poner
todas las cosas bajo una sola cabeza, Cristo. El Papa San Pío X tomará esas
mismas palabras de San Pablo como lema: “Omnia instaurare in Christo”, todo
instaurar, todo restaurar en Cristo: no solamente la religión, sino también la
sociedad civil.
“No,
venerables Hermanos –es necesario recordarlo enérgicamente en estos tiempos de
anarquía social e intelectual, en los cuales cada uno se coloca como doctor y
legislador–, no se construirá la sociedad de un modo diferente a como Dios la
ha edificado; no se edificará la sociedad si la Iglesia no pone las bases y no
dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventarse ni la ciudad
nueva por edificarse en las nubes. Ella ha sido, ella es la civilización
cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y
restaurarla sin cesar, en sus cimientos naturales y divinos, contra los ataques
siempre renacientes de la utopía malsana, de la rebelión y de la impiedad:
‘omnia instaurare in Christo’.”
Jean
Ousset escribió páginas excelentes sobre el naturalismo, en su obra maestra Para
que El Reine, en su segunda parte titulada: Las Oposiciones a la Realeza Social
de Nuestro Señor Jesucristo. Señala tres categorías de naturalismo: un “naturalismo
agresivo o netamente manifiesto” que niega la existencia misma de lo
sobrenatural, aquel de los raciona-listas (cf. más arriba); luego un
naturalismo moderado que no niega lo sobrenatural, pero que rehúsa acordarle la
preeminencia, porque sostiene que todas las religiones son una emanación del
sentido religioso: es el naturalismo de los modernistas; finalmente, el naturalismo
inconsecuente, que reconoce la existencia de lo sobrenatural y su preeminencia
divina, pero lo considera como “materia opcional”: es el naturalismo práctico
de muchos cristianos flojos. El laicismo es un naturalismo político: sostiene
que la sociedad puede y debe ser constituida y que puede subsistir sin tener
para nada en cuenta a Dios y a la religión, sin tener en cuenta a Jesucristo,
sin reconocer su derecho a reinar, es decir de inspirar con su doctrina toda la
legislación del orden civil. Los laicistas quieren, en consecuencia, separar el
Estado de la Iglesia (el Estado no favorecerá la religión católica y no
reconocerá los principios cristianos como suyos), y separar la Iglesia del
Estado (se reducirá la Iglesia al derecho común de todas las asociaciones
frente al Estado y no se tomará en cuenta ni su autoridad divina, ni su misión
universal). En consecuencia se establecerá una instrucción e incluso una
educación “pública” –a veces obligatoria– y laica, es decir atea. ¡El laicismo,
es el ateísmo del Estado, pero sin el nombre! Volveré sobre este error, propio
del liberalismo actual y que goza del favor de la declaración del Vaticano II,
sobre la “libertad religiosa”. El indiferentismo proclama indiferente la
profesión de una religión o de otra cual-quiera; Pío IX condena este error:
“Todo hombre es libre en abrazar y profesar la religión
que, guiado por la luz de la razón, tuviere por verdadera.”
“
Los hombres pueden encontrar en el culto de cualquier
religión el camino de la salvación eterna y alcanzar la eterna salvación.”Deben tenerse fundadas esperanzas acerca de la eterna
salvación de todos aquellos que no se hallan de modo alguno en la verdadera
Iglesia de Cristo.”
Es
fácil descubrir las raíces racionalistas o modernistas de esas proposiciones. A
ese error se agrega el indiferentismo del Estado en materia religiosa; el
Estado establece por principios que no es capaz (agnosticismo) de reconocer la
verdadera religión como tal y que debe acordar la misma libertad a todos los
cultos.
Aceptará,
eventualmente, conceder a la religión católica una preeminencia de hecho,
porque es la religión de la mayoría de los ciudadanos, pero reconocerla como
verdadera, sería, dicen, querer restablecer la teocracia; pedirle juzgar la
verdad o falsedad de una religión sería, en todo caso, atribuir al Estado una
competencia que no tiene. Ese
error profundo, Mons. Pie (todavía no cardenal) se atrevió a exponerlo, así como
la doctrina católica del reinado social de Nuestro Señor Jesucristo, al
emperador de los franceses, Napoleón III. En una entrevista memorable, con un
valor enteramente apostólico, dio al príncipe una lección de derecho cristiano,
de lo que se llama el derecho público de la Iglesia. Con esa célebre
conversación, terminará este capítulo. Fue
el 15 de mayo de 1856, nos dice el Padre Théotime de Saint Just, de quien tomo
esta cita. Al Emperador que se jactaba de haber hecho por la
religión más que la Restauración misma, el obispo respondió:
“Me
apresuro a hacer justicia de las religiosas disposiciones de Vuestra Majestad y
sé reconocer, Señor, los servicios que ella ha hecho a Roma y a la Iglesia,
particularmente en los primeros años de su gobierno. ¿Tal vez la Restauración
no hizo más que vos? Pero dejadme agregar que ni vos ni la Restauración habéis
hecho por Dios lo que había que hacer, porque ni uno ni otro ha restaurado su
trono, porque no han renegado los principios de la Revolución cuyas
consecuencias prácticas sin embargo, combatís. Pues el evangelio social del
cual se inspira el Estado sigue siendo la declaración de los derechos humanos,
que no es otra cosa, señor, más que la negación formal de los derechos de Dios.
Ahora
bien, es derecho de Dios gobernar tanto a los Estados como a los individuos. No
es otra cosa lo que Nuestro Señor ha venido a buscar a la tierra. El debe
reinar inspiran-do las leyes, santificando las costumbres, esclareciendo la enseñanza,
dirigiendo los consejos, regulando las acciones tanto de los gobiernos como de
los gobernados. Allí donde Jesucristo no ejerce ese reinado, hay desorden y
decadencia.”
“Ahora bien, debo deciros que El no reina
entre nosotros y que nuestra Constitución está lejos de ser la de un Estado
cristiano y católico. Nuestro derecho público establece efectivamente que la
religión católica es la de la mayoría de los franceses, pero agrega que los
otros cultos tienen derecho a una protección igual. ¿No es eso proclamar
equivalente-mente que la Constitución protege por igual la verdad y el error?
¡Y bien! Señor, ¿sabéis vos lo que Jesucristo responde a los gobiernos
culpables de tal contradicción? Jesucristo, Rey del cielo y de la tierra, les
responde: ‘Yo también, gobiernos que os sucedéis derrocándoos los unos a los
otros, Yo también os concedo igual protección. He concedido esta protección al
emperador vuestro tío, he concedido la misma protección a los Borbones, la
misma protección a Luis-Felipe, la misma protección a la República, y a vos
también, la misma protección os será concedida’.
“El
Emperador cortó al obispo: ‘Sin embargo, creéis vos que la época en la cual
vi-vimos comporta tal estado de cosas, y que ha llegado el momento de
establecer ese reino exclusivamente religioso que vos me pedís? ¿No pensáis,
Monseñor, que sería desencadenar todas las malas pasiones?’ “Señor,
cuando los grandes políticos como Vuestra Majestad me objetan que no ha llegado
el momento, no me queda más que someterme, porque no soy un gran político. Pero
soy obispo, y como obispo les digo: ‘No ha llegado para Jesucristo la hora de reinar,
¡y bien!, entonces tampoco ha llegado para los gobiernos la hora de perdurar’.”
Para
cerrar estos dos capítulos sobre las características del liberalismo, quisiera
hacer resaltar lo que hay de más fundamental en la liberación que propone a los
hombres, solos o reunidos en sociedad. He explicado cómo el liberalismo es el
alma de toda revolución, y cómo también, desde su nacimiento en el siglo XVI,
es el enemigo omnipresente de Nuestro Señor Jesucristo, Dios encarnado. De allí
que no haya dudas: puedo afirmar que el liberalismo se identifica con la
Revolución. El liberalismo es la revolución en todos los ámbitos: es la
revolución radical.
Mons.
Gaume escribió algunas líneas sobre la Revolución, que me parecen caracterizar
perfectamente al liberalismo:
“Si
arrancando su máscara, le preguntáis (a la Revolución): ¿quién eres tú? ella os
dirá: ‘No soy lo que se cree. Muchos hablan de mí, pero pocos me conocen. No
soy ni el carbonarismo... ni el motín... ni el cambio de la monarquía en
república, ni la sustitución de una dinastía por otra, ni los disturbios
momentáneos del orden público. No soy ni las vociferaciones de los jacobinos,
ni los furores de la Montaña, ni el combate de barricadas, ni el saqueo, ni el
incendio, ni la ley agraria, ni la guillotina, ni los ahogamientos. No soy ni
Marat, ni Robespierre, ni Babeuf, ni Mazzini, ni Kossuth. Esos hombres son mis
hijos, no son yo. Esas cosas son mis obras, no son yo. Esos hombres y esas
cosas son hechos pasajeros y yo soy un estado permanente.”
“Soy
el odio de todo orden no establecido por el hombre y en el cual no sea rey y
Dios a la vez. Soy la proclamación de los derechos del hombre sin preocupación
de los derechos de Dios. Soy la fundación del estado religioso y social sobre
la voluntad del hombre en vez de la voluntad de Dios. Soy Dios destronado y el
hombre puesto en su lugar. He aquí por qué me llamo Revolución, es decir
subversión…”
CONTINUA...
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