Prefacio
† Fiesta de la
Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María 1989.
Estas páginas que siguen
se dirigen particularmente a ustedes, sacerdotes y seminaristas de la
Fraternidad Sacerdotal San Pío X, que en este día renuevan sus compromisos en
esta congregación católica romana, aprobada oficialmente por los ordinarios de
las diócesis y por las autoridades romanas.
Si el Espíritu Santo
permite que redacte estas consideraciones espirituales antes de entrar, si Dios
quiere, en el seno de la Bienaventurada Trinidad, me habrá permitido realizar
el sueño que me hizo entrever un día en la Catedral de Dakar: frente a la
degradación progresiva del ideal sacerdotal, transmitir en toda su pureza
doctrinal y en toda su caridad misionera, el sacerdocio católico de Nuestro
Señor Jesucristo, tal como lo transmitió a sus apóstoles, y tal como la Iglesia
romana lo transmitió hasta mediados del siglo veinte.
¿Cómo realizar lo que me
parecía entonces la única solución para renovar la Iglesia y la Cristiandad?
Era todavía un sueño, pero en el cual se me presentaba ya la necesidad, no
solamente de transmitir el sacerdocio auténtico, no solamente la “sana
doctrina” aprobada por la Iglesia, sino también el espíritu profundo e
inmutable del sacerdocio católico y del espíritu cristiano, ligado
esencialmente a la gran oración de Nuestro Señor que ex-presa eternamente su
sacrificio de la Cruz.
La verdad sacerdotal
depende totalmente de esta oración; y por eso he estado siempre obsesionado por
este deseo de señalar los caminos de la verdadera santificación del sacerdote
según los principios fundamentales de la doctrina católica de la santificación
cristiana y sacerdotal. De buen grado uso las palabras siempre tan expresivas
de San Pablo: “Porque no nos
predicamos a nosotros mismos, sino Jesucristo Señor; que a nosotros mismos nos
consideramos como esclavos vuestros por causa de Je-sús” (II Cor. 4 5). Y también: “Acordaos
de quienes os conducen, los cuales os hablaron la palabra de Dios; de quienes,
considerando el remate de su vida, imitad la fe. Jesucristo ayer, y el mismo es
hoy, y por todos los si-glos” (Heb. 13 7). ¡Esta es su fe! [Justamente porque el reino de Nuestro
Señor ya no está en el centro de las preocupaciones y de la activi-dad de
quienes son nuestros “præpositi”, pierden el sentido de Dios y del sacerdocio
católico, y ya no podemos seguirlos].
“¡Oh Virgen Inmaculada!,
que por el privilegio extraordinario de vuestra Inmaculada Concepción, nos
en-señáis todas las verdades fundamentales de nuestra fe, y habéis merecido ser
la Madre del Sacerdote eterno, for-mad en nosotros al sacerdote de Jesucristo y
hacednos menos indignos de participar de este sacerdocio divino”.
+
Marcel LEFEBVRE
Prólogo
Saint-Michel-en-Brenne, 29 de enero
de 1990, fiesta de San Francisco de Sales
Queridos
lectores:
En la tarde de una larga vida —ya
que, nacido en 1905, he llegado al año 1990—, podría decir que esta vida se ha
visto marcada por acontecimientos mundiales excepcionales: tres guerras
mundiales, la de 1914-1918, la de 1939-1945, y la del Concilio Vaticano II de
1962-1965.Los desastres acumulados por estas tres guerras, y especialmente por
la última, son incalculables en el orden de las ruinas materiales, pero mucho
más aún espirituales. Las dos primeras han preparado la guerra dentro de la
Iglesia, facilitando la ruina de las instituciones cristianas y la dominación
de la Masonería, la cual llegó a ser tan poderosa que logró penetrar
profundamente, por su doctrina liberal y modernista, en los organismos
directores de la Iglesia.
Por la gracia de Dios, instruido
desde mi seminario en Roma sobre el peligro mortal de sus influencias para la
Iglesia por el Rector del Seminario francés, el venerado Padre Le Floch, y por
los profesores, los Reverendos Padres Voetgli, Frey, Le Rohellec, he podido
comprobar a lo largo de mi vida sacerdotal qué justificados eran sus
llamamientos a la vigilancia, fundados sobre las enseñanzas de los Papas y
sobre todo de San Pío X. He podido comprobar a mis expensas qué justificada era
esta vigilancia, no sólo desde el punto de vista doctrinal, sino también por el
odio que provocaba en los medios liberales laicos y eclesiásticos, un odio
diabólico.
Los innumerables contactos a que me
condujeron los cargos que me fueron confiados, con las más altas autoridades
civiles y eclesiásticas en numerosos países y especialmente en Francia y en
Roma, me confirmaron con exactitud que el viento era generalmente favorable
para todos los que estaban dispuestos a compromisos con los ideales masónicos
liberales, y desfavorable para el mantenimiento firme de la doctrina
tradicional. Creo poder decir que pocas personas en la Iglesia han podido tener
y hacer esta experiencia de información en la medida en que pude hacerla yo
mismo, no por propia voluntad, sino por voluntad de la Providencia. Como
misionero en Gabón, mis contactos con las autoridades civiles fueron más
frecuentes que cuando era vicario en Marais-de-Lomme, en la diócesis de Lille.
Este tiempo de misión quedó marcado por la invasión gaullista, en la que
pudimos comprobar la victoria de la Masonería contra el orden católico de
Petain. ¡Era la invasión de los bárbaros sin fe ni ley! Quizás un día mis memorias den algunos
detalles sobre estos años que van de 1945 a 1960 con el fin de ilustrar esta
guerra en el interior de la Iglesia. Lean los libros del señor Marteaux sobre
este período: son reveladores.
La ruptura se acentuaba en Roma y
fuera de Roma entre el liberalismo y la doctrina de la Iglesia. Los libera-les,
después de lograr que se nombraran papas como Juan XXIII y Pablo VI, harán
triunfar su doctrina por medio del Concilio, medio maravilloso para obligar a
toda la Iglesia a adoptar sus errores. Luego de asistir al combate dramático
entre el Cardenal Bea y el Cardenal Ottaviani, el primero como re-presentante
del liberalismo y el otro de la doctrina de la Iglesia, quedaba claro, después
del voto de los setenta cardenales, que la ruptura estaba consumada. Se podía
pensar sin engaño que el apoyo del Papa iría a los liberales. ¡Ese es el
verdadero problema, planteado desde entonces a plena luz! ¿Qué harán los
obispos conscientes del peligro que corre la Iglesia? Todos comprueban el
triunfo de las ideas nuevas venidas de la Revolución y de las Logias; dentro de
la Iglesia: doscientos cincuenta cardenales y obispos se alegran de su
victoria, doscientos cin-cuenta se asustan, y los otros mil setecientos
cincuenta tratan de no plantearse problemas y siguen al Papa: “¡Ya veremos más tarde!”…
El Concilio pasa, las reformas se
multiplican tan rápido como se puede. Comienza la persecución contra los
cardenales y obispos tradicionales, y pronto, en todas partes, contra los
sacerdotes y religiosos o religiosas que se esfuerzan en conservar la tradición.
Es la guerra abierta contra el pasado de la Iglesia y sus instituciones: “¡Aggiornamento,
aggiornamento!”. El resultado de este Concilio es mucho peor que el de la
Revolución. Las ejecuciones y martirios son silenciosos; decenas de millares de
sacerdotes, religiosos y religiosas abandonan sus compromisos, otros se
laicizan,
desaparecen las
clausuras, el vandalismo invade las iglesias, se destruyen los altares,
desaparecen las cruces... los seminarios y noviciados se vacían.
Las sociedades
civiles que aún seguían siendo católicas se laicizan bajo la presión de las
autoridades romanas: ¡Nuestro Señor no tiene ya por qué reinar en la tierra!
La enseñanza católica se hace
ecuménica y liberal; se cambian los catecismos, que ya no son católicos; la
Gregoriana en Roma se hace mixta, y Santo Tomás ya no está a la base de la
enseñanza.
Ante esta comprobación pública,
universal, ¿qué deber tienen los obispos, miembros oficialmente responsables de
la institución que es la Iglesia? ¿Qué hacen? Para muchos la institución es
intocable, incluso si ya no se conforma al fin para el que ha sido
instituida... Los que ocupan la sede de Pedro y de los obispos son responsables;
hacía falta que la Iglesia se adaptara a su tiempo. Los excesos pasarán. Es
mejor aceptar la Revolución en nuestra diócesis, conducirla antes que
combatirla. Entre los tradicionalistas,
ante el desprecio que Roma les muestra, un buen número dimite, y algunos como
Monseñor Morcillo, arzobispo de Madrid, y Monseñor Mac Quaid, arzobispo de Dublín,
mueren de tristeza, al igual que muchos buenos sacerdotes.
Es evidente que si muchos obispos
hubieran actuado como Monseñor de Castro Mayer, obispo de Campos en Brasil, la
Revolución ideológica dentro de la Iglesia habría podido ser limitada, pues no
hay que tener miedo de afirmar que las autoridades romanas actuales, desde Juan
XXIII y Pablo VI, se han hecho colaboradoras activas de la Masonería judía
internacional y del socialismo mundial. Juan Pablo II es ante todo un político
filo-comunista al servicio de un comunismo mundial con tinte religioso. Ataca
abiertamente a todos los gobiernos anticomunistas y no aporta con sus viajes
ninguna renovación católica. Se entiende, pues, que las
autoridades romanas conciliares se opongan feroz y violentamente a toda reafirmación
del Magisterio tradicional. Los errores del Concilio y sus reformas siguen
siendo la norma oficial consagrada por la profesión de fe del Cardenal
Ratzinger, de marzo de 1989.
Nadie negaba que yo fuera miembro
oficial reconocido del cuerpo episcopal. El Anuario Pontificio lo afirmó hasta
la consagración de obispos de 1988, presentándome como Arzobispo Obispo emérito
de la diócesis de Tulle. Con este título de Arzobispo católico pensé rendir un
servicio a la Iglesia, herida por los suyos, fundando una congregación dedicada
a formar verdaderos sacerdotes católicos, la Fraternidad Sacerdotal San Pío X,
debidamente aprobada por Monseñor Charrière, Obispo de Friburgo, en Suiza, y
avalada con una carta de alabanza del Cardenal Wright, Prefecto de la
Congregación para el Clero. Con razón podía yo temerme que esta Fraternidad,
que quería aferrarse a todas las tradiciones de la Iglesia, doctrinales,
disciplinarias, litúrgicas, etc.., no seguiría estando aprobada mucho tiempo
más por los demoledores liberales de la Iglesia.
Es un misterio que no se levantaran
cincuenta o cien obispos como Monseñor de Castro Mayer y yo, que re-accionaran
contra los impostores, como verdaderos sucesores de los apóstoles. No es
orgullo y suficiencia decir que Dios, en su misericordiosa sabiduría, salvó la
herencia de su sacerdocio, de su gracia, de su revelación, mediante estos dos
obispos. No somos nosotros quienes nos hemos escogido, sino Dios, que nos ha
guiado en el mantenimiento de todas las riquezas de su Encarnación y de su
Redención. Quienes piensan deber minimizar estas riquezas e incluso negarlas
sólo pueden condenar a estos dos obispos, lo cual no hace más que confirmar su
cisma de Nuestro Señor y de su Reino, por su laicismo y su ecumenismo apóstata.
Tal vez alguien me diga: “¡Usted
exagera! Cada vez hay más obispos buenos que rezan, que tienen fe, que son
edificantes...”. Aunque fuesen santos, desde el momento en que aceptan la
falsa libertad religiosa, y por con-siguiente el Estado laico, el falso
ecumenismo (y con ello la existencia de varias vías de salvación), la reforma
litúrgica (y con ello la negación práctica del sacrificio de la Misa), los
nuevos catecismos con todos sus errores y herejías, contribuyen oficialmente a
la revolución en la Iglesia y a su destrucción. El Papa actual y estos obispos
ya no trasmiten a Nuestro Señor Jesucristo, sino una religiosidad sentimental,
superficial, carismática, por la cual ya no pasa la verdadera gracia del
Espíritu. Santo en su conjunto. Esta nueva religión no es la religión católica;
es estéril, incapaz de santificar la sociedad y la familia.
Una sola cosa es necesaria para la
continuación de la Iglesia católica: obispos plenamente católicos, que no hagan
ningún compromiso con el error, que establezcan seminarios católicos, donde los
jóvenes aspirantes se alimenten con la leche de la verdadera doctrina, pongan a
Nuestro Señor Jesucristo en el centro de sus inteligencias, de sus voluntades,
de sus corazones, se unan a Nuestro Señor por medio de una fe viva, una caridad
profunda, una devoción sin límites, y pidan como San Pablo que se rece por
ellos, para que avancen en la ciencia y en la sabiduría del “Mysterium
Christi”, en el que descubrirán todos los tesoros divinos; obispos
católicos, que se preparen a predicar a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado,
“opportune et importune...”.
¡Seamos
cristianos! Aun las mismas ciencias humanas y racionales sin excepción, han de
ser ilustradas por la luz de Cristo, que es la Luz del mundo y que, cuando
viene al mundo, da a cada hombre su inteligencia.
El mal del Concilio es la ignorancia
de Jesucristo y de su Reino. Es el mal de los ángeles malos, el mal que
encamina al infierno. Justamente por haber tenido una ciencia excepcional del
Misterio de Cristo, Santo Tomás ha sido proclama-do por la Iglesia como su
Doctor. Amemos leer y repasar las encíclicas de los Papas sobre Santo Tomás y
sobre la necesidad de seguirlo en la formación de los sacerdotes, a fin de no
dudar ni un instante de la riqueza de sus escritos, y sobre todo de su Suma
Teológica, para comunicarnos una fe inmutable y el medio más seguro de lle-gar,
en la oración y en la contemplación, a las riberas celestiales, que nuestras
almas abrasadas del espíritu de Jesús ya no dejarán nunca, pese a todas las
vicisitudes de esta vida terrenal.
+
Marcel LEFEBVRE
CONTINUA...
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