2. El pastorcillo
A los siete años comienza la enseñanza de
la vida.
«Hijo mío,
dice a Pascual su padre Martín Bailón, es preciso que de hoy en adelante te dediques
al trabajo, según lo hacen también tus hermanos y compañeros. Tú quedas
encargado de guardar los rebaños». Y con aquella voz firme, que hacía temblar
al niño, el hombre íntegro le inculca el cuidado con que debe procurar que sus
rebaños no ocasionen destrozos en las heredades ajenas. «Pon grande atención en
que tus bestias no causen daño en los campos vecinos. A ti te toca vigilar
sobre este punto con suma diligencia». El muchacho escucha estas palabras y se
aleja. Días después vuelve deshecho en lágrimas al lado de su
madre y exclama: «Os pido por favor que no me obliguéis a guardar juntamente
las cabras y las ovejas; pues aquéllas son tan tercas, que todos mis esfuerzos
resultan inútiles al objeto de evitar que vayan a pastar en los campos de los
vecinos». Isabel entonces le quita las cabras, y el niño queda únicamente
pastoreando las ovejas. Éstas eran mucho más dóciles. «¡San Pedro y San Juan
nos asistan!» decía Pascual en ademán de castigarlas. Esto solo bastaba para
mantenerlas a raya. Los desperfectos por ellas causados resultaban rarísimos, y
el pastor podía así vivir más tranquilo. Con todo, en la vida del pastor no hay
mucho de apacible. ¡Tenía el Santo unos compañeros tan poco cuidadosos en sus
conversaciones, tan propensos a jurar y perjurar y tan dados a diversiones de
mal gusto!... Pascual vivía contrariado en medio de ellos. «Yo no quiero ir al infierno»,
decía, abandonando su compañía.
En vano se
burlan éstos de sus escrúpulos y le tratan de excéntrico y aun quieren
obligarle a tomar parte en sus poco laudables diversiones. A despecho de todas
sus exigencias el niño permanece inflexible. Su obstinación queda al fin
victoriosa y los compañeros le dejan. Desde entonces Pascual se encamina todos
los días hacia una pequeña iglesia, muy venerada en toda la comarca, que estaba
dedicada a la Virgen de la montaña, a Nuestra Señora de la Sierra.
Y una vez a
la sombra del amado Santuario, su turbación se desvanece como el humo. «Mis
rebaños, piensa, están mucho mejor viviendo yo aislado». Con frecuencia se le
ve en el campo dobladas las rodillas, juntas las manos y con los ojos fijos en
la venerada capilla, ocupado en la oración o bien en cantar unos gozos,
hermosos cantos populares, en honor de Jesús y de María. Llega, no obstante, un
momento en que hasta sus mismas ovejas se rebelan contra sus buenos deseos. La
hierba escasea en aquel sitio, y es preciso alejarse e ir a otras partes en
busca de pasto. Nuestro pastorcillo no por eso abandona del todo las cercanías,
y prosigue, frente a la capilla, en el ejercicio de sus piadosas prácticas.
A pesar de
ello el rebaño no se muestra satisfecho, y le es necesario alejarse más y más,
ya bordeando con él los flancos de las montañas en donde entre las rocas crece
la retama, ya descendiendo por los verdeantes declives en cuyo fondo serpean
los arroyos o los torrentes espumosos, que se precipitan ruidosos en la época
del deshielo y de las lluvias. ¿Qué hacer entonces, una vez perdido de vista el
modesto Santuario?... Pascual diseña sobre su cayado una cruz, y cuelga bajo la
cruz una imagen de la Virgen María, que es en adelante para él un objeto sagrado,
digno de respeto y de amor. Postrado de rodillas ante él, prosigue nuevamente
sus devotos ejercicios. Para señalar el tiempo fabrícase un diminuto cuadrante
solar, y logra así regular para su servicio las horas del día. Cruza, en esta
época, por su mente la idea de instruirse. «Si yo supiera leer, dice, podría
rezar el Oficio de la Santísima Virgen y entregarme a la lectura de bellas
historias».
Pero ¿de qué
medio valerse a este fin? Cierto que estaba próximo el convento en donde los monjes
enseñaban a leer; con todo no había que pensar en semejante cosa. Su padre
había hablado; no tenía, pues, otro remedio que ganarse la vida y guardar el
rebaño. El niño no por eso renuncia a su proyecto: consigue hacerse con un
devocionario, y valiéndose ya del auxilio de un compañero menos ignorante, ya
de alguna otra persona de buena voluntad, procura le sean explicadas algunas
líneas, las graba en su memoria y las rumia a solas. Este sistema era el que
observaban los niños judíos del tiempo de Jesús. Se les enseñaban las palabras,
conocidas por el rezo ordinario; y por la pronunciación familiar iban uniendo
unos a otros los caracteres. La costumbre y la adivinación más o menos
perspicaz de cada uno completaban la enseñanza de la lectura. Y después de la
lectura, la escritura. Nuestro escolar logro reunir algunos trozos de papel y formarse
con ellos un cuaderno. Hace las veces de pluma una caña y se provee además de
un tintero rudimentario, obteniendo así una escribanía que ofrece muchos puntos
de contacto con la de los escritores árabes. Ayudado así de estos conocimientos
y más aún de las luces de la divina gracia, emplea Pascual una buena parte del
tiempo en leer libros piadosos, sobre todo vidas de santos, y en escribir para su
uso los pasajes que más le agradan. Para descansar de sus lecturas y de sus
plegarias, se entretiene en hacer rosarios. Abundaban en los terrenos arenosos
y en los bordes de los estanques los juncos de tallos deteriorados y flexibles.
Las ovejas no los comían, y de ellos se servía el Santo para hacer los Ave,
formando pequeños
nudos; con otros nudos más gruesos formaba los Pater; luego los
sujetaba en forma de corona, y así se proveía de rosarios destinados a sus
compañeros. Siempre que encontraba a alguno de éstos más piadoso y bueno que
los demás, le ofrecía uno de aquellos rosarios, y le exhortaba a rezarlo
diariamente, diciéndole con la convicción más profunda: «esto atraerá sobre ti
la felicidad». Y no dejaba de haber muchos que se dejaban persuadir de ello.
Uno de éstos refiere que «todos se creían seguros cuando estaban cerca del Beato».
Y añade: «Cierto
día que nos hallábamos en los alrededores de Alconchel, sentados junto a dos
árboles, sobrevino de improviso una ráfaga de viento huracanado que, pasando
como una tromba, arrancó de cuajo ambos árboles. Éstos cayeron al suelo, pero a
un lado y a otro de la dirección en que nosotros, asustados, emprendíamos
la huída. Casi por milagro conseguimos en tal ocasión librarnos de una muerte
inminente». No faltan tampoco en la vida pastoril daños y privaciones. Para
evitar los primeros, se debe estar alerta a despecho de los fríos vendavales
que azotan el rostro, y de los rayos de un sol de fuego que marchitan la hierba
y que abrasan como una hoguera.
Estas
incomodidades no tenían eficacia alguna contra la firmeza de voluntad de
nuestro pastorcillo, quien ardía en deseos de imitar a los santos y de
testimoniar, por medio del sufrimiento, el amor que profesaba a Jesucristo. Así
que, no contento aún con estas penalidades, se despoja de su calzado y camina
con los pies desnudos por caminos pedregosos, para mortificarse a sí mismo con
las heridas que le producen las piedras y las espinas. Y cuando alguno le
pregunta la causa de tales rigores, responde: «yo quiero ganar el cielo y satisfacer
por mis pecados». «Su corazón, observa el antiguo biógrafo del santo, estaba ya
entonces esclavizado por el amor a Jesús paciente». Buscaba al amado de su
alma, siguiendo las huellas de los rebaños. Aun durante la noche, cuando el
frío reunía a los pastores en torno a una gran hoguera, Pascual corría a
ocultarse y a orar a la entrada de una caverna, malamente cerrada con algunas
ramas. La débil llama de un fuego,
pobremente alimentado por sarmientos recogidos, le servía con sus rojos
destellos, no tanto para calentar sus ateridos miembros, sino para leer en su
libro del Oficio. ¿Acaso el amor divino no es un fuego que se alimenta con el
ser mismo de aquel a quien inflama?
CONTINUA...
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