CAPITULO XIX:
EL DOBLE
MISTERIO DE UNIDAD
Antes de evocar la
psicología de Nuestro Señor y en particular de su alma humana, de hablar
también de sus relaciones con los santos ángeles y con los elegidos del cielo,
en la medida en que nos es posible y en la que Dios nos lo ha dado a conocer,
vamos a intentar adentrarnos aún más en la vida íntima de Nuestro Señor. La
vida íntima de Nuestro Señor, su vida espiritual y su vida interior humana,
cuenta más que su vida corporal. Sin duda, el sacrificio de la Cruz requería
necesariamente que el Verbo encarnado asumiese un cuerpo que pudiese ofrecer,
que pudiese sufrir y que pudiese derramar su sangre. Pero Nuestro Señor no
hubiera podido hacer esa oblación de su cuerpo sin su inteligencia, su voluntad
y su alma. Uno de los puntos más apreciados por el magisterio de la Iglesia a
lo largo de su historia ha sido la defensa de lo que es Nuestro Señor
Jesucristo.
Todos los errores
cristológicos (y bien sabe Dios que fueron muchos en el transcurso de los
primeros siglos) fueron combatidos por los teólogos y por los obispos que
vivían en esa misma época. Ellos defendieron la verdadera naturaleza de Nuestro
Señor Jesucristo y en particular la existencia de su alma humana, la de su
inteligencia humana y la de su voluntad humana, contra el monotelismo, contra el
monofisismo y contra todos los errores que
intentaban destruir a Nuestro Señor Jesucristo. La Iglesia ha querido definir
con tanta firmeza lo que era Nuestro Señor que luego (aunque siempre hubo quien
negara a Nuestro Señor Jesucristo y en particular su divinidad, como cierto
número de protestantes) podemos decir que en el interior de su Iglesia y en su
enseñanza ya no hubo desviaciones profundas sobre lo que era Nuestro Señor
Jesucristo.
Una de las cosas que afirmó más
Nuestro Señor es su unidad con el Padre, y para nosotros es una fuente de gran
consuelo ver esta unidad tan profunda y hermosa entre el Padre y el Hijo. Pensar
que el Hijo eterno de Dios estuvo presente ante los ojos de los apóstoles,
recorrió esas sendas de Palestina, esos caminos y que vivió en ese país, es un
hecho absolutamente consolador y estimulante para quienes creen en Nuestro
Señor Jesucristo .
Tenemos que recordar las palabras
que Nuestro Señor pronunció sobre su unidad con el Padre, para estar
perfectamente convencidos de esta realidad. Ya hemos evocado la “misión eterna”
de Nuestro Señor, que es la procesión del Verbo encarnado en el interior mismo
de la Trinidad. Esta “misión” del Verbo es eterna y se continúa, por así
decirlo, y se prolonga en el tiempo de la Encarnación. Esta misión temporal nos
informa sobre la unidad eterna entre el Padre y el Verbo.
En su obra Las enseñanzas de
Jesucristo, el Padre Bonsirven escribe, como ya hemos visto:
«A partir de la misión de Cristo,
entramos más en el misterio de su Persona: “Nadie sube al cielo sino el que
bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo” dice Nuestro Señor
(S. Juan 3, 13)».
Esta es una frase que arroja una luz
extraordinaria sobre lo que es Nuestro Señor. ¿Qué es el cielo? El cielo es el
Padre, el cielo es Dios. No es un lugar en el que reside el Padre. Es el mismo
Padre. Es cielo es Dios. Así es precisamente en el Apocalipsis, no habrá ningún
lugar. Dios estará en todos y por eso Dios será el cielo.
«Sino el que
bajó del cielo».
¿Quién bajó, pues, del cielo? El
Hijo del Hombre. El que está ahí, ante los apóstoles, vive en su Padre y está
en el cielo.
Nuestro Señor
puede también decir:
«Nadie ha visto
al Padre, sino sólo el que está en Dios, ése ha visto al Padre».
Parece que no son palabras tan
semejantes pero, sin embargo, expresan la misma realidad. «Nadie ha subido al
cielo», «Nadie ha visto al Padre», es la misma realidad. «Sólo el que está
en Dios, ése ha visto al Padre» (S. Juan 6, 46). El que está en Dios es su
Hijo. También lo escribe san Juan: el Hijo de Dios encarnado puede decir: «Yo
soy de arriba», es decir, de Dios (S. Juan 8, 23), mientras que sus oyentes
son de la tierra, “de abajo”. Y dice también:
«Antes que
Abraham naciese, Yo soy» (S. Juan 8,
58).
Un presente, un presente de
eternidad. En ese momento los judíos se precipitaron sobre El queriéndolo
lapidar. Evidentemente, era una afirmación clara de su divinidad. «La unidad
perfecta del Hijo y del Padre es al mismo tiempo una realidad actual, del
presente» dice el Padre Bonsirven. Y luego esa frase que deja estupefacto:
“Yo y el Padre,
somos una sola cosa” (S. Juan 10, 30).
¿Podía afirmar de modo más claro y más perfecto su unidad con el Padre?
Esto tiene que ayudarnos en nuestras
meditaciones y en nuestras oraciones, cuando estamos ante el Santísimo
Sacramento. Tenemos que tener esta conciencia, esta convicción y esta fe
profunda de que Nuestro Señor es realmente Dios, y de que Nuestro Señor está en
Dios y es uno solo con su Padre, y evidentemente, uno con el Espíritu Santo.
Forma parte de la Santísima Trinidad. Si consideramos a Nuestro Señor, podemos
decir que, en cierto sentido, Nuestro Señor es más Dios que hombre. Desde
luego, Nuestro Señor es hombre en toda su realidad y en toda su plenitud. Es un
hombre perfecto, con un cuerpo y un alma como los nuestros e
incluso es el hombre más perfecto de todos aunque, sin embargo, lo que le da la
subsistencia a su humanidad es Dios. Es el Verbo de Dios el que asume esta
humanidad. Como Dios es muchísimo mayor, muchísimo más infinito y más sabio que
el hombre, es evidente que la realidad de Dios en Nuestro Señor es
infinitamente mayor, infinitamente más hermosa y profunda que su realidad
humana.
Sin embargo, por un misterio de la
gracia de Dios y por un misterio de amor de Dios, vemos esta unidad entre esta
criatura humana, este alma humana, este cuerpo humano, y Dios mismo. No forman
sino una sola Persona en las dos naturalezas. También aquí hay una unidad
perfecta. Hubo errores y herejes que dijeron que las dos naturalezas estaban
separadas pero formaban una sola cosa. En Nuestro Señor Jesucristo, entre la
naturaleza humana y la naturaleza divina, hay una unidad profunda y
perfecta, pero evidentemente misteriosa. Esta unidad consiste en la Persona
única de Nuestro Señor, verdaderamente divina, la Persona del Verbo.
Es evidente que esto tuvo
consecuencias considerables en la psicología humana de Nuestro Señor y en la
vida de su alma. Este alma unida a Dios mismo estaba asumida por Dios. No había
otra Persona. Todos los actos de este alma, lo mismo que todos los actos del
cuerpo de Nuestro Señor, eran actos de Dios. Eran actos divinos, pues en
Nuestro Señor no había dos Personas, sino una sola. La persona es el sujeto de
atribución de todos nuestros actos y, por consiguiente, todos los actos que
hizo Nuestro Señor deben ser llamados actos divinos.
CONTINUA...
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