Carta Pastoral n° 3
EL MATRIMONIO
Pronto se cumplirán 20 años desde que Nuestro Santo
Padre, el Papa Pío XI, escribiera en su memorable Encíclica Casti Connubi, estas
palabras: “No es ya de un modo solapado ni en la oscuridad, sino que también
en público, depuesto todo sentimiento de pudor, lo mismo de viva voz que por
escrito, ya en la escena con representaciones de todo género, ya por medio de
novelas, de cuentos amatorios y comedias, del cinematógrafo, de discursos
radiados, en fin, de todos los inventos de la ciencia moderna, se conculca y se
pone en ridículo la santidad del matrimonio, mientras que los divorcios, los
adulterios y los vicios más torpes son ensalzados o al menos revestidos de
tales colores que aparecen libres de toda culpa y de toda infamia (...) Estas
doctrinas las inculcan a toda clase de hombres, ricos y pobres, obreros y
patrones, doctos e ignorantes, solteros y casados, fieles e impíos, adultos y
jóvenes, siendo a éstos principalmente, como más fáciles de seducir, a quienes
ponen peores asechanzas”. Y agregaba el Papa Pío XI: “Nos, pues, a quien el
Padre de familia puso por custodia de su campo, a quien urge el oficio
sacrosanto de procurar que la buena semilla no sea sofocada por hierbas
venenosas, juzgamos como a Nos dirigidas por el Espíritu Santo aquellas
gravísimas palabras, con las cuales el Apóstol San Pablo exhortaba a su amado
Timoteo: «Tú, en cambio, vigila, cumple tu ministerio, predica, insta
oportuna e inoportunamente, arguye, suplica, increpa con toda paciencia y
doctrina»“.
Queridísimos hermanos, hemos creído hoy un deber hacer
nuestras estas palabras. No pasan semanas, sino días, que no tengamos que
deplorar el espectáculo de hogares desunidos, de uniones quebrantadas, cuya
separación es más definitiva por otras uniones adúlteras, o que no tengamos que
comprobar la ilegitimidad de uniones que se podría creer regulares. ¡Cuántos
dramas de consciencia, cuántos dolores morales escondidos! Pero lo más grave, es la comprobación de una
ignorancia inconcebible de las obligaciones del matrimonio, como si esta unión
no dependiese más que de la voluntad humana, y que los derechos y deberes que
derivan de ella no existiesen sino en la medida que los cónyuges lo deseen. O,
si se conocen las leyes que rigen el matrimonio, no se entiende el rigor; y,
frente a los numerosos ejemplos de aquellos que las violan, no se entiende que
esta libertad no sea aceptada por la Iglesia como más conforme con el espíritu
moderno. Con cuanta frecuencia, con ocasión del cuestionario
que detalla las obligaciones del matrimonio, se escuchan reflexiones que testimonian
un increíble desconocimiento de todo lo que este contrato tiene de grave y de
sagrado. No es raro encontrar, incluso entre los que todavía
tienen, gracias a Dios, una idea clara de la importancia y de la santidad del
matrimonio, una indulgencia, o más exactamente una tolerancia benevolente para
con las separaciones, para con las uniones libres, que no dejan de constituir
un verdadero escándalo, sobre todo para la juventud.
Con la asistencia al cine y a espectáculos que ofrecen
todo aquello que es contrario a las buenas costumbres y a la santidad del
matrimonio, termina por acostumbrarse a todo lo que tendría que ser mirado como
un objeto de reprobación. Incluso en algunos hogares católicos, las
conversaciones sobre estos temas son frecuentes y no revelan ninguna
desaprobación, con gran daño para los jóvenes que las escuchan. No se teme
introducir en el hogar revistas o novelas donde el matrimonio estable,
indefectible, es ridiculizado en provecho de la unión egoísta y pasajera. Basta con ver con qué apresuramiento compran el Reader’s
Digest, en el cual el matrimonio está siempre presentado bajo sus aspectos
más materialistas. Este acostumbrarse los ámbitos católicos a las ideas
falsas difundidas por los no católicos es gravemente nociva a la santidad del
matrimonio. Cuántos hogares serían más dignos, más unidos, más
apaciguados, si el esposo buscase la sana recreación en lugar de darse a la
bebida, si la mujer fuese más modesta en lugar de entregarse a las vanidades.Frente a estas comprobaciones, queridísimos hermanos,
hemos pensado que era urgente recordarles brevemente los principios eternos que
rigen el matrimonio, indicando particularmente su origen y sus propiedades
esenciales.
1.- El Matrimonio, ¿es de origen humano o divino?
“El matrimonio - dice nuestro Santo Padre Pío XI - no fue instituido
ni restaurado por obra de hombres, sino por obra divina. No fue protegido,
confirmado, ni elevado con leyes humanas, sino con leyes del mismo Dios, autor
de la naturaleza, y de su restaurador, Cristo Señor Nuestro. Por lo tanto, sus
leyes no pueden estar sujetas al arbitrio de ningún hombre, ni siquiera al
acuerdo contrario con los mismos cónyuges (...) Mas, aunque el matrimonio sea
de institución divina por su misma naturaleza, con todo, la voluntad humana
tiene también en él su parte, y por cierto nobilísima, porque todo matrimonio,
en cuanto que es unión conyugal entre un determinado hombre y una determinada
mujer, no se realiza sin el libre consentimiento de ambos esposos (...) Es
cierto que esta libertad no da más atribuciones a los cónyuges que las de
determinarse o no a contraer matrimonio, y a contraerlo precisamente con tal o
cual persona; pero la naturaleza del matrimonio está totalmente fuera de los
límites de la libertad del hombre, de tal suerte que si alguien ha contraído ya
matrimonio se halla sujeto a sus leyes y propiedades esenciales”. De este modo, la unión santa del matrimonio verdadero
está constituida en su conjunto por la voluntad divina y por la voluntad
humana. De Dios vienen la institución misma del matrimonio, sus fines, sus
leyes, sus vínculos; los hombres son autores de los matrimonios particulares a
los cuales están ligados los deberes y los bienes establecidos por Dios. Tal es el verdadero origen del matrimonio como Dios lo
ha querido desde toda la eternidad. Todo lo que los hombres puedan decir o
escribir sobre este tema no cambiará nada a estas verdades enseñadas por la
Iglesia.
2.- ¿Cuáles son las propiedades del matrimonio?
El sentido común, que es la expresión de la verdadera
sabiduría, y las Sagradas Escrituras con la Tradición, nos enseñan que son dos:
la unidad y la indisolubilidad. Estas dos propiedades, que descartan por una parte la
presencia de una tercera persona en el matrimonio, y por otra parte la posibilidad
de romper el vínculo establecido por el contrato concluido entre los dos
cónyuges, encuentran su raíz profunda en la naturaleza humana establecida por
Dios. La naturaleza misma del contrato matrimonial, la de constituir la
sociedad familiar por la presencia de los hijos, exige absolutamente la unidad
y la estabilidad perfecta del matrimonio. “La fidelidad conyugal y la procreación de los hijos - dice Santo Tomás - están implicados por el mismo
consentimiento conyugal, y en consecuencia si, en el consentimiento que
constituye el matrimonio, se formulase una condición que les fuese contraria,
no habría verdadero matrimonio”.
La unión conyugal une todo en un acuerdo íntimo; las
almas más estrechamente que los cuerpos.El matrimonio contraído por dos almas que se dan una a
la otra teniendo como perspectiva la eventualidad de una separación, es un
mentís insolente dado a las más nobles aspiraciones que el corazón humano
aporta en este acto solemne; es la contradicción llevada a lo más íntimo de dos
corazones que se unen. Decir contradicción no es bastante; los pretendidos
derechos del corazón a no ser irrevocablemente encadenado, no es otra cosa y no
se pueden llamar de otra manera que cobardes necesidades del egoísmo. Admitir en el contrato matrimonial que se pueda
quebrar el vínculo, no es sólo contrario a la naturaleza de la sociedad
conyugal, contrario a la naturaleza humana, sino también y sobre todo,
contrario al fin mismo del matrimonio, de la sociedad humana.
¿Qué sucederá, en efecto, con los hijos, esos seres
divididos, más tristes que los huérfanos, que sacan del afecto por su madre el
odio para con su padre, y que aprenden de su padre a maldecir a su madre?
¿Puede concebir-se un contrato de matrimonio que admita la perspectiva de una
semejante disociación de la familia y que haga pesar sobre los hijos la amenaza
de una existencia herida para siempre en sus más profundos afectos? La unión querida, consentida, de dos seres humanos
dotados de inteligencia y de voluntad para un fin como el matrimonio, que
consiste en un don mutuo con el deseo de constituir una familia, no puede ser
provisorio. Iluminados sobre la gravedad del contrato matrimonial
por las luces de la razón, ¿cómo extrañarse que Nuestro Señor haya hecho de ese
mismo consentimiento un signo sagrado, fuente abundante de gracias, un
verdadero sacramento, cuyos ministros son los mismos cónyuges? Por su gracia, por su virtud todopoderosa, Nuestro
Señor da a ese acto solemne la nobleza, la elevación que tuvo al origen. Cuando Nuestro Señor dio su verdadera perfección al
matrimonio, cuando le confió una gracia particular, renovó el fundamento de la
sociedad. De corrupta, de disuelta que era, la elevó y la purificó.
“Lo que Dios ha unido - proclama Nuestro Señor - no lo separe el hombre”.
“Todo hombre que repudia a su mujer y se casa con
otra, comete adulterio; y el que se casa con una repudiada, comete adulterio”. Estas palabras no dejan ninguna duda sobre la
estabilidad necesaria del matrimonio. La Santa Iglesia siempre ha sido fiel a estas
afirmaciones de Nuestro Señor, y su fe nunca ha cambiado, incluso al precio de
los cismas más graves.
El Concilio de Trento afirma: “Si alguno dijese
que, por causa de herejía o por cohabitación molesta o por culpable ausencia
del cónyuge, el vínculo del matrimonio puede disolverse, sea anatema”. Y todavía: “Si alguno dijese que la Iglesia yerra
cuando enseñó y cuando enseña que, conforme a la doctrina evangélica y
apostólica, no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del
adulterio de uno de los cónyuges; y que ninguno de los dos, ni siquiera el
inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio
mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar
a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se
casa con otro, sea anatema”. ¡Cuánto debemos agradecer a la Iglesia por mantener
por su doctrina una muralla infranqueable a los asaltos de aquellos que quieren
arruinar la familia y la sociedad! Única guardiana de la verdad, ha conservado a los
hogares una base inquebrantable. Esta es una prueba evidente de la santidad y
la perennidad de la Iglesia.
A todas estas enseñanzas de la razón, de las Sagradas
Escrituras y de la Tradición, podríamos agregar las pruebas de la experiencia.
Desde que la ley impía votada en 1884 en Francia ofreció la ilusión de una
legalidad a las separaciones, éstas se han multiplicado a un ritmo siempre
creciente, y con ellas todas las consecuencias de la inmoralidad, de la cual
pueden testimoniar con abundancia los tribunales. Pero más que deplorar los efectos demasiados conocidos
del olvido de la santidad del matrimonio, consideremos ahora lo que debemos
hacer para restituirle toda su dignidad.
Primero tenemos que meditar los designios de Dios
sobre el matrimonio. Creador y Gobernador del Universo, Dios no ha hecho nada
sin razón, y a toda criatura le ha dado leyes inscritas en la misma naturaleza
con que la dotó. “Para que se obtenga la restauración universal y
permanente del matrimonio - dice Nuestro Santo Padre el Papa Pío XI -, es de la mayor
importancia que se instruya bien sobre el mismo a los fieles; y esto de palabra
y por escrito, no rara vez y por encima, sino a menudo y con solidez, con
razones profundas y claras (...) Que sepan y mediten con frecuencia cuán grande
sabiduría, santidad y bondad mostró Dios hacia los hombres tanto al instituir
el matrimonio como al protegerlo con leyes sagradas; y mucho más al elevarlo a
la admirable dignidad de sacramento”. Pero, ¿de qué serviría este conocimiento del
matrimonio, si los padres cristianos no preservasen a sus hijos de todo aquello
que puede destruir en ellos una alta y santa idea de la unión de su padre y
madre?Sobre este punto, ¡cuántos errores circulan aún en los
ámbitos cristianos! Se preconizan nuevos métodos, en el sentido que se juzga
bueno familiarizar al niño con la idea del vicio a fin de preservarlo de él con
mayor seguridad. Sin embargo, ¿se inoculan vacunas para adultos en organismos
jóvenes? Esto causa en esas almas muy impresionables un grave escándalo, muchas
veces irreparable.
En cuanto a la preparación próxima del matrimonio,
dice una vez más Pío XI: “pertenece de una manera especial la elección del
consorte, porque de aquí depende en gran parte la felicidad del futuro
matrimonio (...) Para que no padezcan las consecuencias de una imprudente
elección, deliberen seriamente los que desean casarse antes de elegir la
persona con la que han de convivir para siempre, y en esta deliberación tengan
presentes las consecuencias que se derivan del matrimonio, en orden en primer
lugar, a la verdadera religión de Cristo, y además en orden a sí mismo, al otro
cónyuge, a la futura prole y a la sociedad humana y civil. Imploren con asiduidad
el auxilio divino, para que elijan según la prudencia cristiana, no llevados
por el ímpetu ciego y sin freno de la pasión, ni solamente por razones de lucro
o por otro motivo menos noble, sino guiados por un amor recto y verdadero y por
un afecto leal hacia el futuro cónyuge, buscando además en el matrimonio
aquellos fines por los que Dios lo ha instituido. No dejen, en fin, de pedir
para dicha elección el prudente y tan estimable consejo de sus padres”. Pero todas las preparaciones, toda la ciencia del
matrimonio y del matrimonio cristiano no tendrán eficacia para mantener las
uniones en su santidad y fidelidad, si los esposos no se alimentan del Pan de
los castos, el Pan de los fuertes. La Eucaristía, establece el equilibrio en la
sensibilidad, templando el fuego devorador de nuestros deseos, disminuyendo el
absolutismo de su tiranía, aumentando el imperio de la razón, de tal manera
que, como dice San Pablo, “la vida de Jesucristo se manifieste en nuestros
cuerpos”.En la unión con Nuestro Señor Jesucristo, en la
atmósfera de la Sagrada Familia, es donde los esposos encontrarán el secreto de
una unión estable y feliz, practicarán el sostén y la ayuda mutua cotidiana,
ofrecerán a sus hijos y a la sociedad el ejemplo de una vida en la cual el
cuerpo está sumiso a la razón, la razón al alma, y el alma a Dios, cumpliendo
en ello, por la gracia de Jesucristo, los designios de Dios sobre la humanidad.
Que gusten repetir esta frase de San Pablo: “que el
Señor me revista del hombre nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad
de la verdad”, esperando el día en que su unión, que habrá crecido con los
años, encuentre en Dios su pleno desarrollo por la eternidad.
Monseñor Marcel
Lefebvre
Carta Pastoral,
Dakar,11 de febrero de 1950.
CONTINUA...
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