I
¿Quién podría negar
que los católicos de este final del siglo XX estén perplejos? Basta con
observar lo que pasa para persuadirse de que el fenómeno es relativamente
reciente y que corresponde a los veinte últimos años de la historia de la
Iglesia. Antes, el camino estaba perfectamente trazado; se lo seguía o no se lo
seguía. Se tenía fe o se la había perdido o bien no se la había tenido nunca.
Pero aquel que tenía fe, que había entrado en la santa Iglesia por el bautismo,
que había renovado sus promesas aproximadamente a los once años, que había
recibido al Espíritu Santo en el día de su confirmación, ése sabía lo que debía
creer y lo que debía hacer. Hoy, muchos ya no lo saben. En las iglesias se oyen
afirmaciones que causan estupefacción, se leen tantas declaraciones contrarias
a lo que se había enseñado siempre que la duda se ha insinuado en los
espíritus. El 30 de junio de 1968 al clausurar el Año de la Fe, S.S. Pablo VI
hacía una profesión de fe católica ante todos los obispos presentes en Roma y
ante centenares de miles de fieles. En su preámbulo, el Papa ponía en guardia a
todos contra los ataques dirigidos a la doctrina, pues, según decía, "eso
sería entonces engendrar, como desgraciadamente se ve hoy, turbación y perplejidad
en muchas almas fieles". La misma palabra Perplejidad se
encuentra en una alocución de S.S. Juan Pablo II del 6 de Febrero de
1981: "Los cristianos de hoy, en gran parte se sienten perdidos,
confundidos, perplejos y hasta decepcionados." El Santo Padre resumía
las causas del modo siguiente: "Desde todas partes se han difundido
ideas que contradicen la verdad que fue revelada y que se enseñó siempre. En
los dominios del dogma y de la moral se han divulgado verdaderas herejías que
suscitan dudas, confusión, rebelión. Hasta la misma liturgia fue violada.
Sumergidos en un 'relativismo' intelectual y moral, los cristianos se ven
tentados por una ilustración vagamente moralista, por un cristianismo
sociológico sin dogma definido ni moral objetiva." Esta perplejidad se
advierte en todo momento en las conversaciones, en los escritos, en los
periódicos, en las emisiones radiales o televisadas, en el comportamiento de
los católicos-, en quienes se traduce en una disminución considerable de la práctica
piadosa, como lo atestiguan las estadísticas, en una pérdida de devoción por la
misa y los sacramentos, en un relajamiento general de las costumbres. En
consecuencia, uno se ve obligado a preguntarse por la causa que determinó
semejante estado de cosas. A todo efecto corresponde una causa. ¿Se trata de la
fe de los hombres que disminuyó por un eclipse de la generosidad del alma, del
apetito de goces, de la atracción de los placeres de la vida y de "las
múltiples distracciones que ofrece el mundo moderno? Ésas no son las verdaderas
razones que, de un modo u otro, siempre existieron; la rápida caída de la
práctica religiosa se debe más bien al espíritu nuevo que se introdujo en la
Iglesia y que suscitó sospechas sobre todo un pasado de vida eclesiástica, de ENSEÑANZA Y DE PRINCIPIOS DE VIDA. ANTES TODO SE fundaba en la fe inmutable de
la Iglesia transmitida por catecismos que eran reconocidos por todos los
episcopados. La fe se sustentaba en certezas; al quebrantarse éstas se ha
sembrado la perplejidad.
Tomemos un ejemplo: la Iglesia enseñaba —y el conjunto de los
fieles así lo creía— que la religión católica era la única religión verdadera.
En efecto, fue fundada por el propio Dios, en tanto que las otras religiones
son obra de los hombres. En consecuencia, el cristiano debe evitar toda
relación con las religiones falsas y, por otra parte, hacer todo cuanto pueda
para convertir a sus adeptos a la religión de Cristo. ¿Continúa siendo siempre
verdadero esto? Por supuesto. La verdad no puede cambiar, pues de otra manera
nunca habría sido la verdad. Ningún hecho nuevo, ningún descubrimiento
teológico o científico —en la medida en que puedan existir descubrimientos
teológicos-- hará que la religión católica deje de ser el único camino de
salvación. Pero ocurre que el propio Papa asiste a ceremonias religiosas, de
esas falsas religiones, ora y predica en los templos de sectas heréticas. La
televisión difunde por el mundo entero las imágenes de esos contactos que
causan estupor. Los fieles ya no comprenden. Lutero apartó de la Iglesia a
pueblos enteros, trastornó a Europa, espiritual y políticamente, al reducir a
ruinas la jerarquía católica, el sacerdocio católico, al inventar una falsa doctrina
de la salvación, una falsa doctrina de los sacramentos. Su rebelión contra la
Iglesia será el modelo que habrán de seguir todos los futuros revolucionarios
que desencadenen el desorden en Europa y en el mundo. Después de quinientos
años es imposible, como algunos quisieran, hacer de Lutero un profeta o un
doctor de la Iglesia, puesto que no es un santo. Ahora bien, SI me
pongo leer la Documentation. catholique o las revistas diocesanas,
encuentro escrito lo siguiente por la pluma de la comisión mixta
católico-luterana, oficialmente reconocida por el Vaticano.1 "Entre las
ideas del concilio Vaticano II, en las que se puede ver una admisión de los
requerimientos de Lutero, se encuentran por ejemplo:
1 La Documentation
catholique, 3 de julio de 1983, N° 1085, págs. 696-697. 12
1. la descripción de la Iglesia como 'Pueblo de Dios' (idea
clara del nuevo derecho canónico, idea democrática y no ya jerárquica);
2. el acento puesto sobre el sacerdocio de todos los
bautizados;
3. el compromiso en favor del derecho de la persona a la
libertad en materia de religión.
4. Otras exigencias
que Lutero había formulado en su tiempo pueden considerarse satisfechas en la
teología y en la práctica de la Iglesia actual: el uso de la lengua vulgar en
la liturgia, la posibilidad de la comunión en las dos especies y la renovación
de la teología y de la celebración de la Eucaristía."
¡Qué gran
reconocimiento! ¡Satisfacer las exigencias de Lutero que se mostró el enemigo
resuelto de la misa y del Papa! ¡Admitir las demandas del blasfemo que decía-.
"Afirmo que todos los lupanares, los homicidios, los robos, los adulterios
son menos malos que esta abominable misa"! De tan monstruosa
rehabilitación sólo se puede llegar a una conclusión: o bien hay que condenar al
concilio Vaticano II que la autorizó o bien hay que condenar al concilio de
Trento y a todos los papas que desde el siglo XVI declararon que el
protestantismo era herético y cismático.
Bien se comprende que
ante semejante cambio de situación los católicos estén perplejos. ¡Pero tienen
tantos otros motivos para estarlo! A medida que transcurrían los años los
católicos vieron cómo se transformaban el fondo y la forma de las prácticas
religiosas que los adultos habían conocido en la primera parte de su
vida. En las iglesias los altares fueron retirados y sustituidos por una mesa,
con frecuencia móvil y susceptible de ser escamoteada. El tabernáculo ya no
ocupa el lugar de honor y la mayoría de las veces se lo ha disimulado en un
pilar, a un costado: en los casos en que todavía permanece en el centro, el
sacerdote al decir la misa le vuelve la espalda. El celebrante y los fieles
están frente a frente y dialogan. Cualquiera puede tocar los vasos sagrados, frecuentemente
reemplazados por cestos, bandejas, vasijas de cerámica; laicos, incluso
mujeres, distribuyen la comunión que se recibe en la mano. El cuerpo de Cristo
es tratado con una falta de reverencia que suscita dudas sobre la realidad de
la transubstanciación. Los sacramentos son administrados de una manera que
varía según los lugares; citaré como ejemplos la edad en que se recibe el
bautismo y la confirmación, el desarrollo de la ceremonia y bendición
nupciales, amenizadas con cantos y lecturas que nada tienen que ver con la
liturgia, pues están tomados de otras religiones o de una literatura
resueltamente profana, cuando no expresa sencillamente ideas políticas. El
latín, lengua universal de la Iglesia, y el canto gregoriano desaparecieron de
una manera casi general. La totalidad de los cánticos fue reemplazada por
cantilenas modernas en la que no es raro encontrar los mismos ritmos que en las
de los lugares de placer. Los católicos se vieron también sorprendidos por la
brusca desaparición del hábito eclesiástico como si sacerdotes y religiosas
tuvieran vergüenza de mostrarse como son. Los padres que envían a sus hijos al
catecismo comprueban que ya no les enseñan las verdades de la fe, ni siquiera
las más elementales-, la Santísima Trinidad, el misterio de la Encarnación, la
Redención, el pecado original, la Inmaculada Concepción. Nace entonces un
sentimiento de profunda desazón. ¿Será que todo eso ya no es más verdadero?
¿Será anticuado? ¿Estará "superado"? Ni siquiera se mencionan ya las
virtudes cristianas; ¿en qué manual de catecismo se habla, por ejemplo, de la
humildad, de la castidad, de la mortificación? La fe se ha convertido en un
concepto fluctúan te, la caridad en una especie de solidaridad universal y la
esperanza es sobre todo la esperanza de un mundo mejor aquí. Estas novedades no
son de la índole de aquellas que en el orden humano aparecen con el correr del
tiempo, aquellas a las que uno se habitúa, que uno asimila después de un primer
período de sorpresa y de vacilación. En el curso de una vida humana muchas
maneras de proceder y hacer las cosas se transforman; si yo todavía fuera
misionero en África, viajaría en avión y no ya en buque aunque más no fuera por
la dificultad de encontrar una compañía marítima que prestara ese servicio. En
este sentido se puede decir que hay que vivir con la época y, por lo demás,
está uno obligado a hacerlo. Pero los católicos a quienes se quiso imponer
novedades en el orden espiritual y sobrenatural, en virtud del mismo principio,
comprendieron muy bien que eso no era posible. No se puede cambiar el Santo
Sacrificio de la misa, no se pueden cambiar los sacramentos instituidos por
Jesucristo, no se cambia la verdad revelada de una vez por todas, no se
reemplaza un dogma por otro.
Las páginas que siguen
quieren responder a las preguntas que se hacen los católicos, esos católicos
que conocieron otro rostro de la Iglesia; quieren también iluminar a los
jóvenes nacidos después del concilio y a quienes la comunidad católica no
ofrece lo que tienen derecho a esperar. Desearía dirigirme por fin a los
indiferentes o a los agnósticos a quienes la gracia de Dios tocará un día u
otro, pero que corren el peligro entonces de encontrar
iglesias sin sacerdotes y con una doctrina que no corresponde a las
aspiraciones de su alma. Además, es evidente que es ésta una cuestión que
afecta a todo el mundo, a juzgar por el interés que le presta la prensa de
información general, especialmente en nuestro país. Los periodistas también se
muestran perplejos. Citemos algunos títulos ai azar: "¿Morirá el
cristianismo?", "¿Y si el tiempo trabajase contra la religión de
Jesucristo?", "¿Habrá todavía sacerdotes en el año 2000?" Quiero
responder a estas preguntas, sin aportar a mi vez teorías nuevas, sino
ateniéndome a la tradición ininterrumpida y sin embargo tan abandonada estos
últimos años, que sin duda a muchos lectores les parecerá nueva.
Continua...
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