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jueves, 26 de octubre de 2017

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY



SAN PEDRO ALCANTARA
En nuestra desdichada época en que la inmoralidad se desborda cual ola de inmundicia, y en que la impiedad sube como una noche sombría, hemos visto multiplicarse las víctimas y aun las fundadoras de comunidades de víctimas. Si hemos de dar crédito a las revelaciones privadas, Nuestro Señor tiene necesidad de víctimas y de víctimas esforzadas, busca almas que expíen con sus sufrimientos y tribulaciones por los pecadores y los ingratos... «El está padeciendo y no encuentra bastantes almas que quieran seguirle generosamente por la vía del padecimiento.» Estas revelaciones son indudablemente respetables y llenas de verosimilitud. Pero lo que constituye una garantía más fuerte y fuera de toda duda es la palabra del Vicario de Jesucristo. Pío IX sugería a un Superior General de Orden la idea de invitar a las almas generosas a ofrecerse a Dios como víctimas de expiación.
León XIII, en Encíclica dirigida a Francia en 1874, exhorta «sobre todo a los fieles que viven en los Monasterios a esforzarse por apaciguar la ira de Dios, por medio de la oración humilde, de la penitencia voluntaria y de la ofrenda de sí mismos». San Pío X alabó muy mucho «la Asociación Sacerdotal», pues vio con satisfacción que «muchos de sus miembros se ofrecen a Dios secretamente para ser inmolados como víctimas de expiación, especialmente por las almas consagradas, en estos desdichados tiempos en que la penitencia es tan necesaria»; y enriqueció con numerosas indulgencias «este importante oficio de la piedad cristiana».
Es, en efecto, un modo eficacísimo de ejercitar el santo amor de Dios y del prójimo.
Mas, según la expresión de San Pío X, es esto «obra muy grande y empresa bien ardua» No queremos con ello desanimar las voluntades generosas, cuando el Soberano Pontífice las invita; tan sólo es nuestro intento prevenir la indiscreción. Las almas que hacen profesión en una Comunidad de Víctimas no han de temer al menos la imprudencia o la sorpresa: la Regla ha debido precisar los límites de su ofrenda, y ellas mismas han ensayado sus fuerzas durante el noviciado. Mas cuando tal ofrenda se hace con o sin voto, fuera de la profesión religiosa, y la entrega se hace sin reservas, jamás se sabe de antemano hasta qué punto Dios usará los derechos que se le confieren. Con seguridad que si estos avances se hacen sólo por responder a una vocación debidamente reconocida, Dios, que es el que llama, dispone en consecuencia de las gracias. Así, una religiosa, ocho días antes de su muerte, después de prolongadas y terribles pruebas, podía decir «que no le apenaba el haberse ofrecido como víctima». Santa Teresa del Niño Jesús, el día mismo de su muerte, decía también: «No me arrepiento de haberme entregado al amor.» ¿Sucederá lo mismo cuando uno se decide a la ligera y sin haber orado, reflexionado y consultado y probado? ¿Nos deberá el Señor gracias especiales como precio de nuestra temeridad? Cuanto más nos hayamos apresurado a entregarnos, tanto menos tardaremos quizá en fatigar con nuestras quejas y nuestros desalientos a nuestro director y a cuantos nos rodean. El verdadero lugar de una víctima está en el Calvario de Jesús y no en las dulzuras del amor... Las almas consoladoras, las almas reparadoras son víctimas con la gran Víctima del Calvario. «Es conveniente que se sepa, porque al ver la facilidad un tanto presuntuosa con que muchos se entregan a los derechos divinos y se le ofrecen como víctimas, se adivina que no sospechan la seriedad con que suele tomar estas cosas Aquel a quien se entregan. Hay determinado número de derechos que Dios ejerce sobre nosotros antes de la autorización que nuestra libertad le da acerca de ellos. ¡Feliz mil veces el que todo lo entrega! Pero que cuente con grandes trabajos y con particulares inmolaciones.» La prueba de este hecho brilla en cada página de la vida de las almas victimas.
Esto supuesto, he aquí las diferencias más salientes entre dicho ofrecimiento y el abandono:
SAN JUAN DE LA CRUZ
1ª El simple abandono no se adelanta. Para todo cuanto depende de la Providencia y no de nosotros, mantiénese en una santa indiferencia y espera el beneplácito divino, a modo de un niño que se deja llevar con docilidad y con amor. Por el contrario, quien se ofrece, se adelanta. Por el mismo hecho de su oblación, pide implícitamente el padecer, incita a Dios a enviárselo, a veces hasta lo solicita expresamente.
2ª El abandono no entraña ni orgullo, ni temeridad, ni ilusión; rebosa prudencia y humildad, pues deja a Dios el cuidado de regirlo todo y nos reserva tan sólo el de obedecer.
Es el simple cumplimiento de la voluntad divina. ¿Puede, sin un llamamiento divino, ser la ofrenda tan humilde, tan exenta de ilusiones y presunción? ¿Deja a Dios la iniciativa para disponer de nosotros?
3ª El alma que se abandona a la acción divina puede contar con la gracia: la que se adelanta, a excepción siempre del divino llamamiento, ¿puede estar tan segura de tener a Dios consigo? Las almas avanzadas se dirigen como por instinto hacia el abandono, y a todos se puede aconsejar practicarle en espíritu de víctimas. Lo mismo sucede con la obediencia de cada día y la mortificación voluntaria. Esta intención en nada recarga nuestras obligaciones, sino que hace circular por ellas una nueva savia de amor puro que aumenta su mérito y su fecundidad. Por el contrario, la prudencia y la humildad quieren que no se pidan sufrimientos, a menos de un llamamiento divino, debidamente reconocido. Aun en este caso, no ha de hacerse sin antes haber probado las fuerzas, soportando con paciencia las pruebas ordinarias y dándose a la mortificación voluntaria. Si nosotros tomamos la iniciativa de pedir tal o cual género de sufrimientos, somos nosotros los que disponemos y hemos de seguir en este acto, como en todos los demás, las reglas de la prudencia; ahora bien, la prudencia pide se exceptúen las pruebas que nos pudieran resultar más peligrosas, y la caridad, a su vez, las que serian demasiado molestas a cuantos nos rodean. No parece que haya necesidad de usar de las mismas precauciones cuando se deja a Dios el cuidado de escoger, porque entonces es Dios quien dispone, no nosotros, siempre puede uno adaptarse a lo que dispone la paternal Sabiduría.
Por otra parte, salvo el divino llamamiento, ¿para qué pedir el sufrimiento? Un alma que aspira a las más altas virtudes, ¿tiene necesidad de buscar algo más que la obediencia y abandono perfectos? Los votos, la Regla, las disposiciones de la Providencia es el camino más seguro que lleva a la perfección sin error ni engaño. En él hallarán siempre maravillosos recursos para adquirir la pureza del alma y las perfectas virtudes, y la íntima unión con Dios. Esta transformación progresiva mediante las observancias es ya una ruda labor capaz de colmar una larga vida. Mas si esto no basta a nuestra generosidad, la Regla nos invita, contando con la debida autorización, a hacer más de lo que ella manda, abriendo así al espíritu de sacrificio, horizonte ilimitado casi y tan vasto como nuestros deseos. En cuanto al santo abandono, toda alma interior halla mil ocasiones de ponerlo en práctica; un religioso lo necesitará con frecuencia en la Comunidad, mucho más aún los Superiores en el desempeño de su cargo. Es necesario comenzar por dar buena acogida a las cruces que Dios nos ha elegido y si El ve que no bastan a nuestro ardor de sufrir, sabrá por si mismo aumentar el número y la pesadez.
Por tanto, las almas que desean vivir en espíritu de victimas no tienen necesidad, generalmente hablando, de solicitar el sufrimiento, pues no dejarán de encontrarlo en la vida interior, las obligaciones diarias, la mortificación voluntaria y las disposiciones de la Providencia. Este camino modesto no tiene el brillo del voto de víctima, pero el espíritu de sacrificio halla en él abundante alimento, mientras que la prudencia y la humildad se encuentran quizá allí con mayor seguridad. Bien entendido que cuando el Espíritu Santo llama por sí mismo a ofrecerse como víctima, con tal que ésta obre con el permiso y bajo la inspección de los representantes de Dios y que ante todo se muestre celosa por sus deberes diarios, no se le puede objetar ni la temeridad ni la ilusión, pues obedece al llamamiento divino. Debe prepararse a difíciles pruebas, en las que tendrá el correspondiente mérito y Dios estará con ella.
El Santo Abandono tiene por fundamento la caridad. No se trata aquí ya de la conformidad con la voluntad divina, como lo es la simple resignación, sino de la entrega amorosa, confiada y filial, de la pérdida completa de nuestra voluntad en la de Dios, pues propio es del amor unir así estrechamente las voluntades. Este grado de conformidad es también un ejercicio muy elevado del puro amor, y no puede hallarse de ordinario sino en las almas avanzadas que viven principalmente de ese puro amor. Mas como exige un perfecto desasimiento, y la caridad necesita hacer aquí un llamamiento del todo particular a la fe y a la confianza en la Providencia, hablaremos en primer lugar del desasimiento, de la fe y de la confianza, terminando por el amor que es principio formal del Santo Abandono.
SANTA TERESA DE JESUS
2. Fundamentos del Santo Abandono
1. EL DESASIMIENTO
La condición previa de una perfecta conformidad es el perfecto desasimiento. Porque si nuestra voluntad tiene intensas aficiones, si se encuentra pegada y como clavada, no se dejará cautivar cuando sea preciso hacerlo para unirla a la de Dios. Por poco apegada que esté, pondrá resistencia, habrá violencias y desgarramientos inevitables y estaremos muy distanciados de una conformidad pronta y fácil, y más distanciados aún del perfecto abandono, y esto por dos razones:
El Santo Abandono es una total unión, una especie de conformidad de nuestra voluntad con la de Dios, hasta el punto de estar nosotros dispuestos de antemano a todo lo que Dios quiera y a recibir con amor todo cuando haga.
Antes del acontecimiento es una espera tranquila y confiada; después del acontecimiento es la sumisión amorosa y filial.
Por aquí se verá qué profundo desasimiento supone.
2ª, este desasimiento ha de ser tan universal como profundo, porque Dios, ¿nos querrá ricos o pobres, enfermos o con buena salud, en las consolaciones o en las pruebas de la piedad, estimados o despreciados, amados u odiados? Siendo Él el Soberano Dueño, tiene absoluto derecho para disponer de nosotros a su gusto. Por su beneplácito podrá probarnos en los bienes exteriores, en los del cuerpo, del espíritu, de la opinión, como El quiera, sin consultamos, casi siempre de un modo imprevisto. Es necesario, pues, que nuestra voluntad, si ha de conservarse en disposición de recibir todos los quereres divinos, esté constantemente desasida de todos estos géneros de bienes, desasida de las riquezas, de los parientes y amigos, desasida de la salud, del reposo, del bienestar, de sus propios quereres, de la ciencia, de las consolaciones, desasida de la estima y del cariño de los demás. En todas estas cosas y otras semejantes necesita estar siempre y por completo desprendida, no buscando sino a Dios y su santísima voluntad.
De esta suerte, el beneplácito divino, que podrá manifestarse hasta de un modo imprevisto y bajo cualquier forma, será recibido sin dificultad y de todo corazón. El que desea llegar al Santo Abandono ha de tener, pues, en grande aprecio la mortificación cristiana, cualquiera que sea su nombre: abnegación, renuncia, espíritu de sacrificio, amor de la cruz. En esto deberá ejercitarse lo más que pueda con perseverancia infatigable, a fin de llegar por este medio al perfecto desasimiento y conservarse en él para siempre.
Porque dice con mucha razón el P. Roothaan: «En vano sería sin la mortificación tratar de conseguir la indiferencia, puesto que por la sola mortificación o por la mortificación sobre todo, puede uno llegar a ser y mostrarse indiferente.» Más con no menos razón añade el P. Le Gaudier: «No es pequeña la dificultad de añadir a la observancia de los preceptos el desprecio voluntario de las riquezas y de los bienes exteriores; aún es más difícil juntar a esto el desprecio de la reputación y toda gloria; mucho más difícil todavía, no hacer caso alguno de la vida, del cuerpo y de la propia voluntad. Empero, lo más dificultoso es subordinar a la sola voluntad y gloria de Dios los dones sobrenaturales, los consuelos, los gustos espirituales, las virtudes, la gracia, en fin, y la gloria.» Así, pues, el camino que conduce al Santo Abandono es largo y muy penoso. He aquí por qué sean tan escasas las almas que llegan a estas alturas y tan numerosas, al contrario, las que se quedan en los grados intermedios de la conformidad, o aun en la simple resignación. Querrían el abandono perfecto, pero sin pagar lo que éste vale. Dios no pide sino que llenemos con sus dones los vasos vacíos, mas por desgracia no se hace bastante el vacío, debido a lo que cuesta, viniendo aquí como de perlas la feliz expresión de Taulero, que tanto gustaba San Francisco de Sales: «Cuando se le preguntaba dónde había encontrado a Dios, decía allí donde me dejé a mí mismo; y allí donde me encontré a ml mismo, perdí a Dios.»
Más, entre todas las formas de renunciamiento, séanos permitido señalar dos de las más difíciles, a la vez que de las más indispensables: la obediencia y la humildad. ¿No son el aprecio de nosotros mismos y el apego a nuestra voluntad el postrer refugio de la naturaleza en sus últimas crisis, el supremo obstáculo a los progresos y a la paz del alma? Cuando todo lo demás se ha sacrificado, incluso los bienes exteriores y hasta los del cuerpo, se continúa con harta frecuencia preso con este doble lazo del orgullo y de la voluntad propia. Necesario es, pues, si nuestra libertad ha de ser completa, hacer un llamamiento a la obediencia y a la humildad, dos virtudes hermanas que no quieren estar separadas. ¡Feliz mil veces el que se aplica con celo perseverante a desasirse de su propia voluntad, a obedecer siempre y en todo, a abrazar la paciencia acallando a la naturaleza en las cosas duras, en las contrariedades y humillaciones! Mucho más feliz aún el que se halla satisfecho en cualquier abatimiento y apuro, considerándose en todo cuanto se le ordena como un obrero malo e indigno, y llega hasta llamarse y sinceramente creerse en lo intimo de su corazón el último y más vil de todos.
Las almas bien cimentadas en la obediencia y en la humildad, evitarán por este medio muchos tropiezos que provienen de la falta de virtud. A pesar de todo, el sufrimiento llegará con frecuencia a alcanzarlas y ciertamente no serán insensibles a él, pero estarán dispuestas a dispensarle una buena acogida y su misma humildad las inclinará al perfecto abandono. En el sentimiento siempre vivo de sus pecados como almas humildes y puras, rinden homenaje a la Justicia infinita que reclama lo que se le debe; y aceptan agradecidas el castigo de sus faltas. A cada prueba que se les presenta dicen: Yo debo sufrir para expiar. Gracias, Dios mío, no es aún todo lo que he merecido, y si no temieran su debilidad, añadirán con gusto: «Dadme aún, dadme siempre para que yo
satisfaga vuestra Justicia.» O bien, considerando las malas inclinaciones que les quedan, y viendo que cosa de tan poca monta basta para turbarías, sienten una urgente necesidad de sufrir y de ser humilladas; acogen como dichosa suerte la ocasión de morir a sí mismas. A veces, olvidando su propia pena y no pensando sino en la que han causado a Dios, le dicen, como Gemma Galgani: « Pobre Jesús, os he ofendido demasiado...sosegaos, sosegaos y volved a mí.» O con otra alma generosa: « Lo que es más penoso que todos los tormentos interiores, lo que es una verdadera tortura, es la ofensa inferida al objeto amado, el dolor que yo le he causado.»
A pesar de su inocencia y de sus virtudes, estas almas, llenas de luz, se consideran muy indignas de comparecer ante la infinita Santidad, y en su ardiente deseo de agradaría aceptan con gusto las purificaciones más dolorosas. De aquí se deduce cuánto facilita la humildad la sumisión, y dispone al Santo Abandono; al contrario, un alma imperfecta en la obediencia y en la humildad, se rodea por esta causa de dificultades sin cuento, y apenas se halla preparada para darles buena acogida. Venga la prueba de Dios o de los hombres, a menos de sentir que la tiene bien merecida y que la necesita el alma, adopta la posición de quien no es comprendido, toma modales de víctima, la rehúye o se enoja, llegando a abusar de los favores divinos como si fuesen pruebas. A este propósito, se podría decir que la humildad es tan necesaria al alma colmada de gracias como el agua lo es a la flor. Para que se desarrolle y se conserve fresca y hermosa... es necesario que esta alma esté embebida en la humildad y que se bañe continuamente en esta agua bienhechora. Si tan sólo tuviera los ardores del sol, pronto se secaría, se marchitaría y caería al fin.



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