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sábado, 1 de abril de 2017

LA RELIGIÓN DEMOSTRADA:LOS FUNDAMENTOS DE LA FE CATÓLICA ANTE LA RAZÓN Y LA CIENCIA


70. P. ¿Qué se necesita para el culto externo y público?

“Yo creo, escribía Donoso Cortés, que los que rezan hacen más por el mundo que los que combaten, y que si el mundo va de mal en peor es porque hay más batallas que oraciones. Si nosotros pudiéramos penetrar en los secretos de Dios y de la historia, quedaríamos asombrados ante los prodigiosos efectos de la oración, aun en las cosas humanas. Para que la sociedad esté tranquila, se necesita un cierto equilibrio, que sólo Dios conoce, entre las oraciones y las acciones, entre la vida contemplativa y la vida activa. Si hubiera una sola hora de un solo día en que la tierra no enviara una plegaria al cielo, ese día y esa hora serían el último día y la última hora del universo”.
2º Se necesitan iglesias. Los edificios sagrados no son necesarios para Dios, porque todo el universo es su templo; pero lo son para el hombre, y los hallamos en todos los pueblos. En el templo estamos más recogidos, nos sentimos más cerca de Dios, rezamos en común, somos instruidos y excitados a la piedad por las ceremonias. Se necesitan casas especiales para los diversos servicios públicos: ministerios, palacios de justicia, casas consistoriales, escuelas, etc.; ¿y no se necesitarán iglesias donde el pueblo pueda reunirse para tributar a Dios un culto conveniente? Los edificios sagrados son tan necesarios para el culto, que los impíos comienzan a destruirlos, tan luego como tienen en sus manos el poder para perseguir a la religión. Si adornáis vuestros palacios, vuestras casas, vuestros monumentos públicos, con mucha más razón debéis adornar las iglesias, porque nada es demasiado hermoso para Dios.
3º Se necesitan las ceremonias. Ellas dan a los hombres una elevada idea de la majestad divina; estimulan y despiertan la piedad debilitada o dormida, y simbolizan nuestros deberes para con Dios y para con nuestros semejantes.
4º Se necesita un sacerdocio, es decir, presbíteros elegidos de entre los hombres para velar por el ejercicio del culto. Sucede con el culto lo que con las leyes: para asegurar el cumplimiento y aplicación de las mismas, se requiere jueces y magistrados; así también se requieren sacerdotes para vigilar por la conservación del culto y de las leyes morales. El sacerdote instruye, dirige, amonesta y preside los acontecimientos más importantes de la vida; él es quién, en nombre de todos, ofrece el sacrificio, acto el más importante del culto.
En todas las religiones se hallan sacerdotes, señal clara de que todos los pueblos los han reconocido como necesarios.
Si hay alguna religión que debiera prescindir de los sacerdotes, sería seguramente la protestante, puesto que no hace falta el sacerdote cuando no hay altar, cuando cada cristiano está facultado para interpretar la Biblia a su manera. Sin embargo, los protestantes tienen sus ministros, que, aunque desprovistos de todo mandato y autoridad, comentan el Evangelio.
Los masones tienen sus logias, que vienen a ser su templo. Allí, con la aparatosa majestad de un pontífice, el venerable, revestido de ornamentos simbólicos, preside ritos y juramentos, que serían ridículos si no fueran satánicos.
¡Y los librepensadores!... Proclaman ferozmente a todos los vientos que no quieren culto ni sacerdotes; y después inventan el bautismo civil, el matrimonio civil, el entierro civil, etc., donde, en lugar del sacerdote católico, está el sacerdote del ateísmo, que parodia la liturgia y las oraciones de la Iglesia.
¡Tan cierto es que los hombres no pueden mudar la naturaleza de las cosas! No hay sociedad sin religión, ni religión sin culto, ni culto sin sacerdotes. Si no se adora a Dios, se adora a Satanás o a sus ídolos; si no se obedece al sacerdote de Dios, se obedece al sacerdote de Lucifer.
5º Se necesitan días especialmente consagrados al culto. Así como el hombre debe a Dios una porción del espacio, que le consagra edificando templos, también le debe una porción del tiempo, que le da consagrando al culto algunos días de fiesta. Todos los pueblos han tenido días festivos en honor de la divinidad, hecho extraño que sólo puede explicarse por la revelación primitiva. La división del tiempo en semanas, la santificación de un día cada siete, es una costumbre constantemente observada de todos los pueblos. “La semana, dice el incrédulo Laplace, circula a través de los siglos; y cosa muy digna de notarse es que sea la misma en toda la tierra”. El séptimo día se convierte en el día de Dios y en el día del hombre. Los pueblos cristianos lo llamaron domingo. Es el día en que Dios y el hombre se encuentran al pie de los altares y en que se establece entre ellos un santo comercio por el intercambio de plegarias y de gracias.
Si no existiera el domingo, el hombre olvidaría que hay un cielo eterno que debemos ganar, un alma que debemos salvar, un infierno que debemos evitar ¿Es acaso demasiado pensar en esto un día por semana? Faltando la institución del domingo, los habitantes de un pueblo no se reunirían nunca para alabar a Dios y rendirle culto público y social.
El domingo trae aparejadas otras ventajas: 1º Es necesario para el cuerpo humano, porque éste se abatiría luego sin un día de reposo por semana.
2º Es necesario a la familia, cuyos miembros no pueden reunirse más que ese día para gozar de las verdades y dulzuras de la vida. 3º Es necesario a la felicidad social, porque la Iglesia es la única escuela de fraternidad, de concordia y de unión de clases.
Por esto, hacer trabajar al obrero el domingo, no es solamente un crimen contra Dios, sino también un ultraje a la libertad de conciencia y a la fraternidad social.
Faltar a las prácticas del culto público equivale a profesar el ateísmo y la impiedad, además de constituir un grave escándalo para la propia familia y para los conciudadanos del que falta a tan sagrado deber.

III. FUTILIDAD DE LOS PRETEXTOS ALEGADOS POR LOS INDIFERENTES PARA DISPENSARSE DE PRACTICAR LA RELIGIÓN.

1. ¿Qué me importa la religión? Yo puedo pasar sin ella.
R. Es lo mismo que si dijeras: ¿Qué me importan las leyes civiles? Yo puedo pasar sin ellas; quiero seguir mi antojo Si no observas las leyes de tu país, te expones a que te recluyan en una cárcel. Si no observas las leyes de Dios, Él, infaliblemente, te encerrará en una cárcel eterna, de la que no se sale jamás.
Puedes pasar sin religión, como puedes pasar sin el cielo. Pero si no vas al cielo, tienes que ir al infierno. No hay término medio: o el cielo o el infierno. Al cielo van los fieles servidores de Dios, y al infierno los que se niegan a servirle. Ahora bien, el servicio de Dios consiste en la práctica de la religión. Puedes protestar cuanto te plazca, pero no lograrás cambiar los eternos decretos de Dios, tu Creador y Señor.
Un hombre sin religión es un rebelde y un ingrato para con Dios; un insensato para consigo mismo; un escandaloso para con sus semejantes.
Un rebelde. Dios nos ha creado. Nosotros le pertenecemos como la obra pertenece al obrero que la ha hecho. Negarnos a cumplir el fin para el cual nos formaron las manos divinas, es negar la relación incontestable de la criatura al Creador; es la destrucción del orden, la rebelión.
Es un rebelde el hijo que desobedece a sus padres, los cuales no son sino los instrumentos de que Dios se ha servido para darle el ser. ¿Cuál será el crimen de aquél que desobedece a Dios, a quien se lo debe todo: su cuerpo, su alma, su corazón y la promesa de una felicidad sin término?...
Un ingrato. Un hombre sin religión es un ingrato. Nosotros marcamos con este estigma la frente del hijo que desprecia a su padre, la frente del favorecido que olvida a su bienhechor. Pues bien, Dios es el Padre por excelencia, y todo lo que tenemos, todo lo que somos, todo nos viene de Dios.
Huelga decir que la gratitud es el primero de los deberes. El niño lo sabe: las dos manitas que salen fuera de la cuna dicen: mamá, yo te amo. La voz conmovida del pobre, sus lágrimas cayendo sobre la mano que le ha alimentado o vestido, traducen los sentimientos de su corazón. Y nosotros, hijos de Aquél que nos ha dado todo: nosotros, infelices mendigos, a quienes Dios sacó de la nada, ¿nosotros tendremos el derecho de pasar por el camino de la vida sin decir “gracias” a Aquél a  quien le debemos todo?... No, no es posible. El día que el hombre pueda decir sin mentira: yo no debo nada a Dios, me basto a mi mismo ese día ser independiente, y dispensado de todo deber. Pero ese día no llegará nunca: seremos eternamente las criaturas, los deudores del Altísimo y, por lo tanto, le deberemos el testimonio de nuestra gratitud eterna.
Un insensato. Se considera insensato todo el que destruye sus bienes, rompe los enseres de su casa y arroja su dinero a la calle. ¿Y qué debemos pensar de aquél que, deliberadamente, destruye sus bienes espirituales, se cierra el cielo y arroja para siempre su alma al infierno? Tal es el hombre sin religión. Él se pierde completamente, y su pérdida es irreparable, eterna.
Un escandaloso. El mayor escándalo que el hombre pueda dar es el mostrarse indiferente para con Dios. Sin duda dirá: Yo no ofendo a nadie. Pregunto: ¿Y no injurias a Dios no glorificándole? ¿No injurias tu alma, que arrojas al fuego eterno? ¿No injurias a tu familia, a tus semejantes con el gran escándalo de tu indiferencia? No les puedes causar mayor perjuicio que el de arrastrarlos con tu ejemplo al desprecio de la religión y a la condenación eterna.
2. ¿Para qué sirve la religión?
R. 1° Esta es una pregunta impertinente, que raya en impiedad. No se trata de saber si la religión no es útil y agradable; basta que su ejercicio sea un deber para nosotros. Hemos probado que la religión es un deber estricto para el hombre; sabemos, por otra parte, que es bueno quien cumple con sus deberes y malo quien no los cumple. Que el deber, pues, nos sea agradable o desagradable, poco importa; hay que cumplirlo. Luego es necesario practicar la religión.
Pero no hay nada más dulce que el practicar la religión, puesto que ella responde a las más nobles aspiraciones del alma. ¿Qué es Dios? ¿Qué es el hombre? Dios es la luz, la belleza, la grandeza, el amor y la vida. El hombre, inteligencia y corazón, aspira con todas sus ansias a la luz, a la belleza, a la vida; con sus debilidades, indigencias y dolores llama en su auxilio el poder, la bondad y la paternidad de Dios.

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