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miércoles, 21 de diciembre de 2016

RUSIA Y LA IGLESIA UNIVERSAL

RUSIA
Y
LA IGLESIA UNIVERSAL

La hora de ésta sonó medio siglo más tarde, cuando, tras de una reacción iconoclasta relativamente débil (la de la dinastía armenia), el partido de los ortodoxos anticatólicos consiguió, por fin, vencer, en 842, sin ayuda del Papa, los últimos restos de la herejía imperial y englobarla con todas las otras en un solemne anatema  (6). La ortodoxia bizantina podía, en efecto, triunfar en 842; su luz y su gloria, el gran Focio, surgía ya en la corte de la piadosa emperatriz Teodora (la que hizo matar cien mil herejes paulicianos) para pasar pronto al trono de los patriarcas ecuménicos.

El cisma inaugurado por Focio (867) y consumado por Miguel Cerulario (1054) estaba íntimamente ligado al «triunfo de la ortodoxia» y realizaba acabadamente el ideal soñado desde el siglo IV por el partido de los ortodoxos anticatólicos. Establecido definitivamente el dogma verdadero, condenadas sin apelación todas las herejías, probada la inutilidad del Papa, sólo restaba coronar la obra separándose formalmente de Roma. Era asimismo la solución que más convenía a los emperadores bizantinos, quienes comprendieron al fin que no valía la pena herir (mediante compromisos dogmáticos entre el cristianismo y el paganismo) la susceptibilidad religiosa de sus súbditos y arrojarlos en brazos del papado, cuando se podía conciliar muy bien cierta estricta ortodoxia teórica con un estado político y social puramente pagano. Hecho muy significativo y poco advertido: desde 842 no hubo ya un solo emperador herético o heresiarca en Constantinopla y la concordia entre la Iglesia y el Estado griegos no fue seriamente turbada ni una sola vez. Los dos poderes se comprendieron y se dieron la mano; quedaban reunidos por una idea común: la negación del cristianismo como fuerza social, como principio motor del progreso histórico. Los emperadores adoptaron la ortodoxia para siempre como dogma (6) más abstracto y los jerarcas ortodoxos bendijeron in saecula saeculorum el paganismo de la vida pública.

Y como sine sanguine nullum pactum, una magnífica hecatombe de cien mil paulícianos selló la alianza del Bajo Imperio con la Baja Iglesia. Esta pretensa ortodoxia bizantina no era otra cosa que el reingreso de la herejía. El verdadero dogma central del cristianismo es la unión íntima y completa de lo divino y de lo humano sin confusión ni división. La necesaria consecuencia de esta verdad (para limitarnos a la esfera práctica de la existencia humana) es la regeneración de la vida social y política por el espíritu del Evangelio, son el Estado y la sociedad cristianizados. En lugar de esta unión sintética y orgánica de lo divino y de lo humano, se procedió confundiendo los dos elementos, dividiéndolos, absorbiendo y suprimiendo uno u otro. Se confundió primero lo divino y lo humano en la majestad sagrada del Emperador Así como en la idea confusa de los arríanos Cristo era un ser híbrido, más que un hombre y menos que un Dios, del mismo modo el césaropapismo —este arrianismo político— confundía sin unirlos el poder temporal y el poder espiritual y hacía del autócrata algo más que un jefe de Estado, sin poder hacer de él un verdadero jefe de la Iglesia.


Se separó a la sociedad religiosa de la sociedad profana, confinando a la primera en los monasterios y abandonando el fórum a las leyes y pasiones paganas. El dualismo nestoriano, condenado en teología, llegó a ser la base misma de la vida bizantina. Por otro lado se redujo el ideal religioso a la contemplación pura, es decir, a la absorción del espíritu humano en la divinidad, ideal manifiestamente monofisíta.  En cuanto a la vida moral, se le quitó su fuerza activa imponiéndole como ideal supremo la ciega sumisión al poder, la obediencia pasiva, el quietismo, es decir, la negación de la voluntad y de la energía humanas, herejía monotelita. Y, por último, exagerando el ascetismo, se intentó suprimir la naturaleza corporal, destruir la imagen viva de la encarnación divina, aplicación inconsciente, pero lógica, de la herejía iconoclasta. Tal contradicción profunda entre la ortodoxia profesada y la herejía practicada era un germen de muerte para el imperio bizantino, y constituyó la verdadera causa de su ruina. Era justo que pereciera y justo también que pereciera a manos del Islam. El Islam es el bizantinismo consecuente y sincero, Ubre de toda contradicción interna. Es la reacción franca y completa del espíritu oriental contra el cristianismo, es un sistema en que el dogma está íntimamente vinculado a las leyes de la vida, en que la creencia individual está en perfecto acuerdo con el estado social y político. Sabemos que el movimiento anticristiano manifestado en las herejías imperiales había rematado en dos doctrinas, durante los siglos VI y VII: la de los monotelitas, que negaba indirectamente la libertad humana, y la de los iconoclastas, que rechazaba implícitamente la fenomenalidad divina. La afirmación dilecta y explícita de estos dos errores constituyó la esencia  religiosa del Islam, que sólo ve en el hombre una forma finita sin libertad alguna y en Dios una libertad infinita sin forma alguna. Fijos así, Dios y el hombre, en los dos polos de la existencia, quedan excluidas toda filiación entre ellos, toda realización descendente de lo divino y toda espiritualización ascendente de lo humano, y la religión se reduce a una relación puramente exterior entre el creador omnipotente y la criatura privada de toda libertad, que no debe a su dueño más que un simple acto de ciego rendimiento ese es el sentido de la palabra islam. Expresar este acto de rendimiento en una breve fórmula de oración que debe repetirse invariablemente cada día en horas fijas, ese es todo el fondo religioso del espíritu oriental, que dijo con Mahoma su última palabra. A tal simplicidad de ¡a idea religiosa, corresponde un concepto no menos simple del problema social y político: el hombre y la humanidad no tienen que realizar mayores progresos; no hay regeneración moral para el individuo ni, con mayor razón, para la sociedad; todo se reduce al nivel de la existencia puramente natural; el ideal queda reducido a proporciones que le aseguran inmediata realización. La sociedad musulmana no podía tener otro objeto que la expansión de su fuerza material y el goce de los bienes de la tierra. La obra del Estado musulmán (obra que mucho le costaría no ejecutar con éxito), se reduce a propagar el Islam mediante las armas, y gobernar a los fieles con poder absoluto y según las reglas de justicia elemental fijadas en el Koran. A pesar de la inclinación a la mentira verbal, inherente a todos los orientales como individuos, la perfecta concordancia entre las creencias y las instituciones da a toda la vida musulmana un carácter de veracidad y honradez que el mundo cristiano no ha podido alcanzar nunca. Sin duda la cristiandad en conjunto está en vías de progreso y de transformación, y la misma elevación de su ideal lo permite juzgarla definitivamente a base de sus diferentes estados pasados y actuales. Pero el bizantinismo, que fue hostil en principio al progreso cristiano, que quiso reducir toda la religión a un hecho consumado, a  una fórmula dogmática y a una ceremonia litúrgica, este anticristianismo disimulado bajo máscara ortodoxa, debió sucumbir en su impotencia moral ante el anticristianismo franco y honrado del Islam. Es curioso comprobar que la nueva religión con su dogma fatalista apareció en el momento preciso en que el emperador Heraclio inventaba la herejía monotelita, es decir, la negación disimulada de la libertad y la energía humanas. Se quería consolidar la religión oficial con este artificio, reducir a la unidad Egipto y el Asia. Pero Egipto y Asia prefirieron la afirmación árabe al expediente bizantino. Si no se tuviera en cuenta el largo trabajo anticristiano del Bajo Imperio, no habría nada más sorprendente que la facilidad y rapidez de la conquista musulmana. Cinco años bastaron para reducir a existencia arqueológica tres grandes patriarcados de la Iglesia oriental. No hubo que hacer conversiones; nada más que desgarrar un viejo velo.

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