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lunes, 5 de diciembre de 2016

RUSIA Y LA IGLESIA UNIVERSAL

SOLOVIEV
(CONTINUACIÓN)


¡Visión de sublime grandeza!; Cuan luminosa se nos aparece ahora la misión del Estado cristiano, del cuerpo viviente de Dios! Colaborador necesario de la Iglesia considerada como unidad jerárquica o sacerdotal, la unidad regia recibe por misión fundamental plasmar lo que puede ser plasmado, el elemento humano, para con ello, como principio pasivo, hacer fraguar la esposa de Dios. Llegamos aquí a la plena justificación a priori del pensamiento de Solovief. Desde el momento en que la condición de cristiano no es connatural al hombre; en otras palabras, desde que la realidad subsistentísima que es la Vida misma divina adquiere, por su existencia intencional en el ser caracteres de accidente predicamental, se impone la necesidad absoluta de un proceso integrador —guardadas, por supuesto, las distancias— de la propia esencia humana en lo divino, y, por lo mismo, debe admitirse, también como de necesidad absoluta, la existencia de cierta realidad que venga a constituir un instrumento en manos de la Unión jerárquica, desde el momento en que se abre un campo de acción dentro de cuyos límites el templo de Dios carece formal y directamente de autoridad. Las últimas palabras del párrafo anterior dejan vibrando en el ambiente la invitación a una objeción: ¿Por qué esta especie de deficiencia en el templo de Dios? ¿ Por qué no podría quedar en manos de la unidad jerárquica integralmente, de suerte que le vinieren a resultar ociosas y aun contraproducentes las colaboraciones, la misión fundamental de cristianizar el mundo, de establecer el reino de los cielos en los campos de la Historia? Porque toda misión que de lejos o de cerca implique relación con el destino eterno del hombre parece, a primera vista por lo menos, más propia de la Iglesia que del Estado. No obstante, Solovief ha visto y juzgado con admirable acierto, justamente aferrado a su noción básica de que la Iglesia es la proyección de Jesucristo en la Humanidad, ha tenido que impresionarle el hecho de no haber el Verbo eterno, en el poderío infinito de su divinidad, absorbido o aniquilado la naturaleza humana asumida, sino, al contrario, intensificándola hasta un grado en cierto modo también infinito. Es que de tal manera supera la actividad divina las posibles resistencias de la creatura, que a fuerza de temarlas en cuenta llega a prescindir absolutamente de ellas. Permite Dios las líneas torcidas en el mundo porque es el único que puede con ellas escribir derecho. Por eso no encontró sombra de obstáculo en que una esencia humana existiese con la existencia divina del Verbo. Ningún abismo sería tan hondo que su poder no lograse colmarlo. Por eso no podía —hablamos de su potencia ordenada— dejar encomendadas   a su Iglesia jerárquica misiones que podía realizar mejor el Estado cristiano, entre las cuales estaba, aun que las apariencias digan lo contrario, aquella de proporcionar la materia de la sociedad perfecta, de la esposa de Dios.

Cuando contemplamos la persona adorable de Jesucristo, lo primero que nos llama la atención, sobre todo si dirigimos nuestras miradas a los postreros instantes de su vida terrena, es la disyunción, absoluta en que, respecto de sus padecimientos y de su muerte, se hallaban —tenían que hallarse— su humanidad y su divinidad. Su naturaleza divina debía, por supuesto, manifestarse infinitamente refractaria al sufrimiento, no tanto por lo que éste supone de dolor, sino, ante todo, por lo que implica de pasividad. Nada podría manifestarse tan opuesto al Acto puro como el ser pasivo. En esta oposición irreductible de su divinidad a todo cuanto pudiere significar pasividad y, en consecuencia, mutación o contingencia, debemos ver la raíz de lo que, inicialmente, aparecía como deficiencia en la Iglesia y, por lo mismo, de la introducción que opera Solovief, del Estado cristiano en la obra de la redención. El tránsito desde el templo de Dios hasta la esposa de Dios será todo lo sublime que se quiera, pero envuelve, al fin y al cabo, como todo movimiento, una imperfección radical: la de la contingencia. De aquí que no podía incumbir a la Iglesia jerárquica, representante, en la unión profética, del elemento divino de la unión hipostática, y, por divino, inmutable y absolutamente perfecto, encargarse de lo concerniente al elemento humano mutable e imperfecto. Habría habido en ello un no sé qué de violento y subversivo, incompatible con la serenidad característica que, como reflejo imponderable de la armonía y de la paz infinitas, se exhala siempre de la obra de Dios.

Para fundar su actitud, Solovief recurre a la noción trascendental de la unidad, completamente echada al olvido. Es curioso. Mientras que de las restantes propiedades metafísicas del ser en cuanto ser se hace un uso más o menos acertado, la unidad, aun por parte de muchos sedicentes discípulos de Santo Tomás, queda, reducida a un valor puramente negativo, a la simple carencia de partes actuales o posibles. Naturalmente que por tal camino sólo se llega a la nada... No se toma en cuenta la afirmación, fecunda en consecuencias, del Doctor Angélico de que la unidad designa ante todo al ser, con el cual se identifica en realidad, y sólo indirectamente, connotándola, la carencia de partes. Sólo dándosele carácter positivo puede operarse su identificación con el primero de los trascendentales, evitando, al mismo tiempo, la posición hegeliaria de suprimir toda diferencia real entre lo que es y lo que no es. Identificada con el ser, la unidad habrá de correr siempre su misma suerte. También su concepto podrá resolverse en analogía de atribución, según la cual podrá afirmarse —sin perjuicio de reconocer como unas, en cierto modo, a las propias creaturas—que el único ser donde se realiza tal concepto con plenitud absoluta es la Esencia divina : sólo Dios es absolutamente uno. Pero hay unidad y unidad, lo cual no le pasa inadvertido a Solovief. Siguiendo fielmente los pasos de Santo Tomás, descubre por una parte la que califica él de unidad negativa, solitaria y estéril, fácil de identificar con la prédica-mental de los escolásticos, y por otra, la perfecta, la que (tenía el goce sereno de su propia superioridad, domina a su contrario (la pluralidad o división), sometiéndosela a sus leyes» y a través de la cual no resulta dificultoso descubrir aquella que los mismos escolásticos denominan metafísica o trascendental. Efectivamente, nada impide a la primera multiplicarse indefinidamente mediante el proceso llamado por los alemanes die schlechte Unendlickkeit —«le mauvais infini»—, mientras que la segunda, por poseer lo que en filosofía escolástica se llama «universalidad in causando», expresión que traduce Solovief por la del «ser uni-total, es asimismo rigurosamente única, porque en sí misma lo posee todo. Pero el pensador ruso no se detiene aquí. Penetrando con su asombrosa inteligencia en el centro mismo del orden trascendental, descubre una verdad capital: que, como todo en Dios es necesario, lo serán también aquellas disecciones formalmente humanas que nuestro entendimiento opera en su divina esencia conocidas bajo el nombre de atributos divinos, entre los cuales se halla el de su unidad. Y como por el mismo motivo Dios es necesariamente trino, deduce Solovief— ¡deducción capitalísima y de proyecciones inagotables! — que la unidad absoluta es necesariamente trina. En otras palabras, que, por ser infinitamente uno, Dios es Trinidad.

Sin vacilar, Solovief aplica esta unidad a la Iglesia. Es que a lo largo de su gran sistematización doctrinal late inequívoco y pujante el pensamiento de que, si aún las creaturas son en alguna manera Dios, no ciertamente al modo como lo afirman los panteístas, sino porque todo el ser del efecto no puede mantenerse ni un ápice fuera de su causa adecuada, la Iglesia integral, lo que dirá repetidas veces denomina él la esposa de Dios o encarnación definitiva de la Sabiduría divina, debe participar en grado infinitamente más intenso de la vida propia del Acto puro. Si las creaturas vivientes —o, para ser más exactos, las racionales—llevan en su entraña ontológica el sello indeleble de la inagotable fecundidad divina, como lo demuestra San Agustín en sus celebérrimas trinidades, valorizadas con el visto bueno casi infalible del Doctor Angélico, ninguna de ellas lo podrá ostentar con el derecho y la energía de la sociedad fundada por Jesucristo.

que la iglesia no es creatura. Como organismo divino, es la prolongación de Jesucristo, de cuya vida participa. Pero no importa. Aun considerando en ella los elementos creados que la integran, se verifica en ella lo que Solovief llama la inversión de lo divino. El cosmos es el reflejo invertido de Dios, una especie de Dios al revés; por eso, a la autonomía perfecta del Acto puro manifestada en su unidad perfecta, así como en la simultaneidad de sus personas, y luego en la libertad con que extrajo al mundo de la nada, responde con la triple heteronomía de su extensión, sucesión temporal y causalidad mecánica. En la Iglesia, humana por sus células materiales, pero divina por su principio vital, la heteronomía debe hallarse sujeta a la autonomía. La unidad de que disfruta es la perfecta, la del ser uni-total, ya que es inmultiplicable, por ser universalidad, como lo es el ser divino. Por eso su trinidad no ha de ser puramente intencional como las que, en el ser humano descubre San Agustín, sino, en cierto modo, física, entitativa; en, una palabra, trinidad de hipóstasis. Y viene entonces la original aplicación que hace Solovief de esta pluralidad de personas en el seno de Dios a la propia Iglesia. En ésta se encuentra un poder —el Pontificado supremo— cuya misión es asegurar la coherencia del organismo, tal y como en la Trinidad queda garantizada por la cuasi prioridad ontológica del Padre, y que, al igual del Padre, engendra una verdadera potestad filial —la del monarca— para que ambas a dos, en abrazo análogo al del Padre con el Hijo, den origen a la proyección en el orden colectivo humano del Espíritu Santo, o sea la esposa de Dios, la sociedad perfecta.

No vamos a seguir paso a paso las especulaciones teológico-metafísicas en que el genio de Solovief se despliega con una profundidad y grandeza muy pocas veces logradas por el entendimiento humano. Sólo queremos señalar dos de sus marcos principales como aportación perdurable de su obra. El primero es haber tomado en serio el misterio de la Santísima Trinidad. Entendámonos. No queremos decir que el pecado de irreverencia contra el primero y más fundamental de nuestros dogmas sea cosa frecuente por parte de los cristiano-católicos, no; pero sí que su papel en la vida ordinaria de la generalidad de ellos es prácticamente nulo. Jamás se piensa que la semejanza del hombre con Dios de que se habla en el capítulo primero del Génesis es semejanza con la Trinidad beatísima, y que si a las creaturas irracionales, como simples vestigios que son del poder creador, les basta con reflejar en su entraña ontológica la causalidad de Dios, las dotadas de inteligencia y libre albedrío deben participar además de esa misteriosa corriente vital establecida entre las Personas mismas divinas. Pasaron ya los tiempos de un Agustín o un Cirilo de Alejandría; hoy día las verdades trinitarias muy poco les dicen a los cristianos, y si se alude de cuando en cuando a ellas es para calificarlas con el epíteto, despectivo en su tonalidad, de teologías. No se ve hoy día que en la generación eterna del Verbo, donde el Padre de las luces traspasa toda entera su esencia absolutamente inalterable al Hijo, debemos hallar nosotros la suprema lección de darse por completo en el cumplimiento del plan divino, mientras que la expiración infinita con que Padre e Hijo comunican la misma esencia poseída en común a la tercera de las Personas divinas debe ser para todo cristiano el paradigma de un orden necesario, absoluto, en que la fe y la experiencia de lo divino han de constituir la norma de toda actividad que se pretenda a sí propia dirigida hacia la posesión de nuestro último fin. No se piensa hoy día en que allá en la Trinidad y sólo en ella podremos encontrar la razón explicativa suficiente de la repugnancia que el hombre siente hacía el exclusivismo especulativo por una parte, y por otra, hacia el impulso incontrolado; en una palabra, hacia el racionalismo y el fanatismo, extremos ambos de los cuales equidista un concepto o Verbo, o Logos, que a la vez es Hijo, y un Espíritu, que, al proceder inmediatamente de un amor subsistente, encuentra su justificación en el propio Verbo-eterno del Padre.


La segunda aportación de Solovief es el haber percibido con pasmosa intensidad la analogía de atribución existente entre Dios y la creatura. Es un hecho que, a fuerza de insistir en la analogía de proporcionalidad, concediéndole una primacía que, si es legítima de suyo, lleva visos de convertirse en injusta exclusividad, no se da lo que le corresponde a la de atribución. Prácticamente, por obra y gracia de un maniqueísmo inconsciente, quedan Dios y el mundo erigidos como dos absolutos frente a frente. Al insistir el pensador ruso, con su concepción del ser uni-total, en que nada existe ni puede existir fuera de Dios, echa por tierra ese supuesto, absurdo y, por absurdo, esterilizador y radicalmente incompatible con el sentimiento hondo de la propia nada. ¿Cómo sería posible levantar el corazón a Dios, orar, en una palabra, si no partimos de la base de que la oración no puede tener más fundamento que nuestra omnímoda y absoluta indigencia? Porque no hay duda de que en lo débil, o, más bien, en lo inexistente de dicha urgente convicción, reside la ineficacia tan frecuente de la oración, mucho más que en la posible inconveniencia de las cosas mismas que pedimos. Es decir, en resumen, que carecemos de fe. Solovief, en cambio, nos presenta con tremendo relieve esa incapacidad fundamental de la creatura para dar razón de sí propia, para poder presentar un solo valor auténticamente positivo que no radique en el libre beneplácito divino. Y como utiliza como punto de partida la analogía misma del ser trascendental, corta de raíz toda objeción aun a aquellos que militan fuera de las fronteras del cristianismo.

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