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viernes, 1 de julio de 2016

LOS MARTIRES MEXICANOS

El Soldadito de Cristo Rey

¡Apenas veinte abriles! ¡Flor de perfumadas virtudes en el jardín de la A.C.J.M.!

Allá en el lejano Saltillo, capital de Coahuila, Antonio Acuña Rodríguez era el ejemplo de todos sus compañeros, el amigo más querido, por su afabilidad y su deseo de servir a todos. Por las mañanas se le veía diariamente ir a la Santa Misa de la Parroquia y comulgar fervorosamente. No sólo lo querían, lo respetaban y allá por lo bajo, las personas mayores que lo trataban se decían: otro Luis Gonzaga. Levantó se la tempestad en la capital de la República, contra la Iglesia de Jesucristo y el eco pavoroso de sus truenos llegó, como a todas partes, a las regiones del Norte.

Acuña los oyó y se estremeció de horror, como las rosas de los jardines se estremecen a los embates del vendaval. No; él no podía doblegarse así, cuando en torno suyo veía las profanaciones, los sacrilegios, las traiciones de la temible conjuración, que amenazaba segar la fuente del valor cristiano, encerrada, pero a disposición de todos, en los sagrarios de las Iglesias, que se trataba de clausurar. ¿Para qué, sino para esa ocasión, se había alimentado desde el feliz momento de su Primera Comunión con el Pan de los fuertes, todos los días? Alistóse, pues, en la Liga Defensora de la Libertad Religiosa. Y su entusiasmo, su valor, su ejemplo y aun la posición acomodada de su familia, le designaban desde luego para el Estado Mayor. En efecto, pronto fue, a pesar de su juventud, nombrado Delegado en el Saltillo, de la Liga. Y se entregó con todas sus fuerzas a las actividades pacíficas, pero llenas de peligro para su mismo porvenir. ¡Oh! ciertamente lo sabía. Su filiación católica y activa en aquella Liga, aun suponiendo que saliera vivo de la empresa, sería mañana un obstáculo insuperable para terminar sus estudios, para adquirir una profesión y un lugar distinguido entre los intelectuales de su patria, con lo que había soñado siempre... ¿No estaba la escuela laica, las universidades laicas, en manos de los enemigos de Cristo, a cuya defensa se alistaba? ¿Lo perdonarían nunca de haber luchado contra la conjuración anticristiana? Pero ¿qué importaba eso?... ¿Morir? ¡Va!... ¿Morir por Cristo, en defensa de sus derechos ultrajados y de los de su Santa Madre la Iglesia Católica? ¡Eso sí era grandeza! ¡Eso sí era honor! Bien lo sabía. Sin duda ninguna, el recuerdo de su infortunado pariente, el pobre poeta Manuel Acuña, segando su vida voluntariamente con crimen horrendo, por las vanidades y desengaños de las cosas de este mundo, había muchas veces llenado de angustia su noble pensamiento.

¡Qué locura! ¡Morir por los desdenes de una mujer!... ¡por las tristezas pasajeras de la vida temporal! ¡Morir sin la fe del niño cristiano, que le había arrancado las mil veces maldita escuela laica! ¡Morir, renunciando voluntariamente a los bienes eternos del Cielo! ¡Morir, desertando de una sociedad que tenía derecho a esperar se sirviera de los grandes dones de inteligencia y corazón, que le había dado Dios, para hacerla progresar y darle nombre entre los otros pueblos de la tierra! ¡Morir sin esperanza, sin ideales, sin justicia, sin amor ni temor del Dios, que tan bellamente lo había dotado! ¡Qué abominación! ¡Qué insensatez! Pero ¡morir por Cristo, por la fe y confianza en Dios! ¡Por la patria vejada y deshonrada por sus hijos perversos, morir para hacerla resplandecer más tarde, borrando con su misma sangre la mancha innoble que arrojara sobre ella la sumisión cobarde, interesada, abominable a las consignas de la Conjuración masónica, engendrada entre las nieblas de la Alemania protestante y la Rusia cismática! ¡Morir por el que dio la vida por nosotros, para redimirnos de la esclavitud del demonio! ¡Morir por los derechos de la Iglesia, civilizadora del mundo y de México! ¡Morir con un ideal puro en la mente y un fuego de amor santísimo en el corazón! ¡Oh! eso es morir como se debe, eso es morir con honra. ¡Así quisiera morir Antonio Acuña! Las actividades pacíficas de la Liga, no dieron todo el resultado que se esperaba, porque no se había creído posible al iniciarlas, tanta maldad y tanta vileza en almas mexicanas; porque no se creía posible tal refina Antonio Acuña. Miento de maldad y tanta eficacia para el crimen en las ideas, llenas de hipocresía y de mentira, venidas de allende los mares.

Pero como la persecución seguía, como las vejaciones y los asesinatos de católicos se multiplicaban, sus hermanos en la fe no pudieron permanecer impasibles ante tantos desastres, y se levantaron como leones heridos, y formaron por todas partes núcleos de soldados, que aunque inermes y mal vestidos, pobres de bienes materiales pero riquísimos de nobles sentimientos y amor a Jesucristo, a Santa María de Guadalupe y a la Iglesia, llegarían a formar el "Ejército Libertador de Cristo Rey".

Antonio Acuña se alistó en sus filas. Valiente joven, casi un niño, sería si se quiere 'un soldadito más", pero ¡un soldadito de Cristo Rey! Desde luego se puso al frente de uno de esos núcleos, y se hizo reclutador de soldados. Desde lejos, los jefes del movimiento, que conocían el valor y la decisión del joven Acuña, le dieron el grado de mayor, en el Ejército incipiente. No he logrado saber si intervino en alguna de esas escaramuzas en contra del Ejército de los federales, con que había comenzado la lucha. Ni tampoco he logrado saber cómo fue que cayó prisionero, junto con su asistente Teodoro Segovia, en los principios del año de 1927.

Sólo sé que los mismos soldados de los enemigos de Dios, sintieron una profunda pena, por tener que fusilar, como se les había ordenado, a un joven tan simpático, tan atractivo por su amabilidad y su bondad, y tan valiente. Le rogaron casi, que tuviera compasión de su propia juventud, de los miembros de su familia, de sus amigos. . . le prometieron que si renunciaba a la defensa cristera y se unía a ellos, le perdonarían la vida y le conservarían su mismo grado en el Ejército . . .¡Qué no hicieron aquellos pobres hombres por evitar la muerte de Acuña!

— ¡Morir! ¡Vaya! ¿Creéis que eso me apena? Moriré en la tierra pero viviré eternamente en el Cielo... ¡Ea! soldados, cumplid con vuestro encargo.

Pero vosotros, pobres juanes, sois católicos,- y sabed que vais a dar muerte a un hermano vuestro. No os culpo completamente, porque servís a un ejército noble y bueno, que han pervertido ahora sus altos jefes, y no podéis desertar. Sois soldados de un mal gobierno, pero yo soy soldado de Cristo Rey y con mayor justicia no puedo desertar. Y Antonio y su asistente Segovia, fueron fusilados en el rancho llamado

El Cedrito en un triste amanecer del 13 de enero de 1927.
Su muerte causó profunda conmoción en el Saltillo, y el poeta P. Julio Vértiz, S. J., describió esa gloriosa muerte en los versos magníficos que aquí reproduzco

¡NON OMNIS MORIAR...!
Aquel gallardo joven de veinte abriles, encanto y esperanza de un noble hogar, al sentirse hecho blanco de los fusiles, afirmó sus hermosos rasgos viriles y miró a sus verdugos sin pestañear.
— ¡Soldados! —Dijo luego con voz entera—Es mi última palabra, voy a morir. . .pero no muero todo, Cristo me espera. . .ya, teñida en mi sangre, ved su bandera flotar sobre la Patria y el porvenir ...En México sus iras vuelca el infierno, el tirano se encumbra, gime la ley.

Y yo muero... ¡no importa...! ¡Cristo es eterno Ustedes son soldados de un mal Gobierno, pero yo soy soldado de Cristo Rey...Una pausa suprema... brilla la hoja de una espada desnuda... signo fatal...Un cadáver encharca la tierra roja...y estremece las ramas una congoja. Es el viento que bate su funeral...Duerme en paz en tu fosa, joven soldado, con la tierra sangrienta por ataúd...No dormirá tu nombre, será el sagrado grito de las batallas, pues ha jurado salvar a nuestra patria... ¡la juventud! Cuando por fin vencido ceda el infierno, el tirano sucumba, triunfe la ley, sonará, son de bronce, tu grito eterno:

Ustedes son soldados de un mal Gobierno

¡PERO YO SOY SOLDADO DE CRISTO Rey!

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