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lunes, 27 de junio de 2016

MONSEÑOR DE SÉGUR - EL INFIERNO, SI LO HAY, QUÉ ES, MODO DE EVITARLO.


SI HAY VERDADERAMENTE
UN INFIERNO,
¿CÓMO NADIE NO HA VUELTO DE ÉL?


En primer lugar, el infierno es para castigar a los réprobos, y no para dejarles volver al mundo. Los que allá van, allá quedan. Decís que de allá no vuelven? Esto es verdad en el orden habitual de la Providencia; pero .es cierto que no haya vuelto nadie del infierno? .Estáis seguro de que Dios por un acto de misericordia y de justicia no haya permitido a un condenado aparecer en el mundo? En la Sagrada Escritura y en la historia se lee la prueba de lo contrario; y por supersticiosa que sea la creencia casi general en lo que se llama los aparecidos, seria inexplicable si no arrancase de un fondo de verdad. Permitid que os refiera algunos hechos, cuya autenticidad parece evidente, y que prueban la existencia del infierno por el intachable testimonio de los mismos que están en aquel lugar.

El doctor Raymond Diocrés

En la vida de San Bruno, fundador de los Cartujos, se encuentra un hecho estudiado muy a fondo por los doctísimos Bolandistas, y que presenta a la crítica más formal todos los caracteres históricos de la autenticidad; un hecho acaecido en Paris en pleno día, en presencia de muchos millares de testigos, cuyos detalles han sido recogidos por sus contemporáneos, y que ha dado origen a una gran Orden religiosa. Acababa de fallecer un célebre doctor de la Universidad de Paris llamado Raymond Diocres,, dejando universal admiración entre todos sus alumnos. Era el año 1082. Uno de los más sabios doctores de aquel tiempo, conocido en toda Europa por su ciencia, su talento y sus virtudes, llamado Bruno, hallábase entonces en Paris con cuatro compañeros, y se hizo un deber asistir a las exequias del ilustre difunto. Se había depositado el cuerpo en la gran sala de la Cancillería, cerca de la Iglesia de Nuestra Señora, y una inmensa multitud rodeaba respetuosamente la cama, en la que, según costumbre de aquella época, estaba expuesto el difunto cubierto con un simple velo. En el momento en que se leía una de las lecciones del Oficio de difuntos, que empieza así:

"Respóndeme !Cuan grandes y numerosas son tus iniquidades!",

Sale de debajo del fúnebre velo una voz sepulcral, y todos los concurrentes oyen estas palabras:

"Por justo juicio de Dios he sido acusado” .

Acuden precipitadamente, levantan el paño mortuorio: el pobre difunto estaba allí inmóvil, helado, completamente muerto. Continuase luego la ceremonia por un momento interrumpida, hallándose aterrorizados y llenos de temor todos los concurrentes. Se vuelve a empezar el Oficio, se llega a la referida lección:

"Respóndeme”, y esta vez a vista de todo el mundo levantase el muerto,

y con robusta y acentuada voz dice:

“Por justo juicio de Dios he sido juzgado”. 

Y vuelve a caer. El terror del auditorio llega a su colmo: dos médicos justifican de nuevo la muerte; el cadáver estaba frio, rígido; no se tuvo valor para continuar, y se aplazó el Oficio para el día siguiente. Las autoridades eclesiásticas no sabían que resolver. Unos decían: "Es un condenado; es indigno de las oraciones de la Iglesia”. Decían otros: "No, todo esto es sin duda espantoso; pero al fin, .no seremos todos acusados primero y después juzgados por justo juicio de Dios?” El Obispo fue de este parecer, y al siguiente día, a la misma hora, volvió a empezar la fúnebre ceremonia, hallándose presentes, como en la víspera, Bruno y sus compañeros. Toda la Universidad, todo Paris había acudido a la iglesia de Nuestra Señora. Vuelve, pues, a empezarse el Oficio. ! A la misma lección: "Respóndeme”, el cuerpo del doctor Raymond se levanta de su asiento, y con un acento indescriptible que hiela de espanto a todos los concurrentes,

Exclama:

"Por justo juicio de Dios he sido condenado”

y volvió a caer inmóvil. Esta vez no quedaba duda alguna: el terrible prodigio, justificado hasta la evidencia, no admitía replica. Por orden del Obispo y del Capítulo, previa sesión, se despojó al cadáver de las insignias de sus dignidades, y fue llevado al muladar de Montfaucon. Al salir de la gran sala de la Cancillería, Bruno, que contaría entonces cerca de cuarenta y cinco años de edad, se decidió irrevocablemente a dejar el mundo, y se fue con sus compañeros a buscar en las soledades de la Gran Cartuja, cerca de Grenoble, un retiro donde pudiese asegurar su salvación, y prepararse así despacio para los justos juicios de Dios. Verdaderamente, he aquí un condenado que “volvía del infierno" no para salir de él, sino para dar del irrecusable testimonio.

El joven religioso de San Antonino

El sabio arzobispo de Florencia San Antonino refiere en sus escritos un hecho no menos terrible que hacia la mitad del siglo quince había aterrorizado a todo el norte de Italia. Un joven de buena familia, que a los dieciséis o diecisiete años había tenido la desgracia de callar en la confesión un pecado mortal y de comulgar en este estado, había diferido de semana en semana, de mes en mes, la confesión de sus sacrilegios, continuando sus confesiones y comuniones por un miserable respeto humano. Atormentado por los remordimientos, procuraba acallarlos haciendo grandes penitencias, de suerte que pasaba por un santo. No pudiendo sufrir más, entro en un monasterio. “Aquí al menos, decía para sí, lo diré todo, y expiare seriamente mis vergonzosos pecados”. Para su desgracia fue acogido como un santo por los Superiores, que conocían su reputación, y aumento se aún más con esto su vergüenza. Aplazo para más adelante sus confesiones, redoblo sus penitencias y pasaron se en este deplorable estado uno, dos, tres años. No se atrevía nunca a revelar el horrible y vergonzoso peso que lo agobiaba; al fin, parecía que una mortal enfermedad le facilitaba el medio. “Ahora, decía en sus adentros, voy a hacer antes de morir una confesión general”. Pero sobreponiéndose siempre el amor propio a su arrepentimiento, enredo de tal modo la confesión de sus culpas, que el confesor no pudo comprender nada: tenía un vago deseo de abordar de nuevo el asunto al día siguiente; pero le sobrevino un acceso de delirio, y el infeliz murió.

En la Comunidad se ignoraba la horrible realidad, y se decía: “Si este no está en el cielo, quién de nosotros podrá ir?” Y se hacían tocar con sus manos cruces, rosarios, medallas. Fue trasladado el cuerpo, con una especie de veneración, a la iglesia del monasterio, y quedo expuesto en el coro hasta el día siguiente, en que habían de celebrarse los funerales. Algunos momentos antes de la hora fijada para la ceremonia, uno de los Hermanos, enviado para tocar la campana, vio de repente delante de si y cerca del altar al difunto, rodeado de cadenas, que parecían enrojecidas en el fuego, y apareciendo en toda su persona algo incandescente. Espantado el pobre Hermano, había caído de rodillas, fijos los ojos en la terrible aparición. Dijo le entonces el condenado: “No roguéis por mí, pues estoy en el infierno por toda la eternidad”. Y refirió la lamentable historia de su funesta vergüenza y de sus sacrilegios, después de lo cual desapareció, dejando en la iglesia un olor hediondo que se esparció por todo el monasterio, como para atestiguar la verdad de lo que el Hermano acababa de ver y oír. Advertidos luego los Superiores, hicieron quitar el cadáver, considerándolo indigno de sepultura eclesiástica.

La cortesana de Nápoles

San Francisco de Giro lamo, celebre misionero de la Compañía de Jesús a principios del siglo dieciocho, había estado encargado de dirigir las Misiones en el reino de Nápoles. Un día que predicaba en una plaza de dicha ciudad, algunas mujeres de mala vida, que había reunido una de ellas llamada Catalina, se esforzaban en interrumpir el sermón con sus cantos y sus ruidosas exclamaciones, para obligar al Padre a retirarse; pero este continuo su discurso, sin dar a conocer que advirtiese sus insolencias. Algún tiempo después volvió a predicar en la misma plaza. Viendo cerrada la puerta de la habitación de Catalina y en profundo silencio toda la casa, ordinariamente tan alborotada:

—.Que es lo que ha sucedido a Catalina?

—dijo el Santo.

—.No lo sabe vuestra paternidad? La desdichada murió ayer, sin poder pronunciar palabra.

—.Catalina ha muerto? —Replica el Santo—,ha fallecido repentinamente? Entremos y veamos. Abrece la puerta, sube el Padre la escalera, y entra, seguido de la multitud, en la sala en que estaba tendido en tierra el cadáver encima de un paño, con cuatro cirios, según costumbre del país. Míralo algún tiempo con espanto, y después le dice con voz solemne:

—Catalina, .donde estas ahora?— . El cadáver permaneció mudo, pero el Santo repitió:

—Catalina, dime, .donde, estas ahora?... Te mando me digas donde estas.
Entonces con gran pasmo de todo el mundo, abrieron se los ojos del cadáver, sus labios se agitaron convulsivamente, y con voz cavernosa y profunda responde:

—En el infierno! Estoy en el infierno!

A estas palabras los asistentes huyen atemorizados, y baja con ellos el Santo, repitiendo

“!En el infierno! !oh Dios terrible! !en el infierno! lo habéis oído? !en el infierno!” La impresión de este prodigio fue tan viva, que un buen número de los que lo presenciaron no se atrevió a volver a sus casas sin haber ido a confesarse.

El amigo del conde Orloff

Tres hechos del mismo género, más auténticos los unos que los otros, y ocurridos en este siglo, han llegado a mi conocimiento. El primero ha pasado casi en mi familia. Era en Rusia, en Moscú, poco tiempo antes de la horrorosa campana de 1812. Mi abuelo materno, el conde de Rosto p ch in e, gobernador militar de Moscú, estaba íntimamente relacionado con el general conde Orloff, célebre por su bravura, pero tan impío como valiente. Un día, después de una buena cena, rociada con copiosos brindis, el conde Orloff, y uno de sus amigos, el general V..., volteriano como el, empezaron a burlarse horriblemente de la Religión, y sobre todo del infierno.

—Y .si por acaso —dice Orloff—, si por acaso hubiese realmente algo detrás de la cortina? . . .

— !Y bien!— replica el general V... , aquel de nosotros que se ira primero, volverá a advertir al otro. Esta convenido?

—! Excelente idea! —responde el conde Orloff, y ambos, bien que medio achispados, se dieron formal palabra de honor de no faltar a lo prometido. Algunas semanas después estallo una de aquellas grandes guerras que Napoleón tenía el don de suscitar entonces; el ejército ruso entro en campana, y el general V... recibió la orden de partir inmediatamente para tomar un mando importante. los o tres semanas hacia que había dejado Moscú, cuando una mañana muy temprano, estando mi abuelo arreglándose, se abre bruscamente la puerta de su cuarto. Era el conde Orloff, en traje de casa, con chinelas, erizados los cabellos, con hosca mirada, pálido como un muerto.

— !Ah! Orloff, .sois vos? .a esta hora y en semejante traje? .Que tenéis, pues? Que ha sucedido?

—Querido mío— responde el conde Orloff— creo que me vuelvo loco; acabo de ver al general V...

—.Al general V... ? .Ha vuelto, pues?

— !Oh! no, —replica Orloff, echándose sobre un canapé y poniendo ambas manos en su cabeza—, no, no ha vuelto; y esto es lo que me atemoriza. Mi abuelo no comprendía nada y procuraba calmarlo.

—Referidme, le dice, lo que os ha pasado y que quiere decir todo esto. Entonces, esforzándose por dominar su emoción, el conde Orloff profirió lo siguiente:

—Mi querido Rostopchine, algún tiempo atrás V... y yo nos juramos recíprocamente que el primero de los dos que muriese vendría a decir al otro si existe algo detrás de la cortina. Esta mañana, hará apenas media hora, estaba tranquilamente en la cama, despierto hacía mucho tiempo, sin pensar ni por asomo en mi amigo, cuando de repente se abren bruscamente las cortinas de mi alcoba, y veo a dos pasos de mi al general V... , de pie, pálido, con la mano derecha sobre su pecho, diciéndome:

“ ! Hay un infierno, y estoy en el!”

y desapareció. En seguida he venido a encontraros. ! La cabeza se me va! Qué cosa tan extraña! Yo no sé qué pensar! Mi abuelo lo calmo como pudo, pero no era cosa fácil. Hablo le de alucinaciones, de pesadillas, dijo el que quizás dormía; que hay cosas muy extraordinarias, inexplicables; y otras vaciedades de este género, que son el consuelo de los incrédulos. Después hizo enganchar sus caballos y llevar al conde Orloff a su habitación. Diez o doce días después de este extraño incidente, un correo del ejercito llevaba a mi abuelo, entre otras noticias, la de la muerte del general V... !En la mañana misma del día en que el conde Olaf lo había visto y oído, a la misma hora en que se le había aparecido en Moscú, el infortunado general, habiendo salido para reconocer la posición del enemigo, una bala atravesaba su pecho y caía yerto!...

“ ! Hay un infierno, y estoy en el!” He aquí las palabras de uno que de el ha vuelto.

La dama del brazalete de oro

En 1859 refería yo el hecho anterior a un distinguido sacerdote, Superior de una importante Comunidad. “Es espantoso —me decía—, pero no me sorprende extraordinariamente. Los hechos de esta clase son menos raros de lo que se piensa; solo que hay siempre más o menos interés en guardarlos secretos, ya por el honor del “aparecido” ya por el de su familia. Por mi parte, ved lo que de origen seguro he sabido hace dos o tres años por un pariente muy cercano de la persona a quien acaeció. En este momento en que os hablo (Navidad de 1859), vive aún esa señora, que tiene poco más de cuarenta años de edad. “Hallábase en Londres en el invierno de 1847 a 1848. Era viuda, de casi veintinueve años de edad, mundana, rica y hermosa. Entre los elegantes que frecuentaban sus salones, distinguiese un joven lord, cuyas galanterías la comprometían singularmente, y cuya conducta por otra parte no era edificante. "Una tarde, o más bien una noche (pues era más de media noche), estaba nuestra viuda leyendo en su cama no sé qué novela, esperando el sueño. Suena la una en su reloj, y apaga su bujía. Iba a dormirse, cuando con gran asombro noto que una luz pálida, que parecía salir de la puerta del salón, se esparcía poco a poco por su aposento y aumentaba por instantes. Pasmada, abrió cuanto podía los ojos, ignorando lo que significaba aquello. Empezaba a asustarse, cuando ve abrirse lentamente la puerta del salón y entrar en su cuarto el joven lord, cómplice de sus desordenes. Antes de que pudiera decirle una sola palabra, estaba ya cerca de ella, la tomaba del brazo izquierdo, y con ronca voz le decía en inglés:

"Hay un infierno”.

El dolor que sintió la señora en el brazo fue tan grande, que perdió el conocimiento. "Cuando volvió en si, media hora después, llamo a su camarera, la cual al entrar percibió un fuerte olor de cosa quemada, y acercándose a su señora, que apenas podía hablar, viole en la muñeca una quemadura tan profunda, que descubría el hueso y la carne casi consumida; quemadura que tenia de largo una mano de hombre: además advirtió que desde la puerta del salón hasta la cama, y de esta a la referida puerta, la alfombra tenia impresa las pisadas de un hombre que habían quemado la tela de parte a parte. Por orden de la dama abrió la puerta del salón, y había también huellas en las alfombras. "Al día siguiente la desgraciada señora supo horrorizada que aquella misma noche, hacia la una de la madrugada, el lord había sido encontrado embriagado en la mesa, que sus criados lo habían trasladado a su gabinete, y que había expirado en sus brazos. “Ignoro, añadió el Superior, si esta terrible lección ha convertido de veras a la desgraciada; pero lo que se es que vive todavía, y que para ocultar a las miradas la huella de su siniestra quemadura, lleva en el brazo izquierdo, a manera de brazalete, una larga cinta de oro, que no se quita de día ni de noche. “Repito que me suministro estos detalles un pariente cercano de ella, formal cristiano, a cuya palabra doy el más completo crédito". A pesar del velo con que se ha cubierto y ha debido cubrirse esta aparición, me parece imposible que se ponga en duda su indisputable autenticidad. Ciertamente no sera la dama del brazalete quien necesite que se le pruebe que hay realmente un infierno.

La mujer perdida de Roma

En el año 1873, algunos días antes de la Asunción, tuvo lugar en Roma una de aquellas apariciones de ultratumba que corroboran tan eficazmente la verdad del infierno. En una de esas casas de mala fama, que la invasión sacrílega del dominio temporal del Papa ha hecho abrir en Roma en crecido número, una desgraciada joven se hirió en la mano, y hubo de ser trasladada al hospital de la Consolación. Sea que su sangre viciada por su mala conducta hubiese producido una gangrena, sea a causa de una inesperada complicación, falleció repentinamente durante la noche. Al mismo instante una de sus compañeras, que ignoraba totalmente lo que acababa de pasar en el hospital, empezó a dar gritos desesperados hasta el punto de despertar a los habitantes del barrio, de poner en cuidado a las miserables criaturas de aquella casa, y de motivar la intervención de la policía. Se le había aparecido la difunta del hospital rodeada de llamas, y le había dicho: “Estoy condenada, y si tu no quieres serlo como, sal de ese lugar de infamia, y vuelve a Dios a quien has abandonado”. Nada pudo calmar la desesperación y el terror de aquella joven, que al despuntar el alba se alejó, dejando sumergida en estupor toda la casa desde que se supo la muerte de la joven del hospital. A tales sucesos la dueña de la casa, exaltada garibaldina y conocida por tal entre sus hermanos y amigos, cayó enferma. Envió luego a buscar al cura de la iglesia vecina, San Julián de los Banchi, quien, antes de usar a  la referida casa, consulto a la autoridad eclesiástica, la cual delego a este efecto a un digno prelado, monseñor Sirolli, cura de la parroquia de San Salvador in Lauro. Provisto este de especiales instrucciones, se presentó y exigió ante todo a la enferma, en presencia de muchos testigos, completa retractación de los escándalos de su vida, de sus blasfemias contra la autoridad del Soberano Pontífice y de todo el mal que a los demás había causado. Hizo lo la desgraciada sin vacilar, se confesó y recibió el Santo Viatico con grandes sentimientos de arrepentimiento y de humildad. Sintiose morir, suplico con lágrimas al buen párroco que no la abandonase, espantada como estaba de lo que había pasado ante sus ojos. Mas la noche se acercaba, y monseñor Sirolli, perplejo entre la caridad, que le dictaba quedarse, y las conveniencias, que le imponían el deber de no pasar la noche en tal lugar, hizo pedir a la policía dos agentes, quienes fueron, cerraron la casa, y permanecieron allí hasta que la agonizante hubo exhalado el último suspiro. Roma entera conoció pronto los detalles de estos trágicos acontecimientos. Como siempre, los impíos y los libertinos se rieron de ellos, guardándose bien de enterarse de sus pormenores; y los buenos se aprovecharon para ser mejores y más fieles a sus deberes. Í Ante semejantes hechos, cuya lista podría prolongarse mucho, pregunto al lector de buena fe si es razonable repetir con la muchedumbre de los atolondrados la famosa frase de cajón:

“Si hay verdaderamente un infierno, .como es que nadie haya vuelto nunca de allá?” . Pero aun cuando con razón o sin ella no quisiesen admitirse los hechos, por otra parte auténticos, que acabo de referir, no sería menos innegable la certeza absoluta de la existencia del infierno. En efecto, nuestra creencia en el infierno no se funda en estos prodigios, que no son de fe, sino en las razones de buen sentido que antes hemos expuesto, y sobre todo en el testimonio divino, inefable, de Jesucristo, de sus Profetas y Apóstoles, como también en la enseñanza formal, invariable, inviolable de la Iglesia católica. Los prodigios pueden corroborar nuestra fe y avivarla, y por esto hemos creído deber citar algunos, capaces de cerrar la boca a los que se atreven a decir: “¡No hay infierno!”, de confirmar en la fe a los que estuviesen tentados de preguntarse: “¿Hay un infierno?” y por fin de consolar e ilustrar más y más a los buenos fieles que dicen con la Iglesia:


“HAY UN INFIERNO”.

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