utfidelesinveniatur

viernes, 29 de abril de 2016

Sermones del Cura de Ars


LA COMUNIÓN
(primera parte)

“Panis quem ego dabo, caro mea est pro mundi vita.”
El pan que os voy a dar, es mi propia carne para la vida del mundo.
(S. Juan., VI, 52.)

Si no nos lo dijese el mismo Jesucristo, ¿Quién de nosotros podría llegar a comprender el amor que ha manifestado a las criaturas, dándoles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, para servir de alimento a las almas? ¡Caso admirable! Un alma tomar cómo alimento a su Salvador... ¡y esto no una sola vez, sino cuántas le plazca!... ¡Oh, abismo de amor y de bondad de Dios con sus criaturas!... Nos dice San Pablo que el Salvador, al revestirse de nuestra carne, ocultó su divinidad, y llevo su humillación hasta anonadarse. Pero, al instituir el adorable sacramento de la Eucaristía, ha velado hasta su humanidad, dejando sólo de manifiesto las entrañas de su misericordia. ¡Ved de lo que es capaz el amor de Dios con sus criaturas!... Ningún sacramento puede ser comparado con la Sagrada Eucaristía. Es cierto que en el Bautismo recibimos la cualidad de hijos de Dios Y, de consiguiente, nos hacemos participantes de su eterno reino; en la Penitencia, se nos curan las llagas del alma y volvemos a la amistad de Dios; pero en el adorable sacramento de la Eucaristía, no solamente recibimos la aplicación de su Sangre preciosa, sino además al mismo autor de la gracia. Nos dice San Juan que Jesucristo «habiendo amado a los hombres hasta el fin» (S.Juan., XIII, 1), halló el medio de subir al cielo sin dejar la tierra; tomo el pan en sus santas y venerables manos, lo bendijo y lo transformó en su Cuerpo; tomo el vino y lo transformó en su Sangre preciosa, y, en la persona de sus apóstoles, transmitió a todos los sacerdotes la facultad de obrar el mismo milagro cuántas veces pronunciasen las mismas palabras, a fin de que, por este prodigio de amor, pudiese permanecer entre nosotros, servirnos de alimento, acompañarnos y consolarnos. «Aquel, nos dice, que come mi carne y bebe mi sangre, vivirá eternamente; pero aquel que no coma mi carne ni beba mi sangre, no tendrá la vida eterna» (S.Juan., VI, 54-55.). ¡Oué felicidad la de un cristiano, aspirar a un tan grande honor cómo es el alimentarse con el pan de los Ángeles!... Pero ¡ay!, ¡cuán pocos comprenden esto!... Si comprendiésemos la magnitud de la dicha que nos cabe al recibir a Jesucristo, ¿no nos esforzaríamos continuamente en merecerla? Para daros una idea de la grandeza de aquella dicha, voy a exponeros:

1.° Cuán grande sea la felicidad del que recibe a Jesucristo en la Sagrada
Comunión. 

2.° Los frutos que de la misma hemos de sacar.

I. Todos sabéis que la primera disposición para recibir dignamente este gran sacramento, es la de examinar la conciencia, después de haber implorado las luces del Espíritu Santo; y confesar después los pecados, con todas las circunstancias que puedan agravarlos o cambiar de especie, declarándolos tal cómo Dios los dará a conocer el día en que nos juzgue. Hemos de concebir, además, un gran dolor de haberlos cometido, y hemos de estar dispuestos a sacrificarlo todo, antes que volverlos a cometer. Finalmente, hemos de concebir un gran deseo de unirnos a Jesucristo. Ved la gran diligencia de los Magos en buscar a Jesús en el pesebre; mirad a la Santísima Virgen; mirad a Santa Magdalena buscando con afán al Salvador resucitado. No quiero tomar sobre mí la empresa de mostraros toda la grandeza de este sacramento, ya que tal cosa no es dada a un hombre; tan sólo el mismo Dios puede contaros la excelsitud de tantas maravillas; pues lo que nos causara mayor admiración durante la eternidad, será ver cómo nosotros, siendo tan miserables hemos podido recibir a un Dios tan grande. Sin embargo, para daros una idea de ello, voy a mostraros cómo Jesucristo, durante su vida mortal, no pasó jamás por lugar alguno sin derramar sus bendiciones en abundancia, de lo cual deduciremos cuan grandes y preciosos deben ser los dones de que participan los que tienen la dicha de recibirle en la Sagrada Comunión; o mejor dicho, quo toda nuestra felicidad en este mundo consiste en recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión; lo cual es muy fácil de comprender: ya que la Sagrada Comunión aprovecha no solamente a nuestra alma alimentándola, sino edemas a nuestro cuerpo, según ahora vamos a ver.

Leemos en el Evangelio que, por el mero hecho de entrar Jesús, aun recluido en las entrañas de la Virgen, en la casa de Santa Isabel, que estaba también encinta, ella y su hijo quedaron llenos del Espíritu Santo; San Juan quedo hasta purificado del pecado original, y la madre exclamó: « ¿De dónde me viene una tal dicha cual es la que se digne visitarme la madre de mi Dios?» (Luc., I, 43.). Calculad ahora cuanto mayor será la dicha de aquel que recibe a Jesús en la Sagrada Comunión, no en su casa cómo Isabel, sino en lo más íntimo de su corazón; pudiendo permanecer en su compañía, no seis meses, cómo aquella, sino toda su vida. Cuando el anciano Simeón, que durante tantos años estaba suspirando por ver a Jesús, tuvo la dicha de recibirle en sus brazos, quedo tan emocionado y lleno de alegría, que, fuera de sí, prorrumpió en transportes de amor. « ¡Señor! exclamo, ¿qué puedo ahora desear en este mundo, cuando mis ojos han visto ya al Salvador del mundo?... Ahora puedo va morir en paz! (Luc., II, 29.). Pero considerad aún la diferencia entre recibirlo en brazos y contemplarlo unos instantes, o tenerlo dentro del corazón... ¡Dios mío!, ¡cuán poco conocemos la felicidad de que somos poseedores! ... Cuando Zaqueo, después de haber oído hablar de Jesús, ardiendo en deseos de verle, se vio impedido por la muchedumbre que de todas partes acudía, se encaramó en un árbol. Más, al verle el Señor, le dijo: «Zaqueo, baja al momento, puesto que hoy quiero hospedarme en tu casa» (Luc., XIX, 5.). Dio se prisa en bajar del árbol, y corrió a ordenar cuántos preparativos le sugirió su hospitalidad para recibir dignamente al Salvador. Este, al entrar en su casa le dijo: «Hoy ha recibido esta casa la salvación». Viendo Zaqueo la gran bondad de Jesús al alojarse en su casa, dijo: «Señor, distribuiré la mitad de mis bienes a los pobres, y, a quienes haya yo quitado algo, les devolveré el duplo» (Luc., XIX,8). De manera que la sola visita de Jesucristo convirtió a un gran pecador en un gran santo, ya que Zaqueo tuvo la dicha de perseverar hasta la muerte. Leemos también en el Evangelio que, cuando Jesucristo entró en casa de San Pedro, este le rogó que curase a su suegra, la cual estaba poseída de una ardiente fiebre, Jesús mandó a la fiebre que cesase, y al momento quedó curada aquella mujer, hasta el punto que les sirvió ya la comida (Luc., IV, 38-39.). Mirad también a aquella mujer que padecía flujo de sangre; ella se decía: «Si me fuese posible, si tuviese solamente la dicha de tocar el borde de los vestidos de Jesús, quedaría curada»; y en efecto, al pasar Jesucristo, se arrojó a sus pies y sanó al instante (Math., IX, 20.). ¿Cuál fue la causa porque el Salvador fue a resucitar a Lázaro, muerto cuatro días antes?... Pues fue porque había sido recibido muchas veces en casa de aquel joven, con el cual le ligaba una amistad tan estrecha, que Jesús derramó lágrimas ante su sepulcro (Ioan., XI.). Unos le pedían la vida, otros la curación de su cuerpo enfermo, y nadie se marchaba sin ver conseguidos sus deseos. Ya podéis considerar cuán grande es su deseo de conceder lo que se le pide. ¿Qué abundancia de gracias nos concedes, cuando Él en persona viene a nuestro corazón, para morar en el durante el resto de nuestra vida?!Cuánta felicidad la del que recibe la Sagrada Eucaristía con buenas disposiciones! ... Quién podrá jamás comprender la dicha del cristiano que recibe a Jesús en su pecho, el cual desde entonces viene a convertirse en un pequeño cielo; él sólo es tan rico cómo toda la corte celestial.

Pero, me diréis, ¿por qué, pues, la mayor parte de los cristianos son tan insensibles e indiferentes a esa dicha hasta el punto de que la desprecian, y llegan a burlarse de los que ponen su felicidad en hacerse de ella participantes? -¡Ay!, Dios mío, ¿qué desgracia es comparable a la suya? Es que aquellos infelices jamás gustaron una gota de esa felicidad tan inefable. En efecto, ¡un hombre mortal, una criatura, alimentarse, saciarse de su Dios, convertirlo en su pan cotidiano! ¡Oh milagro de los milagros! ¡Amor de los amores! ... ¡Dicha de las dichas, ni aún conocida de los Ángeles!... ¡Dios mío! ¡Cuánta alegría la de un cristiano cuya fe le dice que, al levantarse de la Sagrada Mesa, llevase todo el cielo dentro de su corazón! ... ¡Dichosa morada la de tales cristianos!..., ¡Qué respeto deberán inspirarnos durante todo aquel día! ¡Tener en casa otro tabernáculo, en el cual habita el mismo Dios en cuerpo y alma! ... Pero, me dirá tal vez alguno, si es una dicha tan grande el comulgar, ¿porque la Iglesia nos manda comulgar solamente una vez al año? -Este precepto no se ha establecido para los buenos cristianos, sino para los tibios o indiferentes, a fin de atender a la salvación de su pobre alma. En los comienzos de la Iglesia, el mayor castigo que podía imponerse a los fieles era el privarlos de la dicha de comulgar; siempre que asistían a la Santa Misa, recibían también la Sagrada Comunión.


¡Dios mío!, ¿cómo pueden existir cristianos que permanezcan tres, cuatro, cinco y seis meses sin procurar a su pobre alma este celestial alimento? ¡La dejan morir de inanición! ... ¡Dios mío cuánta ceguera y cuánta desdicha la suya¡... ¡Teniendo a mano tantos remedios para curarla, y disponiendo de un alimento tan a propósito para conservarle la salud!... Reconozcámoslo con pena, de nada se le priva a un cuerpo que, tarde o temprano, ha de morir y ser pasto de gusanos y, en cambio, menospreciamos y tratamos con la mayor crueldad a un alma inmortal, creada a imagen de Dios... Previendo la Iglesia el abandono de muchos cristianos, abandono que los llevaría hasta perder de vista la salvación de sus pobres almas, confiando en que el temor del pecado les abriría los ojos, les impuso un precepto en virtud del cual debían comulgar tres veces al año: por Navidad, por Pascua y por Pentecostés. Pero, viendo más tarde que los fieles se volvían cada día más indiferentes, acabó por obligarlos a cercarse a su Dios sólo una vez al año. ¡Oh, Dios mío!, ¡que ceguera, que desdicha la de un cristiano que ha de ser compelido por la ley a buscar su felicidad! Así es que, aunque no tengáis en vuestra conciencia otro pecado que el de no cumplir con el precepto pascual, os habréis de condenar. Pero decirme, ¿qué provecho vais a sacar dejando que vuestra alma permanezca en un estado tan miserable?... Si hemos de dar crédito a vuestras palabras, estáis tranquilos y satisfechos; pero, decidme, ¿dónde podéis hallarla esa tranquilidad y satisfacción? ¿Será porque vuestra alma espera sólo el momento en que la muerte va a herirla para ser después arrastrada al infierno? ¿Será porque el demonio es vuestro dueño y Señor? ¡Dios mío!, ¡cuánta ceguera, cuánta desdicha la de aquellos que han perdido la fe! Además, ¿por qué ha establecido la Iglesia el uso del pan bendito, el cual se distribuye durante la Santa Misa, después de dignificado por la bendición? Si no lo sabéis, ahora os lo diré. Es para consuelo de los pecadores, y al mismo tiempo para llenarlos de confusión. Digo que es para consuelo de los pecadores, porque recibiendo aquel pan, que está bendecido, se hacen en alguna manera participantes de la dicha que cabe a los que reciben a Jesucristo, uniéndose a ellos por una fe vivísima y un ardiente deseo de recibir a Jesús. Pero es también para llenarlos de confusión: en efecto, si no está extinguida su fe, ¿qué confusión mayor que la de ver a un padre o a una madre, a un hermano o a una hermana, a un vecino o a una vecina, acercarse a la Sagrada Mesa, alimentarse con el Cuerpo adorable de Jesús, mientras ellos se privan a sí mismos de aquella dicha? ¡Dios mío y es tanto más triste, cuanto el pecador no penetra el alcance de dicha privación! : Todos los Santos Padres están contestes en reconocer que, al recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión, recibimos todo género de bendiciones para el tiempo y para la eternidad; en efecto, si pregunto a un niño: «¿Debemos tener ardientes deseos de comulgar?-Sí, Padre, me responderá. -Y ¿por qué?-Por los excelentes efectos que la comunión causa en nosotros. -Mas, ¿cuáles son estos efectos?-Y el me dirá: la Sagrada Comunión nos une íntimamente a Jesús, debilita nuestra inclinación al mal, aumenta en nosotros la vida de la gracia, y es para los que la reciben un comienzo y una prenda de vida eterna.»

CONTINUARA... 

No hay comentarios:

Publicar un comentario