LA COMUNIÓN
(primera parte)
“Panis quem ego dabo, caro
mea est pro mundi vita.”
El pan que os voy a dar, es mi propia
carne para la vida del mundo.
(S. Juan., VI, 52.)
Si no nos lo dijese el mismo
Jesucristo, ¿Quién de nosotros podría llegar a comprender el amor que ha manifestado
a las criaturas, dándoles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, para servir
de alimento a las almas? ¡Caso admirable! Un alma tomar cómo alimento a su
Salvador... ¡y esto no una sola vez, sino cuántas le plazca!... ¡Oh, abismo de
amor y de bondad de Dios con sus criaturas!... Nos dice San Pablo que el
Salvador, al revestirse de nuestra carne, ocultó su divinidad, y llevo su
humillación hasta anonadarse. Pero, al instituir el adorable sacramento de la
Eucaristía, ha velado hasta su humanidad, dejando sólo de manifiesto las
entrañas de su misericordia. ¡Ved de lo que es capaz el amor de Dios con sus
criaturas!... Ningún sacramento puede ser comparado con la Sagrada Eucaristía.
Es cierto que en el Bautismo recibimos la cualidad de hijos de Dios Y, de
consiguiente, nos hacemos participantes de su eterno reino; en la Penitencia,
se nos curan las llagas del alma y volvemos a la amistad de Dios; pero en el
adorable sacramento de la Eucaristía, no solamente recibimos la aplicación de
su Sangre preciosa, sino además al mismo autor de la gracia. Nos dice San Juan
que Jesucristo «habiendo amado a los hombres hasta el fin» (S.Juan., XIII, 1),
halló el medio de subir al cielo sin dejar la tierra; tomo el pan en sus santas
y venerables manos, lo bendijo y lo transformó en su Cuerpo; tomo el vino y lo
transformó en su Sangre preciosa, y, en la persona de sus apóstoles, transmitió
a todos los sacerdotes la facultad de obrar el mismo milagro cuántas veces
pronunciasen las mismas palabras, a fin de que, por este prodigio de amor,
pudiese permanecer entre nosotros, servirnos de alimento, acompañarnos y
consolarnos. «Aquel, nos dice, que come mi carne y bebe mi sangre, vivirá
eternamente; pero aquel que no coma mi carne ni beba mi sangre, no tendrá la
vida eterna» (S.Juan., VI, 54-55.). ¡Oué felicidad la de un cristiano, aspirar
a un tan grande honor cómo es el alimentarse con el pan de los Ángeles!... Pero
¡ay!, ¡cuán pocos comprenden esto!... Si comprendiésemos la magnitud de la
dicha que nos cabe al recibir a Jesucristo, ¿no nos esforzaríamos continuamente
en merecerla? Para daros una idea de la grandeza de aquella dicha, voy a
exponeros:
1.° Cuán grande sea
la felicidad del que recibe a Jesucristo en la Sagrada
Comunión.
2.° Los frutos que
de la misma hemos de sacar.
I. Todos sabéis que
la primera disposición para recibir dignamente este gran sacramento, es la de
examinar la conciencia, después de haber implorado las luces del Espíritu
Santo; y confesar después los pecados, con todas las circunstancias que puedan
agravarlos o cambiar de especie, declarándolos tal cómo Dios los dará a conocer
el día en que nos juzgue. Hemos de concebir, además, un gran dolor de haberlos
cometido, y hemos de estar dispuestos a sacrificarlo todo, antes que volverlos
a cometer. Finalmente, hemos de concebir un gran deseo de unirnos a Jesucristo.
Ved la gran diligencia de los Magos en buscar a Jesús en el pesebre; mirad a la
Santísima Virgen; mirad a Santa Magdalena buscando con afán al Salvador
resucitado. No quiero tomar sobre mí la empresa de mostraros toda la grandeza
de este sacramento, ya que tal cosa no es dada a un hombre; tan sólo el mismo
Dios puede contaros la excelsitud de tantas maravillas; pues lo que nos causara
mayor admiración durante la eternidad, será ver cómo nosotros, siendo tan
miserables hemos podido recibir a un Dios tan grande. Sin embargo, para daros
una idea de ello, voy a mostraros cómo Jesucristo, durante su vida mortal, no
pasó jamás por lugar alguno sin derramar sus bendiciones en abundancia, de lo
cual deduciremos cuan grandes y preciosos deben ser los dones de que participan
los que tienen la dicha de recibirle en la Sagrada Comunión; o mejor dicho, quo
toda nuestra felicidad en este mundo consiste en recibir a Jesucristo en la
Sagrada Comunión; lo cual es muy fácil de comprender: ya que la Sagrada
Comunión aprovecha no solamente a nuestra alma alimentándola, sino edemas a
nuestro cuerpo, según ahora vamos a ver.
Leemos en el Evangelio que, por el mero
hecho de entrar Jesús, aun recluido en las entrañas de la Virgen, en la casa de
Santa Isabel, que estaba también encinta, ella y su hijo quedaron llenos del
Espíritu Santo; San Juan quedo hasta purificado del pecado original, y la madre
exclamó: « ¿De dónde me viene una tal dicha cual es la que se digne visitarme
la madre de mi Dios?» (Luc., I, 43.). Calculad ahora cuanto mayor será la dicha
de aquel que recibe a Jesús en la Sagrada Comunión, no en su casa cómo Isabel,
sino en lo más íntimo de su corazón; pudiendo permanecer en su compañía, no
seis meses, cómo aquella, sino toda su vida. Cuando el anciano Simeón, que
durante tantos años estaba suspirando por ver a Jesús, tuvo la dicha de
recibirle en sus brazos, quedo tan emocionado y lleno de alegría, que, fuera de
sí, prorrumpió en transportes de amor. « ¡Señor! exclamo, ¿qué puedo ahora
desear en este mundo, cuando mis ojos han visto ya al Salvador del mundo?...
Ahora puedo va morir en paz! (Luc., II, 29.). Pero considerad aún la diferencia
entre recibirlo en brazos y contemplarlo unos instantes, o tenerlo dentro del
corazón... ¡Dios mío!, ¡cuán poco conocemos la felicidad de que somos
poseedores! ... Cuando Zaqueo, después de haber oído hablar de Jesús, ardiendo
en deseos de verle, se vio impedido por la muchedumbre que de todas partes
acudía, se encaramó en un árbol. Más, al verle el Señor, le dijo: «Zaqueo, baja
al momento, puesto que hoy quiero hospedarme en tu casa» (Luc., XIX, 5.). Dio se
prisa en bajar del árbol, y corrió a ordenar cuántos preparativos le sugirió su
hospitalidad para recibir dignamente al Salvador. Este, al entrar en su casa le
dijo: «Hoy ha recibido esta casa la salvación». Viendo Zaqueo la gran bondad de
Jesús al alojarse en su casa, dijo: «Señor, distribuiré la mitad de mis bienes
a los pobres, y, a quienes haya yo quitado algo, les devolveré el duplo» (Luc.,
XIX,8). De manera que la sola visita de Jesucristo convirtió a un gran pecador
en un gran santo, ya que Zaqueo tuvo la dicha de perseverar hasta la muerte.
Leemos también en el Evangelio que, cuando Jesucristo entró en casa de San Pedro,
este le rogó que curase a su suegra, la cual estaba poseída de una ardiente
fiebre, Jesús mandó a la fiebre que cesase, y al momento quedó curada aquella
mujer, hasta el punto que les sirvió ya la comida (Luc., IV, 38-39.). Mirad
también a aquella mujer que padecía flujo de sangre; ella se decía: «Si me
fuese posible, si tuviese solamente la dicha de tocar el borde de los vestidos
de Jesús, quedaría curada»; y en efecto, al pasar Jesucristo, se arrojó a sus
pies y sanó al instante (Math., IX, 20.). ¿Cuál fue la causa porque el Salvador
fue a resucitar a Lázaro, muerto cuatro días antes?... Pues fue porque había
sido recibido muchas veces en casa de aquel joven, con el cual le ligaba una
amistad tan estrecha, que Jesús derramó lágrimas ante su sepulcro (Ioan., XI.).
Unos le pedían la vida, otros la curación de su cuerpo enfermo, y nadie se
marchaba sin ver conseguidos sus deseos. Ya podéis considerar cuán grande es su
deseo de conceder lo que se le pide. ¿Qué abundancia de gracias nos concedes,
cuando Él en persona viene a nuestro corazón, para morar en el durante el resto
de nuestra vida?!Cuánta felicidad la del que recibe la Sagrada Eucaristía con
buenas disposiciones! ... Quién podrá jamás comprender la dicha del cristiano
que recibe a Jesús en su pecho, el cual desde entonces viene a convertirse en
un pequeño cielo; él sólo es tan rico cómo toda la corte celestial.
Pero, me diréis, ¿por qué, pues, la
mayor parte de los cristianos son tan insensibles e indiferentes a esa dicha
hasta el punto de que la desprecian, y llegan a burlarse de los que ponen su
felicidad en hacerse de ella participantes? -¡Ay!, Dios mío, ¿qué desgracia es
comparable a la suya? Es que aquellos infelices jamás gustaron una gota de esa
felicidad tan inefable. En efecto, ¡un hombre mortal, una criatura,
alimentarse, saciarse de su Dios, convertirlo en su pan cotidiano! ¡Oh milagro
de los milagros! ¡Amor de los amores! ... ¡Dicha de las dichas, ni aún conocida
de los Ángeles!... ¡Dios mío! ¡Cuánta alegría la de un cristiano cuya fe le
dice que, al levantarse de la Sagrada Mesa, llevase todo el cielo dentro de su
corazón! ... ¡Dichosa morada la de tales cristianos!..., ¡Qué respeto deberán
inspirarnos durante todo aquel día! ¡Tener en casa otro tabernáculo, en el cual
habita el mismo Dios en cuerpo y alma! ... Pero, me dirá tal vez alguno, si es
una dicha tan grande el comulgar, ¿porque la Iglesia nos manda comulgar
solamente una vez al año? -Este precepto no se ha establecido para los buenos
cristianos, sino para los tibios o indiferentes, a fin de atender a la
salvación de su pobre alma. En los comienzos de la Iglesia, el mayor castigo
que podía imponerse a los fieles era el privarlos de la dicha de comulgar;
siempre que asistían a la Santa Misa, recibían también la Sagrada Comunión.
¡Dios mío!, ¿cómo pueden existir
cristianos que permanezcan tres, cuatro, cinco y seis meses sin procurar a su
pobre alma este celestial alimento? ¡La dejan morir de inanición! ... ¡Dios mío
cuánta ceguera y cuánta desdicha la suya¡... ¡Teniendo a mano tantos remedios
para curarla, y disponiendo de un alimento tan a propósito para conservarle la
salud!... Reconozcámoslo con pena, de nada se le priva a un cuerpo que, tarde o
temprano, ha de morir y ser pasto de gusanos y, en cambio, menospreciamos y
tratamos con la mayor crueldad a un alma inmortal, creada a imagen de Dios...
Previendo la Iglesia el abandono de muchos cristianos, abandono que los
llevaría hasta perder de vista la salvación de sus pobres almas, confiando en
que el temor del pecado les abriría los ojos, les impuso un precepto en virtud
del cual debían comulgar tres veces al año: por Navidad, por Pascua y por
Pentecostés. Pero, viendo más tarde que los fieles se volvían cada día más
indiferentes, acabó por obligarlos a cercarse a su Dios sólo una vez al año.
¡Oh, Dios mío!, ¡que ceguera, que desdicha la de un cristiano que ha de ser
compelido por la ley a buscar su felicidad! Así es que, aunque no tengáis en
vuestra conciencia otro pecado que el de no cumplir con el precepto pascual, os
habréis de condenar. Pero decirme, ¿qué provecho vais a sacar dejando que
vuestra alma permanezca en un estado tan miserable?... Si hemos de dar crédito
a vuestras palabras, estáis tranquilos y satisfechos; pero, decidme, ¿dónde
podéis hallarla esa tranquilidad y satisfacción? ¿Será porque vuestra alma
espera sólo el momento en que la muerte va a herirla para ser después
arrastrada al infierno? ¿Será porque el demonio es vuestro dueño y Señor? ¡Dios
mío!, ¡cuánta ceguera, cuánta desdicha la de aquellos que han perdido la fe!
Además, ¿por qué ha establecido la Iglesia el uso del pan bendito, el cual se
distribuye durante la Santa Misa, después de dignificado por la bendición? Si
no lo sabéis, ahora os lo diré. Es para consuelo de los pecadores, y al mismo
tiempo para llenarlos de confusión. Digo que es para consuelo de los pecadores,
porque recibiendo aquel pan, que está bendecido, se hacen en alguna manera
participantes de la dicha que cabe a los que reciben a Jesucristo, uniéndose a
ellos por una fe vivísima y un ardiente deseo de recibir a Jesús. Pero es
también para llenarlos de confusión: en efecto, si no está extinguida su fe, ¿qué
confusión mayor que la de ver a un padre o a una madre, a un hermano o a una
hermana, a un vecino o a una vecina, acercarse a la Sagrada Mesa, alimentarse
con el Cuerpo adorable de Jesús, mientras ellos se privan a sí mismos de
aquella dicha? ¡Dios mío y es tanto más triste, cuanto el pecador no penetra el
alcance de dicha privación! : Todos los Santos Padres están contestes en
reconocer que, al recibir a Jesucristo en la Sagrada Comunión, recibimos todo género
de bendiciones para el tiempo y para la eternidad; en efecto, si pregunto a un
niño: «¿Debemos tener ardientes deseos de comulgar?-Sí, Padre, me responderá.
-Y ¿por qué?-Por los excelentes efectos que la comunión causa en nosotros.
-Mas, ¿cuáles son estos efectos?-Y el me dirá: la Sagrada Comunión nos une
íntimamente a Jesús, debilita nuestra inclinación al mal, aumenta en nosotros
la vida de la gracia, y es para los que la reciben un comienzo y una prenda de
vida eterna.»
CONTINUARA...
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