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martes, 23 de febrero de 2016

LE DESTRONARON - Del liberalismo a la apostasía La tragedia conciliar.

¿EXISTE UN DERECHO PUBLICO
DE LA IGLESIA?

“La Iglesia sin el Estado es un alma sin cuerpo. El Estado sin la Iglesia es un cuerpo sin alma.”
León XIII, Libertas.

 ¿Cuál es el estatuto de la Iglesia en relación a la sociedad civil? La respuesta a esta pregunta es el objeto de una ciencia eclesiástica especial: el derecho público de la Iglesia. Se pueden consultar los excelentes tratados al respecto del Card. Ottaviani y de Silvio Romani, así como las fuentes presentadas por Lo Grasso (confrontar la bibliografía). Quiero demostrar aquí cuánto se opone el liberalismo al derecho público de la Iglesia, cómo lo aniquila y por lo tanto, cuán contrario es a la fe, sobre la cual se apoya enteramente el derecho público de la Iglesia.

Los principios del derecho público de la Iglesia
Los principios del derecho público de la Iglesia son, en efecto, verdades de fe o que se deducen de la fe. Son los siguientes.

1. Independencia de la Iglesia. La Iglesia que tiene por fin la salvación sobrenatural de las almas, es una sociedad perfecta, dotada por su divino fundador de todos los medios para subsistir por sí misma de manera estable e independiente. El Syllabus condena la proposición contraria siguiente:“La Iglesia no es una sociedad verdadera y perfecta, completamente libre, ni goza de sus propios y constantes derechos a ella conferidos por su divino fundador, sino que toca a la potestad civil definir cuáles sean los derechos de la Iglesia y los limites dentro de los cuales puede ejercer esos mismos derechos.”¡Tal es la esclavitud a la cual los liberales quieren reducir la Iglesia con relación al Estado! También el Syllabus condena radicalmente las expoliaciones de que es objeto periódicamente por parte del poder civil, en sus bienes y en sus otros derechos. Jamás la Iglesia aceptará el principio del derecho común, jamás admitirá ser reducida al simple derecho común de todas las asociaciones legales en la sociedad civil, que deben recibir del Estado permiso y límites. En consecuencia, la Iglesia tiene el derecho nativo de adquirir, poseer y administrar, libre e independientemente del poder civil, los bienes temporales necesarios para su misión (Código de Derecho Canónico de 1917, c. 1495): iglesias, seminarios, obispados, monasterios, beneficios (c. 1409-1410), y estar exenta de todos los impuestos civiles. Tiene derecho a poseer escuelas y hospitales independientes de toda intromisión del Estado. Ella tiene sus propios tribunales eclesiásticos para juzgar los asuntos concernientes a las personas de los clérigos y los bienes de la Iglesia (c. 1552), independientemente de los tribunales civiles (privilegio del fuero). Los clérigos también están exentos del servicio militar (privilegio de la exención) (c. 121), etc. En resumen, la Iglesia reivindica la soberanía y la independencia en razón de su misión: “A Mí se me ha dado toda potestad en el Cielo y en la tierra: id, pues, instruid a todas las naciones” (Mat. 28, 18-19).

2. Distinción de la Iglesia y del Estado. El Estado, que tiene por fin directo el bien común temporal, es también una sociedad perfecta, distinta de la Iglesia y soberana en su dominio. Esta distinción es lo que Pío XII llama la laicidad legítima y sana del Estado, que no tiene nada que ver con el laicismo, error que ha sido condenado. ¡Atención entonces de no pasar del uno al otro! León XIII expresa bien la distinción necesaria de las dos sociedades: “Por lo dicho se ve cómo Dios ha dividido el gobierno de todo el linaje humano entre dos potestades: la eclesiástica y la civil; ésta que cuida directamente de los intereses humanos; aquélla de los divinos. Ambas son supremas, cada una en su esfera; cada una tiene sus límites fijos en que se mueve, exactamente definidos por su naturaleza y su fin, de donde resulta un como círculo dentro del cual cada uno desarrolla su acción con plena soberanía.”

3. Unión entre la Iglesia y el Estado. ¡Pero distinción no significa separación! ¿Cómo los dos poderes se ignorarían, ya que recaen sobre los mismos súbditos y frecuentemente legis- lan sobre las mismas materias: matrimonio, familia, escuela, etc...? Sería inconcebible que se opusieran, cuando al contrario su acción conjunta es requerida para el bien de los hombres. “Llegado ese caso, y siendo el chocar cosa necia y abiertamente opuesta a la voluntad sapientísima de Dios, explica León XIII, es preciso algún modo y orden, con que apartadas las cosas de porfías y rivalidades haya conformidad en las cosas que han de hacerse. Con razón se ha comparado esta conformidad a la unión del alma con el cuerpo, igualmente provechosa a entrambas, cuya desunión, al contrario, es perniciosa, singularmente al cuerpo, que por ella pierde la vida.”

4. Jurisdicción indirecta de la Iglesia sobre lo temporal. Quiere decir que en las cuestiones mixtas, la Iglesia, teniendo en cuenta la superioridad de su fin, tendrá la primacía: “Así que todo cuanto en las cosas humanas, de cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado, todo lo que se relacione con la salvación de las almas y al culto de Dios, sea por su propia naturaleza o bien se entienda ser así por el fin a que se refiere, todo ello cae bajo el dominio y arbitrio de la Iglesia.”Dicho de otra manera, el régimen de unión y de armonía entre la Iglesia y el Estado, supone un orden y una jerarquía: es decir, una jurisdicción indirecta de la Iglesia sobre lo temporal, un derecho indirecto de intervención de la Iglesia en las cosas temporales que normalmente dependen del Estado. La Iglesia interviene entonces “ratione peccati”, en razón del pecado y a causa de la salvación de las almas (para retomar lo dicho por el Papa Bonifacio VIII, cf. Dz. 468, nota).

5. Subordinación indirecta. Recíprocamente, lo temporal está indirectamente subordinado a lo espiritual: tal es el 5º principio; principio de fe, o al menos teológicamente cierto, que funda el derecho público de la Iglesia. El hombre, en efecto está destinado a la beatitud eterna, y los bienes de la vida presente, los bienes temporales, están para ayudarle a alcanzar este fin, y aunque no están proporcionados, se ordenan indirectamente a ello. Aún el bien común temporal, que es el fin del Estado, está ordenado a facilitar a los ciudadanos el acceso a la bienaventuranza celestial. De lo contrario sólo sería un bien aparente e ilusorio.

6. Función ministerial del Estado en relación a la Iglesia. “La sociedad civil, pues, constituida para procurar el bien común, debe necesaria-mente, a fin de favorecer la prosperidad del Estado, promover de tal modo el bien de los ciudadanos que a la consecución y al logro de ese sumo e inconmutable bien, al que por naturaleza tienden, no sólo no cree jamás dificultades, sino que proporcione todas las facilidades posibles.” “La función del Rey (nosotros diríamos del Estado), dice Santo Tomás, es procurar el buen camino a la multitud, según lo que le es necesario para obtener la beatitud celeste; quiere decir que debe prescribir (en su orden, que es el temporal) lo que a ella conduce y, en la medida de lo posible, prohibir lo que le es contrario.” En consecuencia, el Estado tiene en relación a la Iglesia una función ministerial, un papel de servidor: el Estado debe ayudar a la Iglesia a que alcance su fin, la salvación de las almas, positiva aunque indirectamente, al mismo tiempo que procura su fin propio. Esta doctrina constante de la Iglesia a través de los siglos, me-rece la nota de doctrina católica y es necesaria toda la mala fe de los liberales para relegarla al oscurantismo de una época pasada. Según ellos, valía para las “monarquías sacras” de la Edad Media, pero ya no vale para los “Estados democráticos constitucionales” modernos. Necedad en verdad, pues nuestra doctrina, deducida de la revelación y de los principios del orden natural, es tan in-mutable e intemporal como la naturaleza del bien común y la divina constitución de la Iglesia. Para apoyar su tesis funesta sobre la separación de la Iglesia y del Estado, los libera-les de ayer y de hoy citan gustosos esta frase de Nuestro Señor: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Mat. 22, 21); ¡omiten decir simplemente, lo que el César debe a Dios!

7. Realeza social de Nuestro Señor Jesucristo. El último principio que resume supremamente todo el derecho público de la Iglesia, es una verdad de fe: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, Rey de Reyes y Señor de los Señores, debe reinar sobre las sociedades no menos que sobre los individuos; la Redención de las almas se prolonga necesariamente en la sumisión de los Estados y de sus leyes al yugo suave y liviano de la ley de Cristo. Como dice León XIII, el Estado no sólo debe “hacer respetar las santas e inviolables observancias de la religión, cuyos deberes unen al hombre a Dios”; la legislación civil debe, además, impregnarse con la ley de Dios (decálogo) y con la ley evangélica, para ser, en su dominio que es el orden temporal, un instrumento de la obra de la Redención operada por Nuestro Señor Jesucristo. En eso consiste esencialmente la realización del Reino Social de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Leed la magnífica encíclica de Pío XI, Quas Primas, del 11 de diciembre de 1925, sobre la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo! ¡Expone esta doctrina con una pureza y una fuerza admirables! Recuerdo todavía el momento en que siendo joven seminarista en Roma, recibí con mis compañeros esta enseñanza pontificia: ¡con qué alegría y entusiasmo la comentaron nuestros maestros! Releed esta frase que refuta definitivamente el laicismo del Estado: “La celebración de esta fiesta, que se renovará todos los años, será también advertencia para las naciones de que el deber de venerar públicamente a Cristo y de prestarle obediencia, se refiere no sólo a los particulares, sino también a los magistrados y a los gobernantes; les traerá a la mente el juicio final, en el cual Cristo, arrojado de la sociedad o solamente ignorado y despreciado, vengará acerbamente tantas injurias recibidas; reclamando su real dignidad, que la sociedad entera se ajuste a los divinos mandamientos y a los principios cristianos, tanto al establecer las leyes, como al administrar la justicia, y ya, finalmente, en la formación del alma de la juventud, en la sana doctrina y en la santidad de las costumbres.” De ahí, que la Iglesia en su liturgia, canta y proclama el reino de Jesucristo sobre las leyes civiles. ¡Qué proclamación dogmática más hermosa, a pesar de no ser todavía ex cathedra!

Fue necesaria toda la rabia de los enemigos de Jesucristo para llegar a arrancarle su corona, cuando, aplicando el Concilio Vaticano II, los innovadores deformaron o suprimieron estas tres estrofas del himno de las primeras Vísperas de la fiesta de Cristo Rey:

Scelesta turba clamitat:
Regnare Christum nolumus:
Te nos ovantes omnium
Regem Supremum dicimus.
(estrofa 2)

Una turba criminal vocifera: “No queremos que reine Cristo”. Pero nosotros, con nuestras ovaciones, te proclamamos Rey supremo.

Te nationum præsides
Honore tollant publico,
Colant magistri, judices,
Leges et artes exprimant
(estrofa 6)
Submissa regum fulgeant
Tibi dicata insignia:
Mitique sceptro patriam
Domosque subde civium.
(estrofa 7)

A ti los que gobiernan las naciones te ensalcen con públicos honores, te honren los maestros y los jueces, te manifiesten las leyes y las artes. Resplandezcan, rendidas, las regias insignias a ti ofrecidas y somete a tu suave cetro la patria y sus hogares.


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