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viernes, 15 de diciembre de 2023

¡CUAN TAN SALUDABLE NOS ES EL PENSAMIENTO DE NUESTRA MUERTE!


 “Por el pecado entro la muerte al mundo” nos lo recuerda San Pablo, y, ¿Qué es la muerte? Un instante, un momento en la vida del hombre en el que todo se desvanece, se acaba o se esfuma. Momento breve, es cierto, pero decisivo, después del cual ni el pecador puede esperar ya misericordia, ni el justo adquirir nuevos méritos. Instante cuyo solo pensamiento ha llenado los monasterios de grandezas mundanas que abandonaron el siglo para no pensar más que en aquel terrible tránsito de este mundo al otro. Momento, cuyo solo pensamiento ha poblado los desiertos de santos, entregados continuamente a todos aquellos rigores y penitencias que su amor a Dios supo inspirarles. Momento terrible, aunque breve, el cual, sin embargo, lo decide todo por una eternidad. Esto es la muerte

Y siendo esto así, cómo es posible que dejemos de pensar en él, o le dediquemos una atención tan secundaria y débil? ¡Ay!, ¡cuántas almas están ahora ardiendo por haber desechado ese saludable pensamiento! Olvidemos, olvidemos un poco el mundo, sus riquezas y sus placeres, para ocuparnos en aquel terrible momento. Imitemos a los santos, que hacían de ello su principal ocupación; dejemos perecer lo que con el tiempo perece, y cuidemos de lo que es permanente y eterno. Sí, nada tan eficaz como el pensamiento de la muerte para hacernos abandonar la vida de pecado, para hacer temblar a los reyes en sus tronos, a los jueces y a los libertinos en medio de sus placeres. Os recordaré un ejemplo, que os mostrará cómo nada resiste a este pensamiento cuando se medita seriamente. Nos refiere San Gregorio que había un joven, por cuya alma se interesaba mucho, el cual estaba ardientemente apasionado por una joven, hasta el punto de que, al morir ésta, quedó poseído de una tristeza tal que nada era capaz de consolarle. El Papa San Gregorio, después de muchas oraciones y penitencias, fue al encuentro del joven aquel y le dijo: «Amigo mío, sígueme, y podrás ver aún a aquella que te hace exhalar tantos suspiros y derramar tantas lágrimas». Y tomándole de la mano, le condujo ante la sepultura de la joven. 

Allí hizo levantar la tapa que cerraba la tumba, y aquel joven, al ver un cuerpo tan horrible, tan hediondo, lleno de gusanos, es decir, que otra cosa no era ya sino una masa corrupta, retrocedió lleno de horror. «No, no, amigo mío, le dijo San Gregorio, acércate, y fija por un momento tu atención en ese espectáculo que la muerte te ofrece. Mira, amigo mío, contempla lo que ha sido de aquella hermosura deleznable a la cual tan aficionado estabas. ¿No ves ese cráneo descarnado, esos ojos sin vida, esa osamenta lívida, esa amalgama horrible de cenizas, de podredumbre y de gusanos? He aquí, amigo mío, el objeto de tu pasión, por el cual tantos suspiros has exhalado, sacrificando tu alma, tu salvación, tu Dios y tu eternidad». Aquellas conmovedoras palabras, aquel triste espectáculo causaron una tan viva impresión en el corazón del joven, que, reconociendo desde entonces la nada de este mundo y la fragilidad de toda belleza perecedera, renunció al momento a las vanidades terrenas, no pensó ya en otra cosa que, en morir bien, y a este fin huyó del mundo para ir a pasar su vida en un monasterio y llorar, por el resto de sus días, los extravíos de su juventud, y al fin morir como un santo. 

¡Qué dicha, la de aquel joven! Imitémosle, puesto que nada es tan eficaz para desarraigarnos de esta vida y determinarnos a dejar el pecado como este feliz pensamiento de la muerte. ¡Ah! ¡cuán distintos son los pensamientos que nos vienen a la hora de la muerte de los que nos ocurren durante la vida! Ved aquí otro ejemplo. Se dice en la historia, que había una dama adornada de todas aquellas cualidades que tanto agradan al mundo, a cuyos placeres era ella muy aficionada. ¡Mas ay! esto no impidió que, como los demás, llegase a sus postreros momentos, por cierto, mucho antes de lo que ella deseara. Al principio de su enfermedad le ocultaron el peligro en que se hallaba, cosa que se acostumbra en la mayoría de los casos. No obstante, el mal iba progresando cada día y fue necesario advertirle, que había llegado la hora de prepararse para la eternidad. Entonces tuvo que hacer aquello que nunca había hecho, y hubo de pensar en lo que jamás había pensado; de todo lo cual quedó en extremo atemorizada. «No creo, decía ella a los que le dieron tan saludable advertencia, que mi enfermedad sea tan peligrosa, aun me queda tiempo»; más volvieron a conminarla diciéndole que el médico la creía en peligro. Se puso a llorar, lamentando tener que dejar la vida en una edad en que aún podía disfrutar de muchos placeres. 

Pero, a pesar de su llanto, le hicieron presente que en este mundo no había nadie inmortal, y que, si escapaba de aquella enfermedad, más tarde vendría otra y se la llevaría de este mundo; que lo que debía hacer, pues, era poner en orden su conciencia, a fin de poder comparecer confiadamente ante el tribunal de Dios. Poco a poco fue entrando en sí misma, y, como no le faltaba instrucción, pronto quedó convencida de lo que le decían; comenzó a derramar lágrimas por sus pecados; pidió un confesor, para declararle sus culpas, las cuales no quisiera haber jamás cometido. Ofreció ella misma el sacrificio de su vida; confesó sus culpas con gran dolor y abundancia de lágrimas; rogó a sus compañeras o amigas que fuesen a visitarla antes de salirse de este mundo, lo cual se apresuraron ellas a cumplir. Una vez las tuvo alrededor de su cama, les dijo llorando: «Ya veis, estimadas amigas, en qué estado me hallo; he de comparecer ante Jesucristo para darle cuenta de todos los actos de mi vida; no ignoráis cuán mal he servido a Dios, y, por lo tanto, cuánto tengo ahora que temer; sin embargo, voy a abandonarme en brazos de su misericordia. El gran consejo que quiero daros en esta hora, mis buenas amigas, es de que, si queréis convertiros de veras, no esperéis a aquel momento en que ya nada se puede, y en que, a pesar de las lágrimas y del arrepentimiento, se corre gran peligro de perderse por toda una eternidad. 

Al veros hoy por última vez, os conjuro a que no perdáis ni un momento del tiempo que Dios os concede, y que tanta falta me está haciendo ahora a mí. Adiós, amigas mías, voy a partir para la eternidad; no me olvidéis en vuestras oraciones, a fin de que, si tengo la dicha de ser perdonada, podáis ayudarme a salir del purgatorio». Aquellas compañeras de la moribunda, que ciertamente no aguardaban un tal discurso, se retiraron derramando lágrimas y animadas de un gran deseo, de prepararse para aquel momento en que tanto atormenta el pesar de haber perdido un tiempo tan precioso. Pero, así como estos dos ejemplos nos hacen pensar en el día de nuestra muerte, hay otros que nos llenan de indignación.

Leemos en la historia que el cardenal Belarmino, de la Compañía de Jesús, fue llamado a la cabecera de un enfermo que había sido procurador, y que, durante su vida, había por desgracia preferido el dinero a la salvación del alma. Creyendo que le llamaba sólo para arreglar los asuntos de su conciencia, se apresuró a complacerle. Al entrar, comenzó a hablarle del estado de su alma; más pronto el enfermo le atajó diciendo: «Padre, no os he llamado por esto, sino solamente para consolar a mi mujer que está desolada al ver mi muerte inminente; por lo que a mí se refiere, voy derecho al infierno». Refiere el Cardenal que estaba tan ciego y endurecido aquel hombre, que pronunció aquellas palabras con la misma tranquilidad y frescura que si hubiese anunciado que se iba a pasar un buen rato con sus amigos. «Hijo mío — le dijo el Cardenal, profundamente apenado al ver que aquella alma iba realmente a bajar al infierno, — tened a bien pedir a Dios perdón de vuestros pecados, confesaos, y el Señor os perdonará». Aquel miserable le dijo que no había por qué perder el tiempo, pues no recordaba sus pecados ni quería recordarlos; tiempo tendría de conocerlos y recordarlos en el infierno. En vano el cardenal le suplicó, le pidió encarecidamente que no se perdiera su alma por toda una eternidad, cuando estaban aún en su mano los medios de ganar el cielo; en vano le prometió que le ayudaría a satisfacer a la divina justicia, añadiendo que tenía la certeza de que Dios se apiadaría aún de él. Nada fue bastante para moverle al dolor de sus pecados y murió sin dar señal alguna de arrepentimiento y fue su alma sepultada en el infierno.

¡Cuan tan lamentable es la condenación de un alma! Y, ¿Cuántas almas se condenan todos los días? Muchas. Si antes había un camino al infierno hoy en la actualidad es un valle porque el camino ya quedo corto y se ensancho por la cantidad de almas que se pierden todos los días en las llamas del infierno.

Sin duda alguna todos quisiéramos imitar los dos primeros ejemplos escritos en estas cortas páginas, ¿Habrá alguno que prefiera el tercer ejemplo entre ustedes? Si lo hay es y será un desdichado ya desde ahora por el cual debemos rogar para que se arrepienta y viva la vida eterna después de su muerte.

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