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viernes, 25 de noviembre de 2022

LA VIRGEN DE GUADALUPE EN MEXICO. (CONTINUACION.)


Versión del NICAN MOPOHUA

Nota. He resaltado el dialogo de Nuestra Señora de Guadalupe en amarillo y negro porque siempre que leo este hermoso dialogo tiendo a no aguantar y lloro pues, al igual que Juan Diego, soy, por gracia de Dios, mexicano y sacerdote y siento que me las dice a mí dado el momento por el que estoy pasando. Discúlpenme por favor. Por otro lado, estas apariciones marcan la pauta de como se comportara Nuestra Señora con las visiones que seguirán a esta y como se comportara con los futuros videntes.

Aquí se refiere ordenadamente de qué manera maravillosa apareció hace poco en el Tepeyac la siempre Virgen Sta. María, Madre de Dios, nuestra Reina, que se nombra Guadalupe.

Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego, y después se apareció su preciosa imagen delante del nuevo obispo don fray Juan de Zumárraga.

Diez años después de tomada la ciudad de México, se suspendió la guerra y hubo paz en los pueblos; así empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por quien se vive.

Entonces, en el año de 1531, a principios del mes de diciembre (el 9) sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego, según se dice natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales, aún todo pertenecía a Tlatilolco. (Doctrina de los Franciscanos).

Era sábado, muy de madrugada, y venía a oír Misa y a otras cosas. Al llegar junto al cerrillo llamado Tepeyac amanecía; y oyó cantar arriba del cerrillo: semejaba canto de varios pájaros preciosos; callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía que el monte les respondía. Su canto, muy suave, y delicioso, sobrepujaba al del coyoltototl, y del tzinizcan y de otros pájaros lindos que cantan.

Se paró Juan Diego a ver y dijo para sí: «¿Qué será esto que oigo?, ¿quizás sueño?, ¿me levanto de dormir?, ¿dónde estoy?, ¿acaso allá, donde dejaron dicho nuestros antepasados, nuestros abuelos, en la tierra de las flores, en la tierra del maiz?, ¿acaso ya en la tierra celestial?» Estaba viendo hacia el lado donde sale el sol, arriba del cerrillo, de donde procedía el precioso canto celestial y, así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del cerrillo y le decían:

—Juanito, Juan Dieguito.

Luego se atrevió a ir a donde le llamaban; no se sobresaltó un punto; al contrario, muy contento, fue subiendo el cerrillo, a ver dónde le llamaban.

Cuando llegó a la cumbre, vio una señora, que estaba allí de pie y le dijo que se acercara.

Llegado frente a Ella se maravilló mucho de su perfecta grandeza sobre toda ponderación: su vestido era radiante como el sol; el risco en que estaba de pie, despedía rayos de luz, el resplandor de Ella parecía de piedras preciosas, y la tierra relumbraba como el arco iris. Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar, parecían esmeraldas; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro.

Se inclinó delante de Ella y oyó su palabra, muy suave y cortés, como de quien atrae y estima mucho. Le dijo:

—Juanito, el más pequeño de mis hijos, ¿a dónde vas?

El respondió:

—Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casita de México Tlatilolco, a oír Misa, como nos enseñan nuestros sacerdotes, de¬legados de Nuestro Señor.

Entonces Ella le habló:

—Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que Yo soy la siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive, el Creador de las personas, el Dueño de lo que está cerca, el Dueño del cielo y el Dueño de la tierra. Mucho quiero, mucho deseo, que aquí me levanten mi casita sagrada, para en ella mostrar y dar todo, mi amor, misericordia, auxilio y defensa, —pues Yo soy vuestra cariñosa Madre— a ti, a todos vosotros los moradores de esta tierra y a los demás que me amen, me invoquen y en mí confíen; aquí oiré sus lamentos y aliviaré todas sus misericordias, penas y dolores.

Para realizar lo que mi clemencia pretende vete a México, al palacio del obispo, y le dirás que Yo te envío a manifestarle lo que mucho de-seo:

Que aquí en el llano me edifique un templo; le contarás detalladamente cuanto has visto y admirado y cuanto has oído. Ten por seguro que te lo agradeceré bien y te lo pagaré, porque te haré feliz y recompensaré el trabajo y empeño con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño; anda y pon todo tu esfuerzo.

Al punto se inclinó delante de Ella y le dijo:

—Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato, como humilde siervo tuyo; ahora me despido de ti.

Luego bajó para ir a hacer su encargo, y salió a la calzada que viene en línea recta a México.

Entrando en la ciudad, sin dilación se fue derecho al palacio del obispo, el que muy poco antes había venido y se llamaba don fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco.

Apenas llegó, trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle; y pasado un buen rato, vinieron a llamarle, que había mandado el obispo que entrara.

Cuando entró, se inclinó y arrodilló delante de él; en seguida le dio el recado de la Señora del Cielo; y también le dijo cuanto vio y oyó.

Después de escuchar toda su plática y su recado, pareció no darle crédito; y le respondió:

—Vuelve otra vez, hijo mío, y te oiré más despacio; examinaré tu asunto desde el principio y veré con qué intención has venido.

El salió y se fue triste, porque no había conseguido nada con su mensaje.

En el mismo día se volvió, yendo derecho a la cumbre del cerrillo y se encontró con la Señora del Cielo, que le estaba esperando, allí mismo donde la vio la vez primera.

Al verla, se postró delante de Ella y le dijo:

—Señora, la más pequeña de mis hijas, Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandato; aunque con dificultad entré donde está sentado el obispo; le vi y expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió benignamente y me oyó con atención; pero por lo que contestó me pareció que no me ha creído, porque me dijo: «Vuelve otra vez y te oiré más despacio, examinaré tu asunto desde el principio y veré con qué intención has venido». Comprendí muy bien que piensa es invención mía que Tú quieres que aquí te hagan un templo y que no es orden tuya; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido, respetado y estimado, le encargues que lleve tu amable aliento, tu amable palabra, para que le crean; porque yo soy un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y Tú, Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause tanta tristeza y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía.

Le respondió la Santísima Virgen:

—Oye, hijo mío; el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi aliento, mi palabra, y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismos vayas, ruegues, y que por tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo. Háblale en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad: que tiene que construir el templo que le pido. Y otra vez dile que Yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía.

Respondió Juan Diego:

—Señora mía, Reina, Niña mía, yo no quiero disgustarte; de muy buena gana iré a cumplir tu aliento, tu palabra; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad; pero quizás no seré escuchado con agrado; o si me escucha no me creerá. Mañana por la tarde, cuando se ponga el sol, vendré a traerte la respuesta que me dé el obispo a tu mensaje. Ya me despido de ti, hija mía, la más pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entre tanto.

Luego se fue él a descansar a su casa.

Al día siguiente, domingo, muy de madrugada, salió de su casa y se vino derecho a Tlatilolco, a oír Misa y asistir a la doctrina. Después, casi a las diez, cuando se acabó de pasar lista, y se dispersó la gente, en seguida se fue Juan Diego al palacio del obispo.

Apenas, llegó, insistió en verle; y aunque tuvo que esperar mucho, otra vez le vio; se arrodilló a sus pies; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora del Cielo; que ojalá que creyera su mensaje, y el deseo de la Inmaculada, de erigirle su templo donde manifestó que lo quería.

El obispo, para cerciorarse le preguntó muchas cosas, dónde la vio y cómo era; y él refirió todo perfectamente al obispo. Sin embargo, aunque explicó con precisión la figura de Ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se descubría ser Ella la siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, no le dio crédito y dijo que no solamente por su palabra y ruego se había de hacer lo que pedía; que además era muy necesaria alguna señal para que se le pudiera creer que le enviaba la misma Señora del Cielo.

Así que le oyó, dijo Juan Diego al obispo:

—Señor, dime cual ha de ser la señal que pides; que iré en seguida a pedírsela a la Señora del Cielo que me envió acá.

Viendo el obispo que ratificaba todo sin dudar, ni retractar nada, le despidió. Mandó inmediatamente a dos personas de su casa, en quienes podía confiar, que le fueran siguiendo y vigilando mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba. Así se hizo.

Juan Diego se fue derecho y caminó por la calzada; los que venían tras él, donde pasa la barranca, cerca del puente del Tepeyac, le perdieron; y aunque le buscaron por todas partes, en ninguna le vieron. Así es que regresaron, no solo cansados, sino también despechados porque no habían conseguido su intento.

Eso fueron a informar al obispo, inclinándole a que no le creyera: le dijeron que le engañaba; que inventaba lo que venía a decir, o que decía y pedía lo que únicamente había soñado; en resumen, que si otra vez volvía, le cogiese y castigase con dureza, para que nunca más mintiera y engañara.

Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del obispo; la que, oída por la Señora, le dijo: "

—Bien está, hijo mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y ya no dudará ni sospechará de ti; y sábete, hijo mío, que Yo te pagaré tu interés y el trabajo y cansancio que por Mí has tenido; ea, ahora vete; que mañana te espero aquí.

Al día siguiente, lunes, cuando debía llevar Juan Diego alguna señal para ser creído, ya no volvió. Porque cuando llegó a su casa, un tío suyo, llamado Juan Bernardino, se había puesto enfermo y estaba grave. Lo primero fue a llamar a un médico, quien le auxilió; pero ya era tarde, ya estaba muy grave. Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera y viniera a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle, y disponerle, porque estaba seguro que iba a morir, y que ya no se levantaría ni sanaría.

El martes, muy de madrugada, fue Juan Diego al convento de Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando iba llegando al camino que sube de la ladera al cerrillo del Tepeyac, hacia poniente, por donde tenía costumbre de pasar, dijo: «Si voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora y me detenga para que lleve la señal al obispo, según me anunció. Antes, que se acabe este problema, y llame yo de prisa al padre; mi pobre tío lo está esperando».

Dio vuelta al cerro y pasó al otro lado, hacia oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo. Pensó que por donde dio la vuelta, no podía verle la que está mirando a todas partes.

La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estaba mirando hacia donde él la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo:

—¿Qué hay, hijo mío, el más pequeño?, ¿a dónde vas?

Se quedó él confuso, avergonzado y asustado, e inclinándose delante de Ella la saludó diciéndole:

—Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido?, ¿sientes bien tu amado cuerpecito, Señora mía, Niña mía? Voy a darte un disgusto: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío; le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy corriendo a tu casita de México a llamar a uno de los amados de Nuestro Señor, nuestros sacerdotes, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos, venimos a aguardar él trabajo de nuestra muerte. Pero después que vaya, volveré otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje, Señora y Niña mía, perdóname; ten ahora paciencia; no te engaño, hija mía, la más pequeña; mañana vendré a toda prisa.

La piadosísima Virgen oyó sonriente a Juan Diego, y le respondió:

—Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que no es nada lo que te asusta y entristece; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad o angustia. ¿No estoy Yo aquí que soy tu Madre?, ¿no estás bajo mi sombra?, ¿no soy Yo tu salud?, ¿no estás en mi regazo? ¿Qué más necesitas? No te apene ni te inquiete nada; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: puedes estar seguro de que ya sanó.

Y entonces sanó su tío, según después se supo.

Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo, se consoló mucho y quedó contento. Le rogó que cuanto antes le enviara a ver al obispo, a llevarle alguna señal y prueba, para que le creyera.

La Señora del Cielo entonces le dijo:

—Sube, hijo mío, el más pequeño, a la cumbre del cerrillo; allí donde me viste y te hablé. Hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia.

Al punto subió Juan Diego al cerrillo: y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas y exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque era época de heladas. Estaban muy fragantes y llenas del rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas. En seguida empezó a cortarlas; las juntó todas y las echó en su regazo.

La cumbre del cerrillo no era lugar en que se dieran ningunas flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites; y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de diciembre, en que todo lo queman y echan a perder las heladas.

Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que cortó. La cual, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se la echó en el regazo, diciéndole:

—Hijo mío, el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo: dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo para cortar flores; y todo lo que viste y admiraste, para que puedas convencer al obispo que dé su ayuda, a fin que se construya el templo que he pedido.

Después que la Señora del Cielo le dio su encargo se puso en camino por la calzada que viene derecha a México, ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de las variadas y hermosas flores.

Al llegar al palacio del obispó, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían y los molestaba, pues era importuno; y, además, ya les habían informado sus compañeros que le perdieron de vista cuando habían ido siguiéndole. Largo rato estuvo esperando.

Cuando vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que llevaba en su regazo, se acercaron a él, para ver lo que traía.

Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía, y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió un poquito que eran flores; y al ver que todas eran diferentes rosas de Castilla, y que no era entonces el tiempo en que se dan, se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas.

Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; no tuvieron suerte, porque cuando iban a cogerlas, ya no veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o. tejidas o cosidas en la manta.

Fueron luego a decir al obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que por eso aguardaba, queriendo verle.

CONTINUARA...

 

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