El Señor fue enviado al mundo con dos
encargos: hacer de Maestro y de Redentor, que enseñase a los hombres y les
redimiese. Y Jesús cumplió las dos cosas hasta el final y las hizo perfectamente.
En la cena de la noche anterior, mientras hablaba con sus apóstoles, dijo a su
Padre: “Yo te he glorificado en la tierra llevando a cabo la obra que me
encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú junto a ti, con la gloria
que tenía a tu lado antes que el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los
que me has dado”. Y cuando iba a padecer, dijo a los suyos: “Mirad que subimos
a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los profetas escribieron del Hijo del
hombre”. Eso les dice: Subimos a Jerusalén y allí “todo se cumplirá”, se
cumplirá hasta la última letra que han escrito los profetas sobre Mí. Por eso,
palabras que casi al final dijo en la cruz, indican claramente que de verdad
estaba todo ya cumplido. Camino de Jerusalén había dicho “se cumplirá”, en
futuro, pero ahora ya podía decir: “se ha cumplido”, porque todo había pasado
ya. Todo, su encargo de enseñar a los hombres y su maravillosa obra de redención.
En la cruz se cumplió todo, para que los escogidos de Dios supieran que en la
cruz está “la fuerza y la sabiduría divinas”, y la perfección y plenitud de
todas las cosas. Lo que es enigma para el hombre, lo que es oscuro, lo que es
“escándalo para los judíos y locura para los gentiles” es omnipotencia para
Dios.
Todo está acabado, he bebido ya el cáliz de mi
Pasión, hasta el fondo, sin dejar ni una gota en él. Se han cumplido las
profecías y se ha iluminado todo, aclarándose en Mí todo el sentido de la
Escritura. He pagado ya la deuda que había por los pecadores, y les he comprado
por su justo precio la gloria. Ya se ha firmado la paz entre Dios y los
hombres. Terminó la pelea contra el pecado y el infierno, Yo he vencido.
Termina mi vida en esta tierra, y comienza el triunfo de mi gloria: “todo se ha
terminado”. Palabras misteriosas que
encierran todo lo
que Jesucristo realizó
para nuestra redención. Sólo sabe
bien su sentido el que dijo, porque sólo En las realizó. Esta fue la feliz y
alegre noticia que nos dio desde la cruz el que, por medio de ella, nos
conquistó ese premio. Debemos ponernos al pie de la cruz, para llegar a conocer
mejor la verdad de este misterio y este gran beneficio. En la presencia del
Señor, y ayudados de su gracia, ponderaremos
lo grande que fue
la deuda que Adán transmitió a sus hijos, al desobedecer a Dios. Por ser
nuestro padre, estaba obligado a pagar la deuda, pero ni él ni nosotros pudimos
pagar ni siquiera juntando todo nuestro capital. Cada día se añadían nuevas
deudas a las
anteriores aún sin pagar,
los hombres pecaban voluntariamente, y aumentaban la
deuda. Los hombres, perseguidos por la Justicia divina, no podían liberarse de
su obligación, asustados de oír solamente el nombre de justicia. ¡Qué espectáculo
más triste y desolador! Producía compasión ver al hombre pecador tan castigado,
deudor errante de su Señor. En cuanto moría, los demonios estaban preparados
para quitarle el alma y llevarla al infierno, y que pagase allí su deuda por
entero. Pero no era posible terminar de pagar, era necesario, por tanto, que
las penas fueran eternas. Pero el Señor es misericordioso, lleno de compasión,
bajó del cielo para saldar nuestra obligación, “a pagar lo que no había
robado”. Se puso en la cruz y, con el precio de su sangre, pagó nuestras
deudas. Compró las facturas de nuestras deudas y, con ellas, se convirtió en
nuestro Señor; y este Señor nos dejó ir libres, rompió los papeles de las
deudas y nos perdonó del todo. Además, quitó al demonio el derecho que tenía sobre
nosotros, “canceló la nota de cargo que había contra nosotros, la de las
prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la suprimió clavándola en la
cruz”. Y no quiso irse del mundo sin darnos antes la noticia, la buena noticia
de nuestra redención y libertad: “Todo se ha cumplido”. Ya he pagado vuestra
deuda, quedáis libres. Fue tan generosa su redención, pagó tan excesivamente
por nuestra deuda, que no sólo bastó para dejar saldada la deuda y librarnos
del infierno, sino que incluso nos consiguió la vida eterna, y aún sobró. La
Pasión del Señor mereció la gloria para todos, y lo que nuestros solitarios
sufrimientos no conseguían pagar, luego, juntos a los pies de Cristo, se hacen
también justo precio de nuestras propias deudas. Por eso dijo el Señor al
morir: Ya está pagado. Con estas palabras, el hombre, pobre como era, quedó
enriquecido con la misericordia de Dios; el que antes temblaba como deudor con
sólo oír la palabra justicia, ahora puede pedir a Dios, como Justo juez, “el
premio, como un atleta que ha competido según el reglamento”; puede presentarse
ante el tribunal de Dios y exigir con seguridad, porque las palabras de
Jesucristo avalan su petición: “Todo está pagado. Consummatum est”. El Señor
dio gratuitamente el perdón de los pecados, la fuerza para conseguir la vida
eterna, y le costó sangre, le costó la vida. Se firmaron para siempre las paces.
Los hombres con sus pecados desobedecían a Dios y no cumplían sus mandatos. Era
realmente una situación miserable porque, ¿cómo puede el hombre esconderse de
Dios y huir de El para evitar su justicia? Nadie podía hacerse amigo de Dios,
nadie tenía paz consigo mismo, ¿cómo iba a tenerla si estaba en guerra con
Dios? No había remedio ni consuelo para el hombre, ¿quién había que pudiera
hacer de mediador entre el Señor y los hombres y alcanzase de El el perdón? No
había nadie. Por otro lado, no se puede hacer la paz si no hay satisfacción de
los agravios hechos, y cumpliendo la palabra de no agraviar más al contrario.
Pero el hombre, solo, era tan pobre y tan débil, que no tenía poder para
satisfacer los agravios hechos ni fuerza para no volver a caer en nuevas
ofensas. Esta es la causa por la que no se podía hacer la paz entre Dios y el
hombre. Y la guerra, siendo Dios un enemigo tan poderoso, era siempre en
detrimento del hombre, y lo era tanto, que la pena inferida al vencido era la
muerte eterna. ¡Qué corazón tan piadoso tiene Dios! En esta situación tan
angustiosa, ayudó y salvó al hombre enviándole el Mediador que le faltaba.
Cristo Jesús fue el que convenía a los hombres, y el que convenía a Dios,
porque era hombre, y era Dios. En El, dice San Pablo, “decidió que
estuviese la plenitud
de la divinidad.
Por Él quiso
reconciliar consigo mismo todas las cosas, hizo las paces entre los
cielos y la tierra por medio de la sangre que derramó en la cruz”. Estaba el
“Príncipe de la paz” clavado en la cruz, y levantado en alto entre el cielo y
la tierra, asegurando las capitulaciones de paz para que fuera firme y segura y
eterna. No trataba con Dios este asunto como lo hacemos los hombres, que
hablamos con Dios sólo por fe, sino que Jesús hablaba con El viéndole cara a
cara, y toda la corte del cielo estaba presente a las estipulaciones de paz
entre su Rey y el Padre Eterno. Jesús ofrecía por parte de los hombres su
Sangre y su Vida, con eso pagaba sus deudas y satisfacía las injurias que
habían hecho a Dios; pedía la paz “con fuertes gritos y lágrimas”. Y Dios le
oyó, no sólo por el inmenso pago que ofrecía, sino por la humildad con que lo
pedía y por el amor que tenía el Padre a su Hijo. Así Dios accedió a
reconciliarse y hacer la paz con los hombres, y se obligó a mantener la paz y
amistad para siempre. Terminado
este acuerdo, el Señor
dijo: Ya está
pagado, ya está concluido, ya está hecha la paz.
Consummatum est. Al morir el Señor en la cruz, se hizo “autor y consumador de
nuestra fe”. En la cruz realizó las principales cosas en las que creemos, y dio
firmeza a las que esperamos; nos allanó el camino para alcanzar las cosas de
arriba, y nos animó a dejar por El estas cosas de abajo. En la cruz se
encuentran y se hacen realidad todas las promesas de Dios. “Todas las promesas
de Dios, en El son el sí”. Todas las promesas hechas por Dios han tenido en
Jesucristo el sí de su cumplimiento, todo se ha realizado en El; “por eso
decimos, gracias a El, Amén a la gloria de Dios”. La Ley no pudo “llevar
ninguna cosa a su debida perfección”, porque estaba llena de ceremonias
estériles y vacías, pero “el Señor, con sólo su sacrificio, terminó y
perfeccionó para siempre a los que iban a ser santos”, y a todas estas cosas se
refirió cuando dijo: “Todo está terminado”. Todo es ya perfecto, lo he cumplido
todo. He llevado hasta el
final lo que había dispuesto la eterna sabiduría, he
pagado lo que pedía su justicia, y todo ha sido hecho en favor del hombre,
porque Dios es piadoso y está lleno de misericordia. Ya se ha cumplido todo lo
que se prometió a los patriarcas, lo que anunciaron los profetas, ya están
claras y llenas de sentido todas las imágenes y todos los símbolos y figuras
que habían escrito sobre Mí. Todo está hecho. Ya os he enseñado todo para que
dejéis vuestra ignorancia, para que seáis fuertes y corrijáis vuestros errores.
Os he dado todo el remedio para curar vuestros males. No falta nada de lo que
necesitan los tibios para hacerse fervorosos y fuertes; para curar a los
enfermos y evitar las enfermedades a los sanos; nada falta para vuestro consuelo,
para que seáis santos y dejéis ya el pecado. He vencido al mundo, ahora podéis
ya triunfar sobre el demonio porque “todo está terminado”. Para conseguir que
estas palabras pudieran ser verdad, el Señor padeció con entereza muchos
dolores, estuvo más de tres horas colgado en la cruz, y sus enemigos le pedían
que bajase para demostrarles que era Hijo de Dios, y se burlaban de Él porque
no se bajaba, pero El perseveró en la cruz. ¿Cómo no se daban cuenta de que no
es de Dios empezar las cosas y no terminarlas? Había empezado nuestra
Redención, se había comprometido, aunque fuese necesario dar la vida, y la dio
entera. Acabó la vida y acabó la Redención, por las dos cosas dijo: “Todo ha
terminado”
Con lo que hizo, podemos aprender a no desistir ni volvernos atrás de nada que hayamos empezado, si era
para gloria de
Dios. Por muchas
dificultades que se presenten, por muchos inconvenientes que
nos pongan, no debemos nunca volvernos atrás, no sea que digan de nosotros
aquello de: “Este hombre empezó a edificar y no pudo terminar”. Ha sido
inútil todo su trabajo, porque la casa
está sin terminar. Perseveremos
con firmeza en la cruz, “corramos con fortaleza la prueba que se nos propone,
fijos los ojos en Jesús, el que inicia y perfecciona la fe, el que soportó la
cruz sin miedo a esa ignominia, y ahora está sentado a la derecha de Dios”. Con
mucha frecuencia, como nos aconseja San Pablo, debemos considerar el ejemplo de
nuestro Señor: “¡Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los
pecadores, para que no desfallezcáis perdidas vuestras fuerzas! Todavía no
habéis resistido hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado”.
Nos conviene luchar y hasta derramar sangre, morir por la justicia y ser fieles
“hasta la muerte si queremos conseguir la corona de la vida”. No debemos huir
de la cruz, sino perseverar en ella hasta que se cumpla del todo en nosotros la voluntad de Dios. Debemos
aprender de Jesús que perseveró hasta poder decir: “Todo está terminado”. Todas
las contrariedades y las penas terminan. Con el tiempo todo acaba. Dios quiere
que el dolor de los suyos termine pronto. Lo que al principio puede parecer
intolerable, si lo sufrimos un poco, volvemos la cabeza y ya está acabado. Y
luego, no nos falta nunca el consuelo del Salvador, Jesús sabe de sufrimientos
porque sufrió hasta morir, Él nos entiende y nos dice palabras que alivian y
tranquilizan: “Todo ha terminado”. La
Virgen María levantó
sus ojos de
prisa al oír
que su Hijo
decía: “Todo está terminado”, porque pensó que se le
acababa la vida. ¿Qué sentiría al advertir en la cara, ya amarillenta de Jesús,
los rasgos de la muerte? ¿Qué sentiría? Le vio con sus labios secos, la nariz
afilada, oscurecida aquella hermosa mirada de Jesús. Cayó su cabeza sobre el
pecho que respiraba fatigosamente. De golpe, a su Madre se le fueron los brazos
para sostenerle su cabeza; pero sólo pudo ser un gesto, sus brazos no llegaban.
Cayeron sus brazos, solos, sin poder abrazar a Jesús que moría, y no podía
morir con El. Así estaba el corazón de esta Madre, su propio cuerpo desfallecía
al ver agonizar el de su Hijo. Su alma, como perdida a sí misma, estaba tan
unida a la de su Hijo que moría de dolor con El.De pronto, le vio tomar
aliento, hinchó su fuerte pecho, y “dio un fuerte grito”. Aquel grito la hirió
en lo hondo del alma, y quedó estremecida. Escuchó atenta, y oyó las últimas
palabras de su Hijo: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”
“¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”
Poner una cosa en manos de otro es dejarle que
disponga a su voluntad y haga lo que quiera con lo que le damos. Si lo que
ponemos en manos de otro es algo muy querido y valioso y se lo confiamos, él,
por confiarle una cosa tan estimada, se sentirá obligado a cuidarla como si
fuese suya. Así solemos hablar con la gente: Dejo en tus manos este asunto. Mi vida
está en tus manos. Mi suerte
está en tus
manos. Creemos obligarles, al
decir eso, a que se preocupen de verdad de nosotros, ya que hemos puesto con
toda confianza algo muy importante a su cuidado. Y, realmente, si hay seriedad
al dar y recibir el encargo, los demás se cuidan de nosotros con todo su
interés. Eso suele ocurrir entre nosotros, que mentimos y hacemos las cosas
mal, y a veces a propósito. Mucho más razonable y sensato es que confiemos en
Dios, que pongamos en sus manos todas nuestras cosas y hasta a nosotros mismos,
porque “es santo en todas sus obras, y fiel, y verdadero en todas sus
palabras”. ¿Podéis decir si alguien que confió en El fue defraudado? ¿Quién se
acercó a El que no fuese atendido? ¿Quién ha fracasado por esperar en El? Todo
lo que tenemos es suyo, y nada de lo que ponemos en sus manos lo hemos dejado
antes de recibir de El. Por tanto, estamos como obligados a cumplir lo que San
Pedro nos dice: “¡Humillaos bajo
la poderosa mano de Dios!” Debemos
considerar y creer que es bueno todo lo que hace en nosotros, debemos obedecer
y amar lo que dispone sobre nosotros. Es más valiosa esta confianza en Dios
cuando estamos sufriendo una contrariedad, cuando nos ha quitado algo que
queríamos. En esos momentos, además de confiar en El, debemos considerar y
creer que es bueno todo lo que hace en nosotros, debemos obedecer y amar lo que
dispone sobre nosotros. Es más valiosa esta confianza en Dios cuando estamos
sufriendo una contrariedad, cuando nos ha quitado algo que queríamos. En esos
momentos, además de confiar en Él, debemos poner lo que nos queda también en
sus manos, para que disponga a su gusto. Con eso manifestamos que “es justo y
santo en todo lo que hace”, que, cuando nos aflige, nos ama. Es fiel a nuestro
amor y no miente. Nunca debemos huir de sus manos ni quitarle nada que le
hayamos dado. Y si la tribulación fuera tan grande que nos llevara hasta la muerte, aun entonces
debemos confiar en Él, esperar, y no
escondernos de su protectora mano. A veces parece que nos amenaza, pero no es
así, incluso si morimos es para darnos la Vida. Con esta confianza decía Job:
“Aunque me mate, esperaré en El”. Esto mismo nos enseñó el que es Maestro de
los hombres en la misma tortura de la cruz. Y no dejó de confiar y alabar a
Dios aun en medio de crueles tormentos. Ya antes de empezar su Pasión, nada más
entrar en el huerto, puso en manos de Dios su honra y su vida: “Padre, si es posible,
pase de Mí este cáliz; pero, si no puede ser, Padre mío, y debo beberlo, que no
se haga lo que Yo quiero, sino lo que quieres Tú. Una vez que supo con certeza
que su Padre quería que bebiese aquel cáliz de amargura, lo tomó con tanta
decisión y obediencia, que Pedro se lo quería impedir, y le reprendió Jesús:
“¿Es que no quieres que beba el cáliz que me dio mi Padre?” En una ocasión tan
angustiosa como ésta se puso el Señor totalmente en manos de su Padre, y veía
su muerte, y la vergüenza que sufriría, y el dolor. Y luego,
después de los terribles azotes, después de estar tres
horas clavado en la cruz, aún confía en su Padre que le estaba tratando con tan
rigurosa justicia, y entrega su espíritu y lo deja en sus manos. Llamó Padre a
Dios antes de sufrir y le siguió llamando Padre mientras sufría y
después, ya en el borde de la muerte: “Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu”. Sabía con seguridad que iba a resucitar al tercer día, que esta
victoria le era debida por sus méritos; sin embargo, no quiso tomarse la
justicia por su mano, sino que esperó a tomarla de la mano de Dios. Puso su
espíritu en las manos de Dios, su fiel depositario, y sabía que, en el plazo
señalado, a los tres días, había de volver a animar su cuerpo, ya glorioso e
inmortal. Y con esa confianza y seguridad le dijo: “Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu”. Las manos de Dios eran el lugar más seguro, en ellas
no podría nada la muerte: “El alma de los justos está en manos de Dios, y no
les dañará el tormento de la muerte”. Nos aseguró el Señor que las manos de
Dios eran el lugar donde depositar nuestra alma, así tranquilizó nuestra mayor
preocupación: ahora sabemos qué ha de ser del alma después de la muerte. A
todos los hombres les ha preocupado siempre saber qué ha de ser del alma
después de la muerte. Eso debe de ser lo que más angustia a los que están a
punto de morir, cuando el cuerpo parece que empuja al alma para que salga, y no
saben dónde ha de ir su alma. Los que tienen fe, aunque sea un poquito, saben
que, donde vaya, allí quedará para siempre. Y esta fe aún angustia más al alma
si falta la confianza en Dios. No
hay otra salida, solamente
Dios puede salvar al hombre. No puede hacer otra cosa sino
arrojarse en manos de Dios, confiar en su misericordia, poner su propio destino
y su suerte eterna en El, y decir: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Señala el Evangelio que Jesús dijo esas palabras con un fuerte grito. San Mateo
dice: “Jesús, entonces, dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu”. Y
San Marcos: “Jesús, entonces, dio un fuerte grito y murió”. Pero solamente San
Lucas repite lo que Jesús dijo al morir: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
No gritó sin motivo el Señor; con esa voz potente y fuerte mostró la confianza
y seguridad con que moría, el triunfo que conquistaba sobre sus enemigos. Aquel
grito fue el grito de un vencedor.
Demostró que era el Señor de la vida y de la
muerte, que moría por propia
misma escritura pondera su silencio: “Este es
mi siervo escogido, mi amado, en quien se complace mi alma; no se defenderá ni
gritará ni oirá nadie su voz”. Y en otro
sitio: “Como el cordero delante del que le trasquila, así estará, mudo y sin
abrir la boca”. Estuvo mudo delante de los que le acusaban, habló muy poco y
nunca para probar su inocencia, incluso dijo al Pontífice que le preguntaba:
“¿Por qué me preguntas a Mí? Pregunta a los que han oído lo que he dicho, ellos
lo saben”. No quiso responder en su defensa, solamente dijo lo necesario: que
era Hijo de Dios. En cambio, en la cruz habló siete veces, venciendo con gran esfuerzo
su dolor y su extenuación. Habló, y no para defenderse, sino para nuestro
provecho. Tres veces habló con Dios, y dos de estas veces lo hizo a gritos. En las otras
cuatro ocasiones se dirigió a los
hombres: la primera fue con el ladrón
crucificado, para perdonarle y darle la vida eterna;
la segunda vez, con su Madre y su discípulo Juan; la tercera vez fue
para decir a los circunstantes que tenía sed, que se iba de este mundo y la sinagoga no le había calmado su sed de
amor, y tuvo que beber el único fruto de aquella viña: vinagre; la otra vez se
dirigió a la nueva Iglesia, dándole la buena noticia de que todo estaba terminado,
y había conseguido su salvación. Fijaos en que de las tres veces que habló con
Dios, una fue la primera, otra la última, y la otra en medio: es un ejemplo de
cómo debemos recurrir a Dios en toda ocasión, El ha de ser el principio y el
fin de nuestras acciones y durante ellas debemos tener también a Dios presente.
Dos veces habló a gritos con su Padre Dios, fue para demostrarle cómo tenía el
alma encendida de amor, que le hacía gritar desde la cruz. Gritó para que
quedáramos seguros de que su oración y su sacrificio habían sido oídos de Dios.
A Dios no le hace falta que le hablen a voces, oye el más silencioso deseo del
alma. Fue eso lo que le hizo gritar, la fuerza incontenible de su amor, y el
deseo de que le oyéramos nosotros. “Yo sé que Dios siempre me oye”, dijo; pero
para que nosotros también lo supiésemos quiso decir a voces su oración a Dios.
Lo dijo también San Pablo: “en los días de su vida dirigió ruegos y súplicas
con gran clamor y lágrimas al que podía salvarle, y fue escuchado por su actitud
reverente, y por ser su Hijo”. Y le pedía que su alma no fuera abandonada en el
sheol, ni dejara que su cuerpo llegara a corromperse. Y sucedió lo que pedía,
lo que estaba ya anunciado simbólicamente en Jonás, que al tercer día fue
arrojado de aquel enorme pez que le tragó. Por eso, aun estando a punto de ser
tragado por la muerte, dejó su alma en las manos de Dios, seguro de que
volvería a su cuerpo al tercer día, y gritó: “¡Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu! “Nada más decir esto, Jesús, “nuestra gloria”, y
por quien todos “levantamos la cabeza”, “inclinó la suya y entregó su
espíritu”. Con todo lo que había padecido desde la noche antes, sin descanso,
sin comer ni dormir, desangrado, aun así resistió más de tres horas en la cruz;
El mismo había dicho: “Tengo poder para dejar mi alma y para tomarla, y nadie
me la puede quitar por la fuerza, sino que Yo la dejaré cuando quiera”. A pesar
de que sus enemigos “intentaban quitarle la vida”, nadie se la quitó hasta que Él
quiso, hasta que se cumplieron las Escrituras. Entregó su alma cuando quiso,
cuando dijo: “todo está terminado” y dio el grito encomendándose a su Padre
Dios. Murió en pie, como un valiente. Quedó su cuerpo colgado en la cruz,
muerto, pero unido siempre con la persona del Hijo de Dios. La cruz sostenía
aquel cuerpo sagrado, que representaba para Dios el precio de nuestra
salvación. Para los hombres, además es el consuelo de nuestros.
sufrimientos, el ejemplo para nuestra vida, el
capitán de nuestra lucha contra el mal, el guía de nuestro caminar, nuestra esperanza,
nuestro amor, la imagen de los
elegidos. Es también Jesús muerto en la cruz, el terror de los demonios, el
vencedor de la muerte y del pecado, el Santo. Desde la cruz nos enseña, nos
reprende, nos anima, nos quiere, como si, después de muerto, aún hablara: “Aun
muerto, todavía habla”.
Después de la muerte del Salvador.
Todas las cosas lloraron la muerte de su Señor.
Ocurrieron a su muerte tantos portentos
y maravillosos prodigios que quedaba bien clara la fuerza que hasta después de
muerto quiso tener escondida. Aquellos brazos estirados violentamente y
clavados en la cruz
escondían el Poder de Dios. Aquella oscuridad que duraba desde
el mediodía, desapareció al morir el Señor, y el día se quedó de nuevo claro.
El sol descubría otra vez, patente y alto, el maravilloso cuerpo de Jesús,
muerto. Por su muerte “amaneció una nueva luz a los que vivían en las sombras y
en la tenebrosa región de la muerte”. Volvió la luz sobre la tierra y, una vez
muerto el Señor, “tembló la tierra y las rocas se rajaron”. “El velo del
Santuario se rasgó en dos, de arriba abajo”. “Y toda la gente que había acudido
a este espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho”.
De este modo, todos lloraron la muerte del Señor. Donde primeramente hizo efecto
visible la muerte del Señor fue en el Santuario, celebrado por su magnitud y
riqueza en todo el mundo, y por su santidad. El Templo era la casa que Dios
había escogido para vivir entre los hombres y oír sus oraciones. Pero allí: “el
velo se rasgó de arriba abajo” al morir el Señor. En el Templo había un lugar
que se llamaba santo y otro más escondido que se llamaba el santo de los
santos. El atrio del lugar santo se dividía con un velo que colgaba de arriba
abajo; y, con un segundo velo, se separaba el lugar santo del santo de los santos.
En el lugar santo estaba la mesa de los panes llamados de la proposición, el
altar de los sacrificios y el candelabro de los siete brazos. En el santo de
los santos estaba el incensario de oro, y el arca del testamento, toda cubierta
también de oro; en el arca había una urna de oro conteniendo maná con el que
había Dios alimentado a los judíos en el desierto, y también la vara de Aarón,
la que floreció ante Dios como señal de elección divina. Por último, en el arca
se conservaban las tablas de la Ley que recibió Moisés de parte de Dios. Sobre
el arca, dos querubines de oro que se miraban y cubrían con sus alas la mesa de
los panes de la proposición. El Templo estaba construido de tal modo que por el
atrio se entraba al lugar santo, y del lugar santo se pasaba al santo de los
santos. El atrio era común para todos los creyentes; en el santo sólo podían
entrar los sacerdotes para ofrecer los sacrificios de cada día, pero en el
lugar de los santos únicamente entraba el sumo sacerdote, y una vez nada más al
año, la vez que entraba el sumo sacerdote ofrecía a Dios la sangre de una
víctima, derramándola, por sí mismo y por las culpas de todo el pueblo.
Entonces, cuando murió el Señor, dice el Evangelio, se rasgó de arriba abajo el
velo que separaba el lugar santo del santo de los santos. Esta fue la señal más
grande que ocurrió después de la muerte del Señor, mucho más misteriosa que el eclipse,
el temblor de tierra y el quebrarse de las piedras. Los judíos, incrédulos,
podían atribuir el terremoto, y el eclipse de sol a causas naturales, pero el
rasgarse del velo no era natural de ningún modo, sino una señal divina para
ellos. Con este gesto, Dios se retiró del santo de los santos; quitando el
velo, hizo saber que El ya no estaba y que nada había que guardar en lo
secreto: el Templo quedó vacío.
No hacían falta velos, no hacían falta
imágenes para hablar de la verdad: la Verdad estaba allí, a la vista de todos, desnudo.
Ya el santo de los santos se convirtió en un lugar cualquiera, porque el
verdadero santo de los santos estaba ahora en el Calvario, donde estaba también
la verdadera arca de la alianza, que encerraba todos los tesoros de Dios, la
verdadera Víctima de la propiciación divina. “En Cristo estaba Dios reconciliando
el mundo consigo mismo”. La vara de Aarón había sido sustituida por el árbol de
la cruz. Las tablas de la Ley habían sido superadas y perfeccionadas por el
mandamiento nuevo de Jesús: el amor. El maná quedaba ya sólo como un recuerdo,
el verdadero Maná era el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, verdadero alimento de
suavidad y fortaleza para los que peregrinan por el mundo. Todas aquellas
figuras habían sido sustituidas por la Luz y la Verdad. Estaban también
ocultas, escondidas, pero el Señor no se ocultaba, estaba puesto en alto,
desnudo y estirado en la cruz, para que muy despacio le miremos, y le volvamos
a mirar. Estando levantado de la tierra, como lo había dicho, con la fuerza de
su amor atrajo todas las cosas hacia sí mismo y, por eso, la sinagoga quedó vacía,
y su Templo como una casa desierta y sin dueño. El santo de los santos había
significado hasta entonces el reino de los cielos, que es el lugar, escondido a
los ojos de los hombres, donde vive Dios. Solamente podía entrar el Sumo
Sacerdote, y una sola vez al año, “de esta manera daba a entender el Espíritu
Santo que aún no estaba abierto el camino
de la gloria mientras subsistiera el tabernáculo antiguo”. “Pero se presentó
Cristo, como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a través de un tabernáculo
mayor y más perfecto, no fabricado por manos humanas, es decir, no de este
mundo. Y penetró en el santuario una vez para siempre, no con
sangre de machos
cabríos ni de novillos,
sino con su propia sangre, consiguiendo la redención eterna”.
Por esta razón se rompió el velo del Templo, mostrando así que ya
quedaba abierto el camino del cielo. Todas estas señales fueron de gran consuelo y
alegría para los que creían en Jesús crucificado; sin embargo, para los
incrédulos judíos fue una señal que les llenó de temor y espanto. No sería de
extrañar que, aun así, muchos no creyeran. Otros sí, otros vieron en ese signo
la ira e indignación de Dios, advirtieron que su Templo, del que tanto se habían
enorgullecido, se había desgarrado
sus mismas vestiduras doliéndose de la muerte del
Redentor, y ellos también tuvieron por inútiles sus mismas vestiduras y se
arrepintieron de su anterior maldad. Mientras ocurría esto en el Templo, fuera
tembló la tierra sacudida por un terremoto, y las piedras se quebraron. La
misma tierra reconoció a su Creador, y se alegró al ver cómo triunfaba sobre
sus enemigos. “Cuando Tú, Señor, salías guiando tu pueblo y pasabas por el
desierto, la tierra se movió”. “Los montes saltaron como cabritos, y los
collados como si fueran corderitos. Ante Dios se movió la tierra”: estas cosas
ocurrieron cuando Yavé sacó a los israelitas de su esclavitud y ahogó a sus
enemigos los egipcios en el Mar Rojo. Si Dios hizo ese portento para su pueblo
elegido, que tantas veces le fue infiel, con más razón lo haría para honrar a
su querido Hijo, que siempre le había sido fiel. Hasta la tierra reconocía que
su Hacedor triunfaba del pecado, del infierno y de la muerte. Rescató a su pueblo
de la esclavitud del pecado, y “le iba guiando con su misericordia”,
sosteniéndole con su fortaleza por el desierto camino de la cruz, hasta
ponerle, ya libre, en la Tierra Prometida de los cielos. Hasta las duras rocas
se quebraron llorando la muerte del Salvador; condenaban así otra dureza, la de
la incredulidad de aquellos judíos. Las rocas se rompían, pero ellos seguían
inconmovibles sin reconocer ni llorar su pecado. El infierno se estremeció, la
muerte tembló al verse tan cerca de la vida, vencida y derrotada para siempre.
“La muerte fue devorada por la victoria. ¡Muerte!, ¿dónde está tu victoria?
¡Muerte!, ¿dónde está tu aguijón?” El Señor se burló de ella, cuando pensó
prenderle, ella quedó presa; la levantó a lo
alto de la cruz y la despeñó para siempre. La muerte murió absorbida por la
vida, así se cumplió lo profetizado: “¡Muerte! ¡Yo seré tu muerte! “Tembló el
infierno y todos sus demonios porque, como dice San Pablo: “El Salvador les
quitó de las manos la escritura de condenación que tenían contra los hombres, y
la clavó consigo en la cruz”, y borró lo escrito con su sangre. Quitó a los
demonios el poder que hasta entonces tenían sobre los hombres y los dejó
derrotados y confusos de su gran victoria. “Caiga, Señor, sobre ellos el temor
y el espanto ante el temor de tu brazo”. Vencidos los espíritus diabólicos,
pudo extenderse y dilatarse por toda la tierra el reino del Crucificado, y se
deshizo el reino del pecado y el poder de las tinieblas desapareció ante el
luminoso resplandor de la cruz. Se abría en los corazones de los hombres la fe
y la justicia y la santidad, empezaba a florecer una nueva era en el mundo.
Hasta los gentiles, que menos conocían a Dios, dieron testimonio de su fe en el Crucificado. Los
soldados que guardaban a los condenados, estaban cerca de la cruz, y
fueron los primeros
en manifestar públicamente su
fe. Gracias a
la sangre de Jesucristo, los que estaban lejos
llegaron a estar cerca. Ocurrió lo mismo que cuando nació: en aquella ocasión
recibió la adoración y la fe de unos gentiles que vinieron de Oriente, y ahora,
mientras los judíos seguían burlándose de Él, los gentiles le reconocieron como
Dios. Al ver el centurión lo sucedido glorificaba a Dios diciendo: “Verdaderamente
este hombre era justo”, “era Hijo de Dios”. “Y los que con él estaban guardando
a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba,
se llenaron de miedo y dijeron: Verdaderamente éste era Hijo de Dios”. También
alcanzó a los judíos el mérito de la Pasión del Señor. Dice San Lucas: “Y toda
la gente que había acudido a aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se
volvieron golpeándose el pecho”. Arrepentidos de su horrible delito, mudos y
con la cabeza baja, se marcharon de allí camino de la Ciudad.
Atravesaron su costado con una lanza.
A pesar de que “toda la gente que había acudido
a aquel
espectáculo se volvió
golpeándose el pecho”, los sacerdotes principales, todavía porfiados en su
obstinación, trataron de nuevo de injuriar el cuerpo muerto del Salvador, de la
misma manera que lo habían hecho mientras vivía, y, como siempre, ocultando su
maldad bajo el disfraz de la piedad y la religión. Había una ley en el
Deuteronomio que decía así: “Es maldito de Dios el que cuelga de la cruz, y de
ninguna manera debe contaminar la tierra que Dios, tu Señor, te ha dado en
posesión”, se mandaba en esta ley que el cuerpo muerto fuese sepultado el mismo
día. “Se sometió el Señor a esta maldición para que nosotros alcanzáramos la
bendición”. Los sacerdotes quisieron cumplir la Ley sepultándole aquel mismo
día. Además, había otra razón, y era que al día siguiente era sábado, un día
especialmente solemne, por ser sábado y primer día de Pascua, y ese día se
llamaba “sagrado”. “Como era el día de la preparación de la Pascua, para que no
quedasen los cuerpos en la cruz el sábado -porque aquel sábado era muy
solemne-, los judíos rogaron a Pilatos
que les quebrara las piernas y los retiraran”. Siendo este sábado tan solemne
no convenía que los cuerpos se quedaran colgados en la cruz
porque quitaba brillantez a la fiesta,
y se contaminaba la tierra con su presencia. La gente se distraía de la fiesta
hablando de los crucificados si seguían allí. Y como habían venido muchos a
Jerusalén, y cada uno hablaba según su parecer de la muerte de Jesús, a la que
habían acompañado señales tan prodigiosas, preferían los sacerdotes que no se
hablara. Comentaban cómo la gente se había vuelto del Gólgota compungida y
asustada, decían que los soldados habían creído en El cómo Hijo de Dios, y eso
hacía enfurecer a los sacerdotes y escribas, que querían que se olvidara hasta
el nombre de Jesús. Hubieran querido sepultar su recuerdo junto con el cuerpo,
y que nadie se acordase ya de Él. Por estas
razones, pidieron que se le sepultara aun antes de que ellos pensaran que
estuviera muerto, y así, so capa de santidad, dijeron a Pilatos que por respeto
a la fiesta mandara retirar los muertos. Los romanos dejaban morir a los
ajusticiados en la cruz y, muertos, seguían allí para pasto de las aves de
rapiña. Pero a los judíos se lo prohibía la ley; y mandó Pilatos que fueran a
quebrarles las piernas para abreviarles la vida. No era tampoco desusado este
nuevo tormento en la costumbre romana, a veces lo aplicaban, rompiendo a golpes
de maza los muslos y las piernas de los crucificados. No hicieron
distinción los sacerdotes
al pedir eso
entre Jesús y
los otros dos condenados, para todos pidieron lo
mismo; seguían en su misma idea de considerar al Señor como un malhechor, como
alguien igual o peor que los ladrones que sufrieron con El.
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