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jueves, 13 de enero de 2022

LA LENGUA. Sus pecados y excesos.

 

Nota importante sobre la cita de la foto.  La cita correcta de las Sagradas Escrituras, es la siguiente: “Si alguno se cree piadoso y no refrena su lengua, sino que engaña su corazón, vana es su piedad” (traducción de los setenta)

No hay tema de actualidad como el que enunciamos en este artículo, tema de meditación y de soluciones practicas que nos hagan ganar esta batalla de todos los días porque si nos descuidamos podemos perder la gracia misma que nos une a Dios en la vida espiritual y, en consecuencia, la vida eterna.

Nada mejor para empezar este articulo que las palabras del Apóstol Santiago sobre el tema: “Si los caballos, para que nos obedezcan ponemos frenos en la boca, manejamos también todo su cuerpo. Ved igualmente como, con un pequeñísimo timón, las naves, tan grandes e impelidas de vientos impetuosos, son dirigidas a voluntad del piloto. Así también la lengua es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas. Mirad cuan pequeño es el fuego es el fuego que incendia un bosque tan grande. También la lengua es fuego: es el mundo de la iniquidad. Puesta en medio de nuestros miembros, la lengua es la que contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la vida, siendo ella a su vez inflamada por el infierno. Todo género de fieras, aves, de reptiles y de animales marinos se doma y se amansa por el genero humano, pero no hay hombre que peda domar la lengua: incontenible azote, llena esta de veneno mortífero. Con elle bendecimos al Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres, hechos a semejanza de Dios. De una misma boca salen bendición y maldición.” 

San Basilio comentando aquellas palabras: “El mundo de la iniquidad” nos dice: “La lengua encierra todos los males, enciende el fuego de las pasiones, destruye lo bueno, es un instrumento del infierno.”

Y san Agustín nos dice: “El hombre doma las fieras y no doma su lengua de manera que sería inútil pretender frenarla por propio esfuerzo. El remedio esta en entregarse a la moción del Espíritu Santo. Entonces cuando nos inspire el amor en vez del egoísmo, podremos hablar cuanto queramos oportuna e importunamente. Entonces será la misma lengua el mejor instrumento de los mayores bienes”.

Por eso el mismo Apóstol agrega: “Es varón justo aquel que no comete faltas en sus conversaciones”. Hay personas que no logran salir del atolladero en que se encuentran y se extrañan de no hacer ningún progreso en la virtud al cabo de mucho tiempo, las cuales hallarían en estas máximas de los Libros Santos la explicación de su inmovilidad en la vida espiritual. “Cuando un ejército ha sido arrojado de sus posiciones —dice Alvarez de Paz—, y se repliega ante la superioridad del enemigo, intenta de inmediato rehacerse al abrigo de una plaza fuerte, y desde allí se lanza a la reconquista del terreno perdido. Pues bien, la lengua es esa plaza fuerte, y si el hombre espiritual deja en pie esa fortaleza, si no desaloja de ella al enemigo, de nada le servirán sus anteriores esfuerzos y cuidados; nunca podrá obtener completa victoria” (1).

Si yo pregunto a cada uno de mis piadosos lectores a qué grado llega su deseo de perfección, no habrá uno solo que no manifieste su firme voluntad de hacerse perfecto, ni uno tampoco que no se lamente de vegetar siempre en simples deseos y que no sienta la impresión de un obstáculo que se interpone entre él y el objeto a que aspira. Conviene, pues, averiguar si ese obstáculo no será el que acaba de señalar el venerable escritor citado: una lengua inmortificada, a la que no se pone traba alguna y que, por lo mismo, produce enorme estrago en nuestra vida espiritual.

Por lo tanto, servirá de medio eficaz para adquirir la perfección toda la ciencia y trabajo que se dirija a gobernar la lengua. Pero no esperen hallar en el presente estudio profundas especulaciones filosóficas sobre los defectos de la lengua y menos todavía una serie de descripciones más o menos satíricas que sirvan sólo para provocar hilaridad y risa. Mi propósito es más elevado: deseo a todo trance contribuir al bien de las almas. Por eso, dejando a un lado toda preocupación literaria, me propongo simplemente señalar a las personas piadosas las diversas formas que pueden revestir los pecados de la lengua. Tomo la resolución de no retroceder ante los dictados de la conciencia, y sin presumir de moralista consumado expresaré en cada caso la calificación que merece tal o cual falta de que alguien absuelva, quizá, con demasiada facilidad o condene con extrema severidad.

* * *

¿Quién ignora aquella frase que un fabulista antiguo aplicaba a la lengua, diciendo de ella que “era lo mejor y lo peor de todo”? Hay medallas cuyas dos caras en nada se parecen. Algo análogo podría decirse de la lengua. Examinemos primeramente su parte ventajosa y laudable.

¡Qué misterioso el poder de la palabra! Agítase un pensamiento en las profundidades de nuestra alma, pensamiento que nunca llegaremos a conocer, que permanecerá allí sepultado eternamente, salvo que sea abierto el libro sellado ante nuestros ojos. Muévanse de repente los labios, hieren el aire, articulan un sonido, y he aquí el pensamiento ajeno que se nos revela y lo hacemos propio. Una simple palabra ha producido semejante fenómeno extraño, incomprensible, totalmente espiritual: la revelación de un alma.

Y cuando la palabra se pone al servicio de una inteligencia recta y de un corazón generoso obra maravillas sin cuento; su poder se nos revela entonces prodigioso sobremanera. Yo la percibo iluminando a las almas con los resplandores de la verdad. Y ¡qué grande y cuán bella aparece la palabra en boca del apóstol, del misionero o el catequista! Paréceme entonces palabra divina, el mismo Verbo de Dios hablando a los hombres.

Gráficamente ha dicho de las palabras un escritor contemporáneo, que son a manera de pintores o artistas del pensamiento. Es verdad, pero se debe advertir que las imágenes creadas por artistas incomparables, en sus producciones, nada tienen de la rigidez, inmovilidad y falta de expresión de las que los pintores vulgares reproducen en el lienzo, sino que están plenas de actividad y movimiento, con poder bastante para calmar igual que para perturbar a las almas.

Pasamos al lado de una persona que se siente agobiada por el peso de enorme desgracia: le estrechamos la mano y le dirigimos una palabra de consuelo que hemos rebuscado en lo más hondo de nuestro corazón. Brota en seguida en esta pobre alma un rayo de esperanza, de aliento consolador; siente ya más leve el peso de la desgracia por nosotros compartida.

Detengámonos ante otra alma que está próxima a naufragar ante los embates del huracán de la desesperación: ha perdido ya el timón y cierra los ojos para no ver el precipicio que a sus pies se divisa. Un hombre fuerte, de voluntad recta, acierta a pasar por allí, le da el grito de alarma, le habla de Dios, del juicio, de la eternidad; la pobre alma desalentada, reacciona en el acto, sobreponiéndose a sí misma; parécele sentir y que se comunica a su ser algo de aquella voluntad enérgica, y abriendo el corazón a la esperanza reanuda la lucha con nuevo ardor y empeño. Tan sólo una palabra ha obrado ese prodigio que se llama la salvación de un alma. Es cuando la lengua obra grandes bienes.

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La medalla es en su reverso totalmente distinta: los estragos que la palabra es capaz de producir cuando se la pone al servicio del error o de una mala causa. ¿Puede haber nada más detestable que la palabra de un Arrio, de un Lutero, de un Calvino? ¡Cuántos disturbios y catástrofes no se hubiesen evitado a la humanidad si aquellos hombres no hubiesen empleado tan mal el don de la palabra! ¿Con qué nombre debe calificarse también la palabra que en las reuniones públicas y en los modernos areópagos ridiculiza y menosprecia lo más respetable y sagrado, haciendo alarde de la impiedad más abominable? ¡Y cómo abusa de la palabra el profesor prácticamente impío que, hablando con ironía de todo lo relacionado con la Religión y sus ministros, va arrancando lentamente y pieza por pieza la fe cristiana del corazón y la inteligencia de sus jóvenes discípulos!

Muy laudable es, sin duda, nuestra acerba indignación contra los estragos causados por la palabra malévola; pero ¿no los fomentamos también nosotros de alguna manera? Al efectuar el examen de conciencia por la noche, recogido en la soledad de la alcoba delante del crucifijo, piense cada cual, y ponga en la balanza el bien que durante el día hubiere hecho con la lengua y el daño causado por la misma, y el resultado será, probablemente, muy desfavorable. Repítase este examen durante una semana, dos, un mes, etc., colocando en un lado los fracasos y en el otro los éxitos: muy de admirar sería que se equilibrasen los dos lados de la balanza. Esta sencilla operación aritmética no será, ciertamente, motivo de vanidad para nadie; más, en cambio, dará luces y nos demostrará que la lengua, como se ha dicho, es el enemigo más grande de nuestro progreso en la perfección cristiana.

* * *

Para finalizar este capítulo presentaré al piadoso lector las ultimas palabras del Apóstol Santiago sobre este tema:

“¿Por ventura una fuente, por un mismo caño, hecha agua dulce y amarga? ¿Por ventura puede la higuera producir uvas o la vid higos? De igual modo, la fuente salada no puede hacer el agua dulce. ¿Quién es entre vosotros sabio e instruido? Muestre por la buena conversación sus obras en mansedumbre de sabiduría. Pero, si tenéis celo amargo y reinaren contiendas en vuestros corazones, no os gloriéis, ni seáis falsos contra la verdad; porque esta sabiduría no es la que desciende de arriba, sino terrena, animal, diabólica...”

La experiencia personal de los piadosos lectores estará, seguramente, de perfecto acuerdo con la precedente descripción, que procuraré desenvolver en el presente estudio.

CONSEJOS GENERALES

No me propongo en este trabajo hacer solamente una descripción o un análisis de los defectos de la lengua, sino también la corrección y el remedio; y como existen ciertos consejos generales que convienen a cada uno de esos defectos de la lengua, conviene también hacer a cada uno la aplicación respectiva. Repetir los mismos consejos y prescripciones casi en cada página del libro causaría fastidio a los lectores. Para salvar estos inconvenientes adelantaré algunas consideraciones generales que considero habrán de ser provechosas.

Por ejemplo: en un salón conversan animadamente dos personas. Una de ellas deja deslizarse la lengua, sin pensar para nada que está Dios presente. La otra, por el contrario, se siente en presencia de un Dios que la ve y la oye. Es muy de temer que la conversación de la primera constituya en su totalidad una sucesión de faltas, mientras que la segunda habrá sabido gobernar su lengua de manera que no se le haya deslizado falta alguna advertida. Todo esto que acabo de afirmar es comprobado por la experiencia diaria. Sólo el pensamiento: “Dios me ve y me oye”, es suficiente para detener en nuestros labios una maledicencia, una mentira, una broma de mal gusto. Tan pronto como nos olvidamos de la presencia de Dios somos víctimas de la pasión, que hace a nuestra lengua capaz de las peores necedades, igual que de los más peligrosos desvaríos.

No hay exageración en afirmar que los santos son los hombres del mundo, cuya conversación es la más razonable, la más sensata, y, al mismo tiempo, la más agradable, lo cual resulta fácil comprender: sabiendo que Dios los mira, no quieren ver las cosas sino bajo el aspecto en que Dios mismo las aprecia; pasan por el filtro todo pensamiento apasionado que los agite, y si encuentran que no es del agrado de Dios lo ahogan en su corazón antes de que pueda brotar en los labios. Por eso no hallaremos nunca en su conversación una palabra que constituya eco de una pasión reprobable, que hiera al decoro, a la verdad o a la caridad.

continuara...

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