PAPAS MODERNISTAS
Es un hecho de experiencia diaria
que, cuando los esposos no quieren someterse más a la enseñanza de la Iglesia,
la familia se corrompe. Lo mismo sucede cuando la autoridad del jefe de familia
no se ejerce más sobre su esposa y sus hijos, como en el caso de las sociedades
socialistas. En cambio, la tiranía conduce a la poligamia y a todos los males
que derivan de ella. Se pueden aplicar los mismos principios a la sociedad
civil. El supuesto “contrato social”, la separación de la Iglesia y del Estado,
el “derecho nuevo”, como lo designa el Papa León XIII en su encíclica “Immortale Dei” han arruinado las
sociedades que viven entre la anarquía y la tiranía sin reencontrar su
equilibrio normal. Si la Iglesia se deja alcanzar parcialmente también por
estos males, es decir, si los hombres pretenden reformar la constitución divina
de la Iglesia haciendo un llamado a la razón humana, a la ciencia humana, la
Iglesia sufrirá una crisis grave en su magisterio y en su ministerio.
Hay que desear vivamente, entonces,
que sean nuevamente honradas las enseñanzas de la Iglesia en lo que respecta a
la autoridad y a su ejercicio por las tres sociedades fundadas por Dios mismo.
El Papa León XIII nos legó documentos fundamentales en este campo: “Immortale Dei”, o la constitución
cristiana de los estados; “Satis
Cognitum”, o la constitución divina de la Iglesia. Ésta tiene una
importancia particular, pues no es más que el esquema preparado por el Concilio
Vaticano I sobre la Iglesia, el Papa y los Obispos. Para la sociedad familiar,
la encíclica del Papa Pío XI “Casti
Connubii” da en resumen toda la doctrina de la Iglesia. La
rebelión contra la autoridad que gobierna se llama desobediencia, empuja al
cisma, a la ruptura con la persona investida de la autoridad, y, en definitiva,
a la ruptura con Dios.
¿Hemos pensado en comparar a esta
rebelión que conduce al cisma con la rebelión de la razón contra la fe, de la
inteligencia humana contra la sabiduría y la misericordia de Dios, y entonces
contra la autoridad de Dios, desvelando su sabiduría y los designios que le
plugo realizar para manifestarla? Esta rebelión no es otra que la herejía.
Es muy instructivo, mientras vivimos
en una época generadora de una nueva herejía más grave que todas las
precedentes, preguntarnos cómo empezó esa rebelión en el padre de la herejía y
de la mentira. Preguntémosle al Doctor Angélico, y he aquí su respuesta: “El
Ángel ha deseado obtener su beatitud final por sus propias fuerzas en lo que
pertenece a Dios solo” (Iª parte, q. 63, a. 3). Santo Tomás
explica las dos hipótesis de esa voluntad perversa: buscar solamente su fin
natural, despreciando la beatitud sobrenatural que no podía obtener sino con la
gracia de Dios, o pretender adquirir esa beatitud sobrenatural apartándose del
socorro divino establecido por las disposiciones providenciales. En ambos casos
es la rebelión de la naturaleza contra la fe, o dicho de otra manera, el
rechazo del Verbo de Dios, única vía de la beatitud
sobrenatural. Instruidos con esta realidad, fácilmente podremos concluir
que el hombre cismático o hereje actúa exactamente como el primer cismático,
que fue Lucifer. La voluntad humana se levanta contra la voluntad de Dios. La
razón se opone a la autoridad de Dios, que revela los caminos de la salvación
por los cuales plugo a su sabiduría eterna hacernos caminar. Tal como los
hebreos en el desierto han opuesto a menudo su voluntad a la de Dios y han sido
severamente castigados, así muchos a quienes les llega la Buena Nueva o la
rechazan totalmente y permanecen prisioneros de sus falsas ideologías e
invenciones humanas, o no la aceptan sino parcialmente, rechazando una sumisión
humilde y total a la autoridad de Dios revelada por la única Iglesia que ha
instituido para transmitirnos su verdad y su gracia.
Todos esos que quieren llegar a la
salvación, a su felicidad final por sus propias fuerzas —y no por Nuestro Señor
Jesucristo, dado por su Iglesia Católica y Romana— todos los heresiarcas han
rechazado una u otra de las divinas invenciones de Jesucristo para salvarnos, y
generalmente han empezado por falsear los postulados fundamentales, las
realidades que están en el origen mismo de la redención. Uno de los
primeros hechos que condicionan toda la economía cristiana es el pecado
original. Si se puede, en la historia de la humanidad, encontrar razones de
concluir en un desorden original, sin embargo, es por la fe, la revelación que
ese pecado nos es conocido con sus consecuencias precisas y graves, pero
también con los inefables designios de Dios para su reparación, la Encarnación
del Verbo, la redención por su cruz, la justificación de los pecadores por el
bautismo y los sacramentos o su incorporación al Cuerpo Místico de Nuestro
Señor. Esto es lo que explica que la mayoría, si no la totalidad, de los
herejes hayan empezado por deformar la noción de pecado original o negar el
hecho, “de donde salen, dice San Pío X, los enemigos
de la religión para sembrar tantos y tan graves errores cuya fe de un tan
grande número se encuentra debilitada. Empiezan por negar la caída primitiva
del hombre y su decaimiento… es el edificio de la fe derribado de
arriba a abajo” (“Ad diem
illum”, 2 de febrero de 1904). El pecado que introduce el desorden
en la inteligencia y la voluntad del hombre hiere el orgullo de la razón que no
puede admitir su debilidad y su ignorancia y encuentra indigno de ella tener
que remitirse a la fe para conocer las verdades esenciales respecto a su
salvación eterna. Otra verdad que humilla la razón es la divinidad de
Nuestro Señor Jesucristo. ¡Cuántas soluciones, unas más sutiles que otras, y a
menudo contradictorias, han sido inventadas en el curso de los dos últimos siglos
por los protestantes, luego por los modernistas y hoy por los neomodernistas,
para evacuar la divinidad de Nuestro Señor!
El Padre de Grandmaison, en su obra
sobre Jesucristo, da un pantallazo histórico sorprendente sobre el pensamiento
de los paganos, de los judíos y de los musulmanes sobre la persona de
Jesucristo. Allí se encuentra ya en sustancia la doctrina de los anticristos
del renacimiento, luego de los protestantes liberales, de los librepensadores,
de los racionalistas de los siglos XIX y XX y, por fin, de Teilhard de Chardin
y de los neomodernistas contemporáneos. De Porfirio, con su obra “Contra
los cristianos”, del siglo XIII hasta nuestros negadores de los
milagros de Nuestro Señor o a los que niegan el Evangelio de la infancia, que
ponen en duda la maternidad virginal de María, es el mismo espíritu de rechazo
de lo sobrenatural y de la fe en la autoridad de Dios revelando las obras de su
sabiduría eterna. Se puede decir en verdad que, si la presentación del error y
las personas que lo presentan van cambiando en el curso de la historia, el
error permanece fundamentalmente el mismo. Y, sin embargo, estos pensadores y
escritores racionalistas tienden a presentar sus ideologías como una novedad
que para unos debe aniquilar a la Iglesia Católica, y para otros debe abrirle
caminos nuevos para la salvación del mundo. Ni para los judíos, ni para
los musulmanes, Jesucristo es Dios. Los judíos admiten que es un moralista
distinguido, los musulmanes dicen que es un apóstol o un profeta, pero nada más.
Lutero, Voltaire, Rousseau, se moldearán un Cristo a su manera, muy alejado del
Cristo verdadero. Pero sus sucesores serán los verdaderos precursores de la
herejía moderna. Vale la pena citar íntegramente la página siguiente, escrita
por el Padre de Grandmaison hace cuarenta años, pues lo que escribe esclarece
singularmente la crisis que sufre hoy la Iglesia:
“Las formas de descreimiento y de
irreligión que hemos encontrado en el interior del cristianismo se han modelado
hasta un cierto punto sobre movimientos científicos o literarios que parecerían
primero de otro orden, habiendo participado de la fuerza de expansión que hemos
comprobado para el humanismo y para la renovación científica que, empezando en
el siglo XVI, ¡¿¿¿alcanzó con Leibnitz en 1716 e Isaac Newton en 1727 su máximo
de??? sobre el gran público. El
libertinaje intelectual del siglo XVI y el deísmo del XVIII son, en gran parte,
solidarios con estos movimientos, como si toda novedad tendiese a estremecer
los espíritus y a hacerles cuestionar con inquietud sus creencias anteriores.
Esa ley se verifica una vez más en los orígenes y en éxito de la cristología
liberal y modernista. Están estrechamente vinculados a los destinos de las
hipótesis que Lessing, Herder y Goethe han aplicado a la historia considerada
por ellos como la de un desarrollo continuo, progresivo: «La educación divina
de la humanidad». ¿Estas visiones, generales y un poco vagas, tendían a
sustituir a la acción espontánea de las colectividades a las influencias
individuales, ¡¿¿¿la primera ??? ser un
órgano más apropiado a la naturaleza de la grande. Fuerza divina, inmanente,
impersonal, que mueve la humanidad hacia su fin…“Desde que se
admite que el progreso total del mundo —cuyo progreso religioso no es más que
uno de sus aspectos— se opera mediante avances fatales y constantemente
orientados en el mismo sentido, el terreno ganado no puede perderse y la
síntesis de hoy, traspasando toda necesidad y englobándolo todo parcialmente,
la de la vigilia, no se puede manifiestamente reconocer en Jesús, más que un
eslabón de una inmensa cadena. No se puede ver en su carrera, más que un paso,
todo lo considerable que se quiera, pero un paso al fin hacia la realización
final de «la idea», una «síntesis» que se convertirá en «tesis» a su vez para ser
contradicha por una «antítesis» y por fin traspasada. Si los hechos no parecen
estar de acuerdo con sus causas filosóficas, ese puro hegeliano echará la culpa
a los hechos, y toda explicación será buena para hacer entrar al Maestro de
Nazareth en la gran corriente panteísta, donde será finalmente nivelado. “Lo
esencial de estas visiones es común a todos los discípulos de Hegel, pero son
expuestas a veces en los escritores de la derecha hegeliana como una
moderación, un tono de respeto, una preocupación por poner el asunto sobre el
carácter divino de la evolución total y en particular sobre la incomparable
realización de la Idea que fue Jesús de Nazareth, que hacen ilusionar a muchos
cristianos” (“Jesucristo”, T. II, c. 3).
¿Cómo no pensar en Teilhard de Chardin
y en todos los cristianos que hoy se hacen ilusiones leyendo sus escritos
envenenados por ese racionalismo y ese panteísmo? Esta página ilustra
admirablemente la continuidad del error fundamental que consiste en querer
someter a la razón todos los datos de la fe. Las tendencias que comprobamos hoy
en los escritos de los teólogos en boga, netamente modernistas, toman ahí su
fuente, al de todas las herejías. Desgraciadamente estas tendencias se
manifiestan en los mismos catecismos modernos y esto es de una gravedad
excepcional. Que uno se atreva a desfigurar las verdades más esenciales de
la fe, o ponerlas en duda, es colocarse fuera de la fe católica al mismo título
que los que en el curso de la historia han actuado de la misma manera y se han
encontrado fuera de la verdadera Iglesia.
Qué irrisión escuchar o leer de parte
de los que creen en el progreso necesario y fatal de la humanidad, que los
hombres de nuestro tiempo y con más razón sus hijos son incapaces de entender
palabras como virginidad, ángeles, infierno, devoción, santidad, etc…
Digámoslo, el mundo de hoy no sería entonces apto para entender la fe católica,
¡aún la del Evangelio! ¡Qué confesión! Pero es más verosímil decir que los que
afirman estas cosas han perdido la fe y que se sienten desde ahora incapaces de
comunicarla: “nadie da lo que no tiene”. No debemos dudar en
proclamar a tiempo y a destiempo que hay una sola fe, un solo bautismo, que la
fe es un todo del cual no se puede negar ningún artículo sin encontrarse fuera
de la Iglesia y del camino de la salvación. Quien opone su razón a la
revelación transmitida por la Iglesia católica y romana, aun solamente sobre un
punto esencial como la presencia sustancial de Nuestro Señor en la Eucaristía,
o de la virginidad de la Virgen María, o de la existencia del pecado original
cometido por nuestros primeros padres que nos hace a todos culpables y nos
priva de la vida eterna, se separa de la Iglesia Católica y debe ser tratado
como hereje, es decir, excomulgado. (Estos puntos y otros tantos como la
existencia del diablo o del infierno son constantemente atacados por los nuevos
modernistas, es triste escuchar que tal o cual sacerdote no cree en la
presencia de satanás en el mundo moderno o que dude de la Virginidad de la Virgen
María, mas aun que la nieguen directamente)
El Papa León XIII afirma esta verdad
de una manera muy elocuente en la encíclica “Satis Cognitum”: es entonces necesario que de una manera
permanente subsista por mal parte de la misión constante e inmutable de enseñar
todo lo que el mismo Jesucristo enseña, por otra parte, la obligación constante
e inmutable de aceptar y profesar toda la doctrina así enseñada. Es lo que San
Cipriano expresa excelentemente en estos términos:
“Cuando Nuestro Señor Jesucristo en
su Evangelio declara que los que no están con Él son sus enemigos, no designa a
una herejía en particular, sino que denuncia como sus adversarios a todos los
que no están totalmente con Él y al no recoger con Él ponen la dispersión en el
rebaño: «Aquel que no está conmigo está contra mí, aquel que no recoge conmigo,
desparrama».
“Penetrada a fondo por estos
principios y preocupada por su deber, la Iglesia siempre ha tenido el mayor
interés y ha perseguido con su mayor esfuerzo el conservar la fe de la manera
más perfecta, la integridad de la fe. Por eso, ha mirado como rebeldes
declarados y ha expulsado lejos de ella a todos los que no pensaban como ella,
sobre cualquier punto de la doctrina. Los arrianos, los montanistas, los
novacianos, los quartodecimanos, los eutiquianos seguramente no habían
abandonado la doctrina católica toda entera, sino solamente tal o cual parte, y
sin embargo ¿quién no sabe que han sido declarados herejes y fueron rechazados
del seno de la Iglesia? Y un juicio semejante condenó a todos los culpables de
doctrinas erróneas que han aparecido luego en las diferentes épocas de la
historia. Nada podía ser más peligroso que estos herejes que, conservando en
todo el resto la integridad de la doctrina, por una sola palabra, como una gota de veneno,
corrompen la pureza y la sencillez de la fe que hemos recibido de la Tradición,
del Señor, luego de los apóstoles…“Tal ha sido siempre
la costumbre de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres,
los cuales han mirado siempre como excluidos de la comunión católica y fuera de
la Iglesia a quienquiera que se separase lo menos del mundo de la doctrina
enseñada por el magisterio auténtico” (Enseñanzas Pontificias,
Solesmes. “La Iglesia”, vol. I. 1, pág. 370). Ahora bien, es
desde ahora evidente que vivimos en una época en que el Magisterio de la
Iglesia, ante errores manifiestos, ante verdaderas herejías, ante desviaciones
morales escandalosas, no obra con el vigor y la precisión que hemos conocido
precedentemente. Basta con haber tomado conocimiento de los debates del Sínodo
(reunido en Roma en 1967) respecto a los peligros que corre la fe, para estar
desgraciadamente convencidos que un buen número de pastores no quieren condenar
más el error o la herejía. Lo han afirmado explícitamente. Está allí una de las
causas ciertas de la imprudencia con la cual los errores se propagan aún en y por la prensa católica. Hay ahí una actitud inexplicable y
contraria no solamente a toda la tradición de la Iglesia, sino al simple
sentido común: condenar el error es proclamar la verdad que a tal error se
opone, y es sobre todo impedirle difundirse y perder las almas. Es más que
evidente que el más elemental de los deberes es proteger a su rebaño de los
lobos que lo rodean y cazan al de los mercenarios que los abandonan, según las
enseñanzas del Buen Pastor por excelencia. Guardemos la integridad de nuestra fe
en las disposiciones de humildad y de sumisión hacia la autoridad divina que se
ha transmitido hasta nosotros inmutable a través de los siglos hasta nuestros
días. No nos dejemos seducir por los artificios de los racionalistas, sucesores
de los heresiarcas de todos los tiempos. Atémonos a los catecismos ciertamente
ortodoxos del Concilio de Trento, de San Pío X, del Cardenal Gasparri. Huyamos
de las novedades contrarias a la tradición de la Iglesia. (como la Pacha Mama promovida
por Francisco)
“Novitates
devita”, decía ya San Pablo.
“Los heresiarcas, dice Bossuet en su
discurso sobre la historia universal (IIª parte, c. 30) han podido
encandilar a los hombres por su elocuencia y bajo una apariencia de piedad,
removerlos por sus pasiones, comprometerlos por sus intereses, atraerlos por la
novedad y el libertinaje sea por el del espíritu, sea aún por el de los
sentidos; en una palabra, han podido fácilmente equivocarse o hacer equivocar a
los demás, pues no hay nada más humano, pero además de que no han podido ni
jactarse de haber hecho ningún milagro en público ni reducir su religión a
hechos positivos de los cuales sus secuaces fueran testigos, siempre hay un
hecho desgraciado para ellos, que nunca han podido ocultar: es el hecho de su
novedad”.
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