En la
obra “Las dos ciudades”, san Agustín de Hipona decía que:
“Dos amores fundaron dos ciudades, a saber: la ciudad terrena el amor de
sí hasta el desprecio de Dios, y la ciudad celeste el amor de Dios hasta el
desprecio de sí mismo”.
El estruendoso rugir de los motores y el chillido de las bocinas, nos
llevan a desconocer el silencio. Los gritos de hombres descontentos,
distorsionados por la desgastada arenga de los amplificadores eléctricos que se
entremezclan con los golpes de tambores, como danza tribal y desentonada, de
los constantes insatisfechos manifestantes que se movilizan con el lento paso
del ganado bovino sobre una ancha avenida.
Y en las noches, la estertórea música que resuena repetitivamente en los
parlantes de una cultura descartable, en los boliches, en los antros y bares de
vida nocturna, emite aquellos sonidos que producen un encantamiento en los
bajos instintos, esa hipnótica transformación de las mentes juveniles que caen
desprevenidamente en las actitudes más torpes a la vez que intentan homologar
lo que sus “próceres” de la subcultura imponen con la suyas. El bien no hace
ruido y el ruido no hace bien, decía un santo. Y los ruidos nos alejan del silencio
tan necesitado para el hombre que hoy y siempre ha buscado la Verdad.
Ya no contenta esta ciudad humana con sus estridencias sonoras, recurre
a los miles de luces y grandes pantallas mostrando todas sus ofertas. Las luces
de colores y los carteles cada vez más vistosos, son aquellos ruidos que a la
vista nos distrae. Las grandes cadenas cada vez más monopolizadas del cine, con
sus películas cada vez más vacías de contenido, pero a la vez más vistosas,
repletas hasta el hartazgo de efectos especiales, recordándome cada vez más a
las elucubraciones culturales en la distópica ¿o utópica? novela de Aldous
Huxley “Un mundo feliz” con el “cine sensible”. El concupiscente embelesamiento
que nos pone enfrente para vendernos el modo de vida que debemos aceptar, o sus
muchas manufacturas de las grandes fábricas o, cuando nos encontramos en épocas
electorales, nos distrae con el variopinto abanico multicolor del “márketing”
político. Ruido para la vista y para un verdadero pensamiento sobre qué
necesita realmente la polis de hoy.
Hasta la escasa vegetación que podemos encontrar en el centro de la
urbe, parece subyugarse sumisamente a un patrón humano que la ordena en la
ciudad y la dispone como piezas de ajedrez, manipulándola y la recortándola
como papirola según su beneplácito. Todo ha sido manejado, construido, plantado
milimétricamente por la mano del hombre, a tal grado que no podemos ver otra
mano en lo que nos rodea, que la del hombre.
La Ciudad del Hombre, “la Ciudad Terrena” que llamaba san Agustín, se
yergue soberbia, omnipotente, omnipresente, omnifuncional, como una aceitada
maquinaria dispuesta a seguir creciendo indeterminadamente frente al hombre que
vive inmerso en ella, absorbido por ella, impidiéndole por todos los medios
posibles poder contemplar más allá de sus paredes de cemento. La mano humana la
ha construido toda ladrillo por ladrillo, la Babilonia prostituta, la torre de
Babel, cuyo príncipe es el Príncipe de este Mundo, vuelve a erguirse para
decirle al hombre contemplador: “tú no podrás”.
La Ciudad Terrena busca siempre que los hombres estén inmersos en sus
ocupaciones, en sus diversiones, en lo posible, toda la vida, y así olvidar lo
profundo, lo importante y trascendental. Su aplanadora sensorial busca achatar
las perspectivas de la vida, mostrando que solo hay un horizonte: el terreno, y
así ocultar con sus variadas artimañas, que también hay un horizonte vertical,
si se me permite la paradoja.
Pero aún, al contemplador, al hombre que ama y que busca al Amor, que
desea vivir en la Ciudad Celeste, la Patria Celestial, cuando se le presenta el
combate frente la Ciudad Terrena, puede encontrar la gracia de cobijarse en el
candor de un sencillo San Ireneo de Arnoise interior, le queda ese vestigio que
todavía el conglomerado de cemento no le puede quitar. Aunque la urbe, con sus
fulgurantes luces ha podido tapar gran parte de las estrellas, aún quedan los
cielos para poder escalar al cenit y divisar el vestigio de Dios.
Y luego de estas reflexiones, a modo retórico, podría hacerme unas
preguntas, ¿serán estas cosas por las cuales las grandes ciudades se han
transformando en la acumulación legalista y legislativa de vicios y desórdenes
inimaginables antaño? ¿El alejamiento del hombre de Dios nos ha llevado a la
construcción de estas grandes ciudades o fueron las grandes ciudades que
alejaron también al hombre de la mirada trascendente?
Tal es el encierro del hombre entre las paredes de la gran ciudad, que
ha prodigado una considerable cantidad de lunáticos, esos lunáticos que G. K.
Chesterton describía como aquél que se había encerrado entre las cuatro paredes
de la caja de cartón de su pequeño universo, pintando el cielo y las estrellas
en el techo.
Y recuerdo que, con ciertos dejos de melancolía, recordaba el Papa León
XIII en “Inmortale Dei” que “hubo un tiempo en que la filosofía del
Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la
sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las
instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y
relaciones de la sociedad.”
Dentro de los defectos humanos, en aquellos tiempos, reinaba la armonía
que produce la vida de una profunda cosmovisión cristiana. La época dónde la
verdad era la Verdad, dónde el sentido común y la cordura reinaba en las leyes.
El contraste entre las dos ciudades es contundente. No pueden convivir juntas,
son inconciliables y siempre estarán en constante pugna.
Mariano Gabriel Pérez-Tinnirello, tomado del portal Noticias Congreso Nacional, 07-Nov-2018.
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