(3 de Septiembre, fiesta de San Pío X, Papa)
Su primera encíclica es del 4 de octubre de 1903;
en ella trataba las líneas fundamentales, sencillas y claras, de su
Pontificado: “Instaurare omnia in Christo”; el mismo programa de
la “plenitud de los tiempos”, el mismo e idéntico programa que él,
hombre de acción rígidamente rectilínea, había vivido y llevado a cabo en todos
los días como una gran batalla de fe y meta suprema de una continua afirmación,
de la cual no se había apartado ni un sólo momento.
Para los hombres de intereses humanos era una
palabra nueva, pero para Pío X tenía ya 20 siglos. Reconducir a la humanidad
bajo el imperio de Cristo. Una tarea grandiosa.
Mas antes de que esta promesa de restaurar todas
las cosas en Cristo floreciese en maravillosa primavera de alma, llegando hasta
los rincones más lejanos del mundo católico, dolores y amarguras inexpresables
iban a estrechar, como una inmensa corona de espinas, el corazón del Papa que
con firme intuición y gallardía de atleta se disponía a enfrentarse a problemas
y acontecimientos con los que nadie antes que él se había enfrentado y ni
siquiera había osado superar.
Y las amarguras y los dolores venían de lejos y de
cerca, del Ecuador, de México, de Rusia y Portugal, de Alemania, de España,
Francia y hasta de Italia, último baluarte del mundo latino.
Siendo Patriarca de Venecia, el 9 de agosto de 1879, en el XIX Congreso
Eucarístico, había proclamado fuerte con solemne elocuencia los soberanos
derechos de Cristo:
“Jesucristo es Rey y Rey supremo, y como Rey debe ser honrado. Su pensamiento debe estar en nuestras inteligencias; su moral en nuestras costumbres; su caridad en las instituciones; su justicia en las leyes; su acción en la historia; su culto en la religión; su vida en nuestra vida”.
Él sabía bien que la salvación de los individuos y de las naciones estaba únicamente en la práctica positiva de la doctrina del Maestro Divino: la doctrina que supera a todos los tiempos y domina a todas las edades.
Por consiguiente, la ciencia y la civilización, la
cultura y la política, el derecho y la moral, el estado y la familia, la
sociología y la escuela, la vida pública y la vida privada, en todas sus
múltiples manifestaciones, debían inspirarse no en las hábiles artes de una
diplomacia inteligente o en éxitos de la pequeñez humana, sino en las
enseñanzas inmutables del Evangelio, en la vida cristiana entendida en toda su
amplitud y en toda su profundidad: la vida que un día devolverá a Cristo su
Reino, el reino que está en el Sermón de la Montaña, y no en las transacciones
de aquí abajo.
Por eso, al anunciar Pío X su Pontificado al mundo,
escribía así:
Sabemos muy bien que chocaremos con
no pocos, que dirán que nos ocupamos necesariamente de política. Pero cualquier
juez imparcial de las cosas puede ver que el Sumo Pontífice, investido de Dios
del Supremo Magisterio, no puede en absoluto separar las cosas que pertenecen a
la fe y a las costumbres de las cosas de la política. Siendo, además, cabeza y
primer Magistrado de la sociedad de la Iglesia, es necesario que con los jefes
de las naciones y con las autoridades civiles tenga mutuas relaciones, si es
que quiere que en cualquier parte donde haya católicos se provea a su seguridad
y libertad, sin olvidar que, presididos por la fe, nuestro deber apostólico
también es el de confutar y rechazar los principios de la filosofía moderna y
del derecho civil, que hoy día están llevando el curso de las cosas humana allá
a donde no permiten las prescripciones de la Ley eterna. En este punto, nuestra
conducta, lejos de oponerse al progreso de la humanidad, no hará más que
impedir que se precipite a la ruina total.”
Eran graves estos presupuestos con los que el Papa, que había sido Párroco y Obispo, arrancaba su Pontificado, en una hora en la que entre tantos partidos en que estaban divididos los hombres, faltaba el mejor de los partidos: el “partido de Dios”. No ignoraba que el Pontífice que quería restaurar todas las cosas en Cristo no podía retroceder ante ningún obstáculo, ni dejarse impresionar por objeciones o críticas; no debía temer ante los desprecios o las incomprensiones, no tomar en cuenta las amenazas, ni actitudes discordantes, siquiera fueran de jefes de estado o de gobierno, sino dominando con la fortaleza de Dios todos los acontecimientos, incluso los más arduos, debía seguir adelante impertérrito hasta llegar a la meta, dispuesto a quebrantar con mano de hierro la audacia de cualquiera que intentase deformar la divina fisonomía de la Iglesia.
“La victoria será siempre de Dios –había dicho poco antes de su primera Encíclica-, y la derrota del hombre que se atreve a oponerse a Dios nunca estará más cercana que cuando en medio del entusiasmo del triunfo se levanta con mayor audacia.”
A los 68 años de edad, Pío X era todavía un hombre robusto, lleno de vigor y de vida, con una entera seguridad en la existencia de Dios y en la eterna juventud comunicada por Cristo a su Iglesia. No había frecuentado la escuela de diplomacia, pero tenía la diplomacia de la experiencia, poseía la ciencia de los hechos, porque había escrutado al mundo desde la cima de muchos observatorios y había dominado el horizonte que había ido ensanchándose cada vez más.
Conocía a fondo la diplomacia del Evangelio que
trastoca todas las viejas y las nuevas diplomacias del mundo: tenía fuerza de
carácter, un corazón firme y una voluntad que vibraba al rito profundo de una
segura precisión de juicio, con la fuerza de una fe viva, ardiente,
inconfundible.
Así, mirando serenamente hacia la frontera de la
eternidad, dirigiendo el alto pensamiento y la acción fecunda a la restauración
de todas las cosas en Cristo, con indomable firmeza empezó su Pontificado, que,
si bien en la complejidad de las vicisitudes durante sus 11 años sintió más de
una vez la amarga soledad de Getsemaní, también tuvo la luz refulgente que
brotó de las tinieblas del Calvario cuando Cristo, muriendo, destruía la
muerte, y, resucitando, renovaba la vida.
Girolamo Dal-Gal, “Pio X, el
Papa Santo”.
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