INTRODUCCIÓN
Jesús
estará en agonía hasta el fin del mundo: es preciso no dormirse durante todo
ese tiempo. (Pascal)
«En tus
manos pongo, lector amigo, otra obra de Sir Thomas More, escrita en latín
mientras estaba en la Torre, en el año del Señor de 1534, y que fue más
adelante traducida al inglés por una dama de la misma familia de More, Mary
Basset, hija de William Roper y de Margaret, su esposa, hija ésta a su vez del
mencionado Thomas More. Es obra que abunda en cosas buenas y está llena de lecciones
de auténtica piedad; la empezó siendo prisionero y no pudo terminarla, ya que
antes de que pudiera hacerlo (y precisamente al llegar al comentario de estas
palabras: Et iniecerunt manus in Iesum) fue desposeído de sus cosas, quedando
privado de sus libros, pluma, tinta y papel. Desde ese momento fue vigilado más
estrechamente y muy poco después fue decapitado. Espero en nuestro Buen Dios
que estas meditaciones ayuden mucho a la piedad que debe reinar en los días de
la pasión de nuestro divino salvador.
I. SOBRE LA TRISTEZA,
AFLICCIÓN, MIEDO Y ORACIÓN DE CRISTO ANTES DE SER
CAPTURADO
(MT 26, MC 14, LC 22, LO 18)
Oración y mortificación con Cristo «Y dicho el himno de acción de gracias, salieron hacia el
monte de los Olivos»'. Aunque había hablado de tantas cosas santas durante la
cena con sus Apóstoles, sin embargo, y a punto de marchar, quiso acabarla con
una acción de gracias. ¡Ah!, qué poco nos parecemos a Cristo, aunque llevemos
su nombre y nos llamemos cristianos. Nuestra conversación en las comidas no
sólo es tonta y superficial (incluso por esta negligencia advirtió Cristo que
deberemos rendir cuenta), sino que a menudo es también perniciosa, y una vez
llenos de comida y bebida dejamos la mesa sin acordarnos de Dios y sin darle
gracias por los bienes que nos ha otorgado. Un hombre sabio y piadoso, que fue
egregio investigador de los temas sagrados y arzobispo de Burgos*, da algunos argumentos
convincentes para mostrar que el himno que Cristo recitó con los Apóstoles
consistía en aquellos seis salmos que los hebreos llaman el «gran aleluya», es
decir, el salmo 112 y los cinco restantes. Es una costumbre antiquísima que han
seguido para dar gracias en la fiesta de Pascua y en otras fiestas importantes.
Incluso en nuestros días siguen usando este himno para las mismas fiestas. Por
lo que se refiere a los cristianos, aunque solíamos decir diferentes himnos de
bendición y acción de gracias según las épocas del año, cada uno apropiado a su
época, ahora hemos permitido que casi todos estén en desuso. Nos quedamos tan
contentos diciendo dos o tres palabrejas, cuales-quiera que sean, e incluso
ésas las susurramos descuidadamente y bostezando con indolencia.
Salieron
hacia el monte de los Olivos, y no a la cama. El profeta decía: «En mitad de la
noche me levanté para rendirte homenaje»2, pero Cristo ni siquiera se reclinó
sobre el lecho. Ojalá pudiéramos nosotros, por lo menos, aplicarnos con verdad
este otro texto: «Me acordé de ti cuando descansaba sobre mi cama». Y no era el
tiempo veraniego cuando Cristo, después de cenar, se dirigió hacia el monte.
Porque no debía ocurrir todo esto mucho más tarde del equinoccio de invierno, y
aquella noche hubo de ser fría, como muestra la circunstancia de que los
servidores se calentaban junto a las brasas en el patio del sumo pontífice. Ni
tampoco era ésta la primera vez que Cristo hacía tal cosa, como claramente
atestigua el evangelista al escribir secundum consuetudinem, «según su costumbre»4.
Subió a una montaña para rezar, significando así que, al disponernos a hacer
oración, hemos de elevar nuestras mentes del tumulto de las cosas temporales
hacia la contemplación de las divinas. El mismo monte de los Olivos tampoco
carece de misterio, plantado como estaba con olivos.
La rama
de olivo era generalmente empleada como símbolo de paz, aquella que Cristo vino
a establecer de nuevo entre Dios y el hombre después de tan larga separación.
El aceite que se extrae del olivo representa la unción del Espíritu: Cristo
vino y volvió a su Padre con el propósito de enviar el Espíritu Santo sobre los
discípulos, de tal modo que su unción pudiera enseñarles todo aquello que no
hubieran podido sobrellevar si se lo hubiera dicho antes.
«Marchó
a la otra parte del torrente Cedrón, a un huerto llamado Getsemaní». Corre el
Cedrón entre la ciudad de Jerusalén y el monte de los Olivos, y el vocablo
«Cedrón» significa en lengua hebrea «tristeza», mientras que «Getsemaní» quiere
decir «valle muy fértil» y también «valle de olivos». No se ha de pensar que es
simple casualidad el hecho de que los evangelios recordaran con tanto cuidado
estos nombres. De lo contrario, hubieran considerado suficiente indicar que fue
al monte de los Olivos, a no ser que Dios hubiera escondido bajo estos nombres
algunos misteriosos significados
que
hombres estudiosos, con la ayuda del Espíritu Santo, intentarían descubrir, por
el simple hecho de ser mencionados. Dado que ni una sílaba puede considerarse
vana o superflua en un escrito inspirado por el Espíritu Santo mientras los
Apóstoles escribían, y dado el hecho de que ni siquiera un pájaro cae a tierra
fuera del orden querido por Dios, me es imposible pensar que los evangelistas mencionaran
estos nombres de manera fortuita, o bien que los judíos los asignaran a lugares
(cualquiera que fuese su intención al hacerlo) sin un plan escondido del
Espíritu Santo, que guardó en tales nombres un depósito de misterios para que
fueran desenterrados más adelante.
«Cedrón»
significa tanto «tristeza» como «negrura u oscuridad», y da nombre no sólo al
torrente mencionado por los evangelistas, sino también -como consta con
claridad- al valle por el que corre el torrente y que separa a Getsemaní de la
ciudad. Así, todos estos nombres evocan a la memoria (a no ser que nos lo
impida ver nuestra somnolencia) la realidad de que mientras estamos distantes
del Señor, como dice el Apóstol, y antes de llegar al monte fructífero de los
Olivos y a la agradable finca de Getsemaní -cuyo aspecto no es triste y áspero,
sino fértil en toda clase de alegrías-, debemos cruzar el valle y la corriente
del Cedrón. Un valle de lágrimas y un torrente de tristeza, en cuyas aguas
puedan limpiarse la suciedad y negrura de nuestros pecados. Mas, si cansados y
abrumados con dolor y llanto intentamos perversamente cambiar este mundo, este
lugar de trabajo y de sacrificio, en puerto de frívolo descanso; si buscamos el
paraíso en la tierra, entonces nos apartamos y huimos para siempre de la
verdadera felicidad, y buscaremos la penitencia cuando ya es demasiado tarde, y
nos veremos además envueltos en tribulaciones intolerables e interminables.
Esta es
la lección saludable de la que estos nombres nos advierten, tan oportunamente
escogidos están. Y como las palabras de la Sagrada Escritura no están atadas a
un solo sentido, sino cargadas con otros mixtos, estos nombres de lugares
armonizan bien con la historia de la Pasión de Cristo. Parece como si sólo por
esta razón la eterna providencia de Dios se hubiera cuidado de que esos lugares
recibieran tales nombres, que serían, siglos después, señales anunciadoras de
su Pasión. El que «Cedrón» signifique «ennegrecido», ¿no parece querer recordar
aquella predicción del profeta sobre Cristo, anunciando que entraría en su
gloria por un suplicio ignominioso, y que quedaría desconocido por las
contusiones y los cardenales, la sangre, los escupitajos y la suciedad hasta
tal grado que «no hay forma ni belleza en su rostro»?7. Y que el nombre del
torrente que cruzó no en vano significa «triste» es algo que el mismo Cristo
atestiguó al decir: «Mi alma está triste con tristeza de muerte.» «Y le
siguieron también sus discípulos», es decir, los once que habían quedado con
Él. El diablo había entrado en el otro Apóstol después de cenar, y afuera
también éste marchó, mas no para seguir como discípulo al maestro, sino para
perseguirle, como un traidor. Bien se cumplían en él aquellas palabras de
Cristo: «El que no está conmigo está en contra de mí»8. En contra de Cristo
ciertamente estaba porque en ese mismo momento tramaba insidias para atraparle,
mientras el resto de los discípulos le seguían para rezar. Sigamos nosotros a
Cristo y supliquemos al
Padre
con Él. No imitemos la conducta de Judas, abandonando a Cristo después de haber
participado de sus favores y haber cenado espléndidamente con Él, para que no
caiga sobre nosotros aquella profecía: «Si veías al ladrón te ibas con él»9.
«Judas,
que le entregaba, conocía bien el sitio porque solía Jesús retirarse muchas
veces a él con sus discípulos»'°. Una vez más los evangelistas aprovechan la
ocasión -al mencionar al traidor- para subrayar, y así grabar en nosotros,
aquella santa costumbre de Cristo de retirarse con sus discípulos para hacer
oración. Si hubiera ido allí únicamente algunas veces y no frecuentemente, no hubiera
estado el traidor tan seguro como estaba de encontrar allí al Señor, hasta el
punto de llevar a los
servidores
del sumo sacerdote y a la cohorte de soldados romanos, como si todo se hubiera acordado
de antemano. Caso de que hubieran visto que no estaba todo previsto, hubieran
juzgado que Judas se burlaba de ellos, y no le habrían dejado marchar impune. Y
yo me pregunto: ¿dónde están esos que se creen grandes hombres y se glorían de
sí mismos como si hicieran algo extraordinario cuando, en las vigilias de
algunas fiestas importantes, prolongan un poco más la oración en la noche o se
levantan temprano para la oración de la mañana? Cristo, nuestro Salvador, tenía
como costumbre pasar noches enteras en oración, sin dormir. ¿Dónde están los
que le llamaban glotón porque no rechazaba la invitación a los banquetes de los
publicanos ni despreciaba a los pecadores? ¿Dónde están aquellos que juzgando
su moral con rigidez farisaica no la consideraban mejor que la moral de la
chusma?
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