El día
anterior la Virgen se había ido del huerto donde enterraron a su Hijo
haciéndose a sí misma mucha fuerza para arrancarse de allí. Probablemente vivía
durante aquellos días en casa del amigo de Jesús que le cedió el comedor para
que celebraran la cena de pascua. Volvió aquella tarde
camino de la
Ciudad. Pasó de nuevo
por el Calvario y se le removió el corazón de dolor con el
recuerdo. Juan la acompañaba. Oscurecía; por las calles donde pasaban había su
Hijo arrastrado su dolor con la Cruz a cuestas; pero Juan, al darse cuenta, la
llevó por otro sitio a la casa. Mucha gente la reconocía, al pasar, como la
Madre del Crucificado a quien vieron llorar al pie de la Cruz. Todos seguían
comentando el suceso, y unos le defendían y otros le condenaban; por eso la
llevó Juan por un camino más solitario, para que no oyera cosas que la harían sufrir.
¿Quién es ésa?, dirían. Es la madre de Jesús, y hablarían de ella. ¡Pobre
madre!, dirían en voz baja. ¡Tener un hijo así...! Otros al verla se
detendrían, y se sentirían obligados a decirle alguna palabra de consuelo. Ella
lo agradecía emocionada, “guardando todas estas cosas en su corazón”. Llegaron
a la casa, y allí, que nadie la miraba, rompió a llorar. Vio la mesa en que
había cenado Jesús con sus discípulos, y ninguno de ellos estaba allí, sólo
Juan la acompañaba. Dijo que quería retirarse a su habitación. Y se fue a rezar
y a llorar a solas, puesto su corazón en Dios, en la esperanza alegre del nuevo
día. Vinieron después las otras mujeres y preguntaron por ella; Juan les dijo
que estaba en su cuarto y que no la molestaran. La Virgen, sola, esperaba. Sola
en su fe, rezaba a Dios. “Dondequiera que esté el cuerpo, allí se congregarán
las águilas”. La Virgen, como un águila real, que solía levantar su vuelo a lo
más alto y mirar el sol de hito en hito, estaba ahora abrazada al amor de este
cuerpo muerto de Jesús. Le parecía todavía ver a su Hijo, allí mismo, donde la
noche antes se despidió de ella. Pasaba
por su memoria
todo aquel día
de dolor, yendo
y viniendo con
El a los tribunales, la
presencia de su
Hijo cuando Pilatos
lo presentó al
pueblo azotado, coronado de
espinas, sangrando; vio la mirada de su Hijo en aquel encuentro camino del
Calvario, las largas horas viéndole morir al pie de la cruz. Se repetía a sí
misma la admiración por su silencio, su obediencia al Padre eterno, su amor a
los hombres, y todo lo repetía admitiéndolo y grabándolo en su corazón.
Recordaba toda aquella cosa extasiada, le venía a la memoria cada detalle, y lo valoraba como se valora un
tesoro, porque aquél era realmente su Tesoro. No podía hacer otra cosa si aquel
era su Amor: oía sus gemidos en la Cruz, le llegaba aún el
eco de sus
divinas palabras, y
sus lágrimas y
su sangre parecía
que le quemaban el corazón. Sus
manos y sus pies heridos cuando le bajaron de la Cruz, ¡cómo deseaba abrazarle
de nuevo! ¡Pronto! Cuánto tardaban las horas en pasar. Veía cómo se llevaron
sus amigos aquel cuerpo muerto, y pedía con lágrimas al Eterno Padre que lo
resucitara. Sabía de su Hijo la seguridad que tenía en su Padre Dios, una vez
había dicho: “Padre, Yo sé que Tú siempre me escuchas”, creía sin el menor resquicio de duda que Jesús iba a
resucitar, y su alma perdía el dolor y se alegraba en la esperanza de ver
pronto a su Hijo vivo,
y de abrazarle. Se llenaba
de alegría imaginándose ya al
Hijo resucitado. Pero luego pensaba en los discípulos de su Hijo que habían
huido, y se preocupaba por ellos,
deseaba tenerlos cerca,
deseaba que estuvieran
presentes con Ella
en la Resurrección de Jesús.
Pasó
la noche, y al día siguiente, sábado, decidió resolver su preocupación de la
noche anterior y, con maternal solicitud, habló a sus amigas, seguidoras de
Jesús. Algunas, como sabemos, eran madres de los apóstoles de Jesús: Salomé, madre
de Santiago; María, madre de Santiago el menor y de José, que era discípulo, y
estaba también allí la madre de Simón y de Judas Tadeo, que quizá fuera la
misma María. Habló con ellas, que como madres, también sentían con la Virgen la
cobardía de sus hijos. Decidieron buscarles y encontrarles. ¿Dónde estarían?
Quizá Juan lo supiera, quizá la Virgen supiera dónde estaba Pedro,
pues había ido a Ella para pedirle perdón. Todos volvieron a su Madre. Podían
estar contentos y agradecidos de que fuera su Madre quien intercedía por ellos, y se había preocupado de buscarles. Se sentían avergonzados y le rogaron que
perdonara su cobardía, que hablara bien de ellos a Jesús, para que también les
perdonara. Su Madre empezó a hablar de otra cosa y les abrazó como a su Hijo.
Ni los apóstoles ni los discípulos terminaban de creer en la Resurrección de
Jesús. Pero la Virgen, que les vio tan débiles y asustados, intentó animarles y
hacerles creer. No podía ver que los hombres que su Hijo había elegido para la
conquista del mundo estuvieran tan acobardados y sin fe. Sabía la Virgen María
que su Hijo los amaba, le habían contado que la noche del jueves mandó a los
que venían a prenderle que les dejaran ir sin molestarles, y, además, había
sido nombrada Madre de ellos. Ya les quería hacía tiempo, algunos incluso eran
parientes suyos, ¡cómo no les iba a querer y tanto! Mientras el Señor no
resucitara, ella era la encargada de esta familia. Ella tenía que proteger con
su fe y su esperanza, con el amor de su Hijo, esta naciente Iglesia, débil,
asustada. Nació así la Iglesia: al abrigo de nuestra Madre. Pasaron todos el
sábado junto a la Virgen María, “descansaron según la Ley”. Todos querrían saber
cómo habían ocurrido
las cosas desde
que ellos le abandonaron
huyendo. Y ella se lo contaría, les diría cómo su Hijo había sido afrentado y
azotado por ellos, cómo había muerto por su amor, y, para animarles a creer,
les diría que toda la gente se marchó del Calvario arrepentida, golpeándose el
pecho, cómo el centurión romano le llamó Hijo de Dios en voz alta, les recordó
que, mañana, iba a resucitar. Pero ellos no acababan de creer, aunque no
dijeran nada para no herirla. La Virgen María se había como olvidado de su pena
para acudir a la necesidad de los apóstoles, quería que no fueran débiles, que
no tuvieran ya miedo, y les insistía:
¡Mi hijo lo ha dicho, “al tercer día resucitaré”! Aun con todo, ellos no
acababan de creer. Ella era la única luz encendida sobre la tierra, nuestra
esperanza, en quien
había nacido la
Sabiduría. Madre sin
temor, amable, del buen consejo, prudente. Ella era la Virgen fuerte y
fiel. Nuestra alegría. El refugio de los pecadores que no acababan de creer.
La
Estrella de la mañana, radiante de alegría, vio cómo aquellas mujeres iban
camino del sepulcro, aún muy “de madrugada, cuando todavía estaba oscuro”.
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