INTRODUCCION
Yo
quisiera, en la medida que Dios me lo permita y me dé los medios para hablaros,
¡oh! no con tanta elocuencia como lo hizo san Pablo ni con tanta elocuencia
como lo hicieron oradores como san Juan Crisóstomo y los grandes doctores de la
Iglesia, intentar someter vuestra inteligencia, someter vuestro corazón y
someter vuestra alma al Misterio de Nuestro Señor Jesucristo. Pues, en
definitiva, Nuestro Señor Jesucristo siempre es el centro y el corazón de toda
nuestra vida y lo será para la eternidad. Por El y en El podemos vivir de la
gracia, podemos vivir de la caridad, y vivir y preparar nuestra eternidad. No
hay otro camino.
Cuando
consideramos lo que somos, pobres pecadores tentados de favorecer siempre más
el desorden que el orden, por todas las tentaciones y por nuestras debilidades,
como ya os he dicho, por las heridas que nos ha hecho el pecado original,
tenemos la necesidad de encontrar no sólo a nuestro modelo sino también al que
es la causa del orden que tenemos que restablecer en nosotros. Nuestro Señor
Jesucristo no sólo es nuestro modelo sino también la causa de nuestra
resurrección, y la causa de nuestra santificación, y en El hallamos realmente
todo lo que necesitamos para nuestra santificación.
La
Iglesia Católica nos presenta a este hombre perfecto en Nuestro Señor
Jesucristo. De este modo, cuanto más meditemos sobre la persona de Nuestro
Señor Jesucristo más nos acercaremos a Nuestro Señor por todos los medios que
Nuestro Señor ha puesto a nuestra disposición: la Santa Iglesia, el santo
sacrificio de la Misa, los sacramentos y toda la liturgia, y particularmente la
sagrada Eucaristía. Cuanto más usemos de estos medios más penetraremos en este
misterio de Nuestro Señor Jesucristo.
¡Se
trata, pues, de un gran misterio! San Pablo lo repite constantemente. Es lo que
enseña de un modo particular a todos los que había sido enviado. En su epístola
a los Efesios, en el capítulo 3º dice así:
«A
causa de esto, yo Pablo, el prisionero de Cristo por amor a vosotros los
gentiles... puesto que habéis oído la dispensación de la gracia de Dios a mí
conferida en beneficio vuestro cuando por una revelación me fue dado a conocer
el misterio que brevemente antes os dejo expuesto. Por su lectura podéis
conocer mi inteligencia en el misterio de Cristo (potestis legentes intelligere
prudentiam meam in mysterio Christi), que no fue dado a conocer a otras
generaciones, a los hijos de los hombres, como ahora ha sido revelado a sus
santos apóstoles y profetas por el Espíritu: Que son los gentiles coherederos y
miembros de un mismo cuerpo, copartícipes de las promesas en Cristo Jesús
mediante el Evangelio, cuyo ministro fui hecho yo por don de la gracia de Dios
a mí otorgada por la acción de su poder. A mí, el menor de todos los santos, me
fue otorgada esta gracia de anunciar a los gentiles la insondable riqueza de
Cristo e iluminar a todos acerca de la dispensación del misterio oculto desde
los siglos en Dios, creador de todas las cosas, para que la multiforme
sabiduría de Dios sea ahora notificada por la Iglesia a los principados y
potestades en los cielos, conforme al plan eterno que El ha realizado en Cristo
Jesús, Nuestro Señor» (Efes. 3, 1-11).
Para
San Pablo, como podéis ver, la gran preocupación es la de hacer conocer a los
Gentiles el misterio de Cristo. En efecto, todos sabemos, por supuesto, y lo
profesamos en nuestra fe, que Nuestro Señor Jesucristo es hombre y que Nuestro
Señor Jesucristo es Dios, es el Hombre Dios. En el misterio de esta unión de
Dios con la naturaleza humana es evidente que hallamos muchas cosas para
meditar. Este hombre, pues, que andaba por Palestina, que vivió en Nazaret
durante 30 años, este hombre, pues, era Dios. Parece evidentemente
extraordinario. Difícilmente podemos imaginar lo que podía ser. Porque en
definitiva, ¿cómo puede estar Dios en el cuerpo de un hombre, en una simple
alma humana limitada? ¿Es algo evidente que Dios pueda pasarse de la persona
humana y asumir directamente por sí mismo un alma y un cuerpo? Se trata, por
supuesto, de un misterio, porque nunca llegaremos a comprender con exactitud
esta realidad absolutamente asombrosa, la Encarnación de Dios. Sin embargo es
este el misterio en el que se halla contenida nuestra salvación. ¡En este
misterio se halla incluso contenida toda la razón de ser de la creación! Vamos
a procurar, en la medida que se pueda, hablar del misterio de Nuestro Señor
Jesucristo.
CAPITULO
I: HIJO DE DIOS
El
mismo San Pablo dice que le pide a Dios que le inspire las palabras adecuadas
para hablar de este misterio, de modo que no cabe duda que vamos a tratar un
tema verdaderamente misterioso pero tan real y
tan importante que, en definitiva, constituye el corazón de nuestra vida, el
tema de nuestras meditaciones y la fuente de nuestra santificación.
Por la
fe creemos en la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo y asimismo en su
humanidad. Creemos y afirmamos que es Dios y hombre. Así que resulta provechoso
leer algunos textos de la Sagrada Escritura que tratan de este tema de una
manera muy explícita para penetrarnos bien de este pensamiento que Nuestro
Señor Jesucristo es verdaderamente Dios y Hombre. Son textos tan hermosos y
conmovedores que merecen ser leídos.
En
primer lugar, es Nuestro Señor Jesucristo mismo quien lo afirma. Es cierto que
Nuestro Señor no reveló desde el principio de su vida pública que era el Hijo
de Dios, pero no es correcto decir, como dicen ahora los modernistas, que no
tenía conciencia de que era verdadero Hijo de Dios, consustancial con el Padre
y con el Espíritu Santo, sino simplemente de su calidad particular de hijo de
Dios y esto sólo al final de su vida pública, por una especie de toma de
conciencia de sí mismo. Evidentemente, esto es totalmente falso 6. Demos
algunos ejemplos en san Mateo, capítulo 26. No cabe duda de que al final de su
vida es cuando Nuestro Señor proclamó su divinidad, ante Caifás.
«Los
príncipes de los sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban falsos testimonios
contra Jesús para condenarle a muerte, pero no los hallaban, aunque se habían
presentado muchos falsos testigos» (versículos 59-60).
«Al fin
se presentaron dos, que dijeron: Este ha dicho: Yo puedo destruir el templo de
Dios y en tres días reedificarlo. Levantándose el Pontífice, le dijo: ¿Nada
respondes? ¿Qué dices a lo que estos testifican contra ti?» (versículos 61-62).
«Jesús
callaba y el pontífice le dijo: Te conjuro por Dios vivo a que me digas si Tú
eres el Mesías, el Hijo de Dios». (versículo 63).
«Jesús
le dijo: Tú lo has dicho. Y yo os digo que un día veréis al Hijo del hombre
sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (versículo
64).
«Ellos
respondieron: Reo es de muerte» (versículo 66).
Está
claro: cuando Nuestro Señor proclamó públicamente su divinidad, el sumo
sacerdote juzgó que se trataba de una blasfemia y que este hombre que se hacía
Dios merecía la muerte.
Es una
afirmación solemne por parte de Nuestro Señor, que dijo que El es
verdaderamente el Hijo de Dios y que un día se le verá venir sobre las nubes
del cielo.
En el
capítulo 17 hay otro pasaje, no menos significativo, que es el de la
Transfiguración.
«Seis
días después, escribe san Mateo, tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su
hermano, y los llevó aparte, a un monte alto y se transfiguró ante ellos».
Tenemos
que pensar y creer que la Transfiguración tendría que haber sido un estado
normal para Nuestro Señor. Lo anormal es que no estuviese transfigurado de
manera habitual, ya que Nuestro Señor tenía la visión beatífica. Tenía la
visión beatífica desde el momento de su nacimiento y desde que su alma había
sido creada. Así que las consecuencias de la visión beatífica tendrían que
haberse manifestado en su cuerpo y en su ser, como en los elegidos. Los
elegidos son gloriosos en este momento (por lo menos para el cuerpo de la
Santísima Virgen: cuando los cuerpos se reúnan a las almas bienaventuradas, serán
transfigurados). Estos cuerpos tendrán todas las propiedades de los cuerpos
resucitados: serán luminosos y brillarán como el sol. Esta es una de las
consecuencias de la visión beatífica y de la gloria de Dios en las almas.
Gozando de la visión beatífica, Nuestro Señor normalmente hubiese tenido que
tener un cuerpo transfigurado. Pero, por un milagro, Nuestro Señor quiso vivir
como los demás hombres y no tener habitualmente un cuerpo transfigurado.
«Se
transfiguró ante ellos; brilló su rostro como el sol y sus vestidos se
volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías hablando con
El. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si
quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, una para Moisés y otra
6 ¡Ya
san Fulgencio, obispo de Ruspe (468-533) denunciaba esta herejía, en la cual
reinciden los modernistas! Así escribía: «Es totalmente imposible y ajeno a la
fe decir que el alma de Cristo no tuvo conocimiento pleno de su divinidad, con
la cual creemos que no formaba naturalmente más que una persona» (Carta 12,
cap. 3, nº 26).
«Mientras
que la divinidad se conocía como tal por ser naturalmente tal, el alma conocía
toda la divinidad sin ser ella misma la divinidad. Así pues, la divinidad
naturalmente es su propio conocimiento, mientras que, por el contrario, el alma
de Cristo recibió de la divinidad el conocimiento de la divinidad que conoció»
(Carta 14, cap. 3, nº 31).
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