IV. Es un
estorbo para el espíritu de recogimiento.
1. El recogimiento a
las gracias que se han recibido, es obligación esencial de la devoción. Pero
este reconocimiento supone necesariamente el conocimiento de las gracias y
misericordias de Dios; y no puede ser vivo y activo, sino a proporción de lo
que lo es el sentimiento que tiene de las gracias y misericordias recibidas: y
este sentimiento nunca es vivo en un alma que tiene poca confianza en Dios. No
se atreve a prometerse que recibirá mucho en adelante: y aún no se atreve a
creer que ha recibido mucho en el pasado. Y con semejante disposición, ¿cómo
los afectos de reconocimiento podrán ser vivos y capaces de hacer sobre su corazón
profundas impresiones?
2.
Si se le presenta algunas veces lo grande de las misericordias que Dios le ha
hecho, y se le obliga a que las confiese, no por eso su reconocimiento se hace
más vivo y más activo. Su esperanza, siempre débil y trémula, apenas le permite
creer que es más dichosa, o está más favorecida de Dios. SE siente como movida
a creer, que todas estas grandes gracias no servirán sino para hacerla más
desgraciada, y para traer sobre sí más rigurosa condenación: y estas
reflexiones casi destruyen en ella la experiencia de las misericordias de Dios
y el espíritu de reconocimiento; lo cual es un nuevo estorbo para el espíritu
de oración, y para otras nuevas gracias que Dios le hubiera comunicado; “porque
la ingratitud, dice san Bernardo, es un viento abrazador, que seca el manantial
de las gracias, e impide que corran asía nosotros”
V. Es un estorbo para el amor de Dios.
1. Lo que
disminuye tan fuertemente el sentimiento de las gracias y misericordias de
Dios, enflaquece necesariamente el amor a este Señor. No se puede amar a Dios
sino mientras nos parece amable; y no nos parece amable, sino a proporción de
los que loa bienes que hemos recibido y esperamos recibir, nos parecen grandes,
y hacen mayor impresión en nuestro corazón. No hay ningún cristiano tan
desesperado que rehuse el amar a Dios; si pudiere persuadirse de que Dios lo
ama y que le ama tanto, que quiere llegar a hacerlo eternamente participante
del trono y reino de su Unigénito Hijo. Pero nadie puede amar sino se cree
amado, si se cree desechado, sino tiene consuelo de agradar con su amor. Todo
el fundamento de la virtud depende del amor; pero el mismo amor depende
absolutamente de una viva persuasión de que Dios nos ama. Con que es menester
ante todas estas cosas establecer en nuestro corazón está viva persuasión, como
el fundamento inmutable de toda devoción. Así el apóstol san Juan nos
representa a todos los cristianos como unas personas convencidas de que Dios
nos ama. “Nosotros hemos reconocido, dice en nombre de todos, y creemos el amor
que Dios nos tiene.”
2.
Pero no puede fijar en el entendimiento una verdad de tanto consuelo como esta,
tan esencial para la devoción. Nos entretenemos en discurrir en lugar de creer.
Todos, cuando les preguntan, dicen con la boca que creen; y hay mucho menos de
lo que se piensa que estén íntimamente persuadidos de esto. Traemos en el fondo
de nuestro corazón un principio íntimo de incredulidad, de perplejidad, de
timidez, de desconfianza; y aún no hay persona alguna que se purifique enteramente
de esta levadura.
3. Nos
dejamos seducir con este discurso tan ordinario: ¿Cómo hemos de creer ser tan
participantes de la caridad y misericordia de Dios, cuando no vemos en nosotros
mismos sino tinieblas, insensibilidad y una miseria tan universal y profunda
que no podemos sufrir nosotros mismos? Pero los que así hablan, ¿reflexionan
que contradicen públicamente a la Escritura, la cual nos enseña, que Dios nos
amó primero antes que encontrase en nosotros nada que fuese digno de su amor?
“El amor de Dios asía nosotros, dice san Juan, consiste en que no somos
nosotros los que hemos amado a Dios, sino que Él mismo nos amó primero” San
Pablo tiene gran cuidado de hacernos reparar, que Dios hizo brillar su
misericordia con nosotros en el tiempo mismo en que éramos pecadores e impíos.
El amor de Dios no supone nada amable en lo que ama; porque su amor es del todo
gratuito y no tiene otro origen ni otro fundamento que una purísima
misericordia.
5.
Creemos, pues, que Dios es todo amor; que nos amó no obstante nuestra
corrupción y nuestra indignidad. Reconozcamos y creamos, como san Juan nos lo
ordena, la caridad que Dios nos tiene y empezaremos a estar penetrados de
reconocimiento, de confianza y amor. No opongamos nuestra insensibilidad a
nuestra confianza; contrapongamos, si, nuestra confianza a nuestra insensibilidad.
Nuestra dureza nos hace dudar que somos amados. Creámoslo y no seremos ya duros
e incrédulos. Trabajemos sin cesar en destruir en nosotros estas raíces
secretas que han infectado a los hombres; las que jamás enteramente se arrancan
del corazón de los fieles; que hacen la fe más lenta y menos viva; que
suspenden las actividades de la esperanza y que son un preparado venenoso
contra la caridad, la cual saca toda su fortaleza y su vida de aquella
persuasión en que estamos de que Dios nos ama y quiere ser amado de nosotros.
Conozcamos bien cuanto perjudica a nuestro amor para con Dios una esperanza
débil y tímida; que no adelantaremos en este amor sino cuanto aumentemos la
confianza de ser amados del Señor. No opongamos nuestras indisposiciones a nuestra
esperanza, como si fuera preciso tener disposiciones perfectas para esperar, y
como si estuviera en poder del hombre darle primero una cosa a Dios, y
ofrecerle lo que no se haya recibido de su bondad enteramente gratuita. Siempre
se ha empezar afirmándose en esta esperanza; y con ella empiezan las
disposiciones necesarias, más grandes en unos, mas imperfectas en otros. Y muy
distante de oponerse la necesidad de estas disposiciones a la esperanza; por el
contrario, con la esperanza se ha de procurar alcanzarlas.
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