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viernes, 22 de noviembre de 2019

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY


En estas circunstancias puede haber una incertidumbre sobre el estado de nuestra alma: ¿Habremos quizá sucumbido? ¿Estamos aún en gracia de Dios? No os empeñéis con un ardor inquieto en aseguraros de ello, nos dice San Alfonso. «¿Queréis tener la seguridad de que Dios os ama? Mas, en este momento, Dios no quiere dároslo a conocer; quiere que no penséis sino en humillaros, en confiar en su bondad, en someterse a su santa voluntad. Por lo demás, es una máxima recibida como incontestable por todos los maestros de la vida espiritual, que cuando una persona timorata está dudosa de haber perdido la gracia, es cierto que no la ha perdido, pues nadie pierde a Dios sin saberlo con certeza. Otra prueba de que os encontráis en gracia de Dios es, según San Francisco de Sales, esa resolución que al menos en el fondo de vuestro corazón tenéis de amar a Dios y de no ocasionarle con propósito deliberado el más leve disgusto. Abandonaos, pues, en los brazos de la divina misericordia; protestad que no deseáis sino a Dios y su beneplácito, y desechad todo temor. ¡Cuánto agradan al Señor los actos de confianza y de resignación hechos en medio de estas densas tinieblas!»
La más dolorosa de todas estas incertidumbres es la que se refiere a nuestro porvenir eterno. Si no es por revelación divina, nadie sabe con certeza absoluta si actualmente es digno de amor o de odio, y mucho menos todavía, si ha de perseverar o ha de tener un fin desgraciado. Dios es quien quiere esta incertidumbre, sin la que correríamos el peligro de adormecernos en la pereza o exponernos con loca temeridad.
Por su mediación nos conserva Dios en humilde desconfianza de nosotros mismos y en celo siempre vigilante; afirma además su soberano dominio sobre nosotros recordándonos nuestra absoluta dependencia, nos hace sentir la incesante necesidad de orar, de velar, de mortificarnos, de multiplicar nuestras obras santas, y da mayor lustre y valor a nuestra fe, a nuestra confianza, a nuestro abandono. Adoremos esta admirable disposición y, lejos de dejarnos arrastrar por un temor desconfiado y de perder el ánimo, cultivemos con solicitud este temor amoroso que estimula la actividad y pone en guardia contra sus peligros. La manera más cierta de asegurar el porvenir es santificar el momento presente. El autor de la Imitación nos muestra a un hombre preocupado de su eternidad, hasta el extremo de ser presa de la inquietud y de la agitación. «Con frecuencia fluctuaba entre el temor y la esperanza. Un día, abrumado de tristeza, se dirige a una iglesia, y orando ante el altar y revolviendo en sí mismo los pensamientos que le acongojaban dijo: ¡Oh, si supiera que había de perseverar! Al momento oyó en su interior esta respuesta de Dios: ¿Qué harías si lo supieses...? Haz ahora lo que entonces querrías hacer y estarás seguro. - Consolado y lleno de valor, se abandonó en seguida al divino beneplácito y desapareció su ansiedad, y no quiso en adelante indagar con curiosidad lo que le había de suceder, sino más bien cuál era por el momento la voluntad de Dios y su beneplácito, para emprender todo género de buenas obras y llevarlas a buen término.»
Este obró como cuerdo. Por nuestra parte, no pensemos sino en obrar con confianza, en cumplir asiduamente nuestros deberes, en vivir así en humildad, en la abnegación, en la obediencia y en el santo amor. Y Dios, que es la bondad personificada, el dulce Salvador que ha dado la vida por sus enemigos, el buen Pastor que corre tras la oveja rebelde y obstinada, jamás permitirá que un alma de buena voluntad termine miserablemente una vida santa. Por lo demás, no cesemos de implorar la gracia de la perseverancia final, y pidámosla por mediación de nuestra Madre del Cielo, que un alma devota de María no puede perderse eternamente.
Puede haber también otras muchas especies de oscuridades, y por más que se tomen todas las precauciones para hacer la luz en rededor suyo, siempre se padecerá la falta de claridad, sea en la vida interior, sea en el modo de conducir al prójimo, y por una permisión divina surgirán las tinieblas de todas partes. Sea cual fuere su naturaleza y por espesas que se las suponga, nos dejan la razón y la fe: tanto al Pastor como al simple fiel les quedará la Iglesia, el Evangelio, los buenos libros y la dirección; y al religioso le quedan sus Superiores y su Regla. ¿No es esto bastante para orientarnos con seguridad hacia el puerto de la eterna felicidad? La prueba, pues, no nos priva sino de las luces especiales, radiantes y deliciosas que por cierto nos proporcionan un precioso suplemento de fuerza, del que, sin embargo, es fácil abusar. En todo caso no son necesarias y si Dios nos las quita sin culpa nuestra, El sabrá hacer que hallemos mediante el abandono y los esfuerzos una superabundante compensación. Dejemos, por tanto, que Dios nos conduzca a su placer, y aun entre las desolaciones y tinieblas confiémonos a este Padre infinitamente bueno y sabio y no tengamos otro cuidado sino el de cumplir sus voluntades.
De este modo se conducía Santa Teresa del Niño Jesús: «Doy gracias a mi Jesús, escribía, por hacerme caminar entre tinieblas, pues encuentro ahí una paz profunda. Gustosa consiento en permanecer toda mi vida religiosa en este oscuro subterráneo en que me ha hecho entrar, y solamente deseo que mis tinieblas obtengan la luz para los pecadores. Soy feliz así, muy feliz de no tener ninguna consolación.»

Artículo 2º.- La insensibilidad del corazón, los disgustos, etc.

Lo repetimos de nuevo, que aquí no se trata de un alma esclava de sus pasiones o debilitada por la tibieza voluntaria, sino de aquella que desea resueltamente ser toda para Dios.
«Es triste tener que cumplir los más religiosos deberes con un corazón frío y un espíritu disipado, el ir a ellos siempre sin interés alguno y tener que arrastrar su corazón como por fuerza, el hallarse insensible y con estúpida indiferencia en presencia de Dios, meditar sin afecto, confesarse sin dolor, comulgar sin gusto y aun con menos satisfacción que comiendo el pan material, sufrir por fuera sin estar consolado por dentro, llevar pesadas cruces sin sentir esa unción secreta que las dulcifica.» He aquí nuestra prueba admirablemente descrita por el P. de Lombez, mas, ¿qué pensar de ella? «Este estado, continúa diciendo, es harto mortificante, pero sin embargo, está ordenado con mucha sabiduría por la Providencia de un Dios que conoce perfectamente sus derechos y nuestras necesidades. Sois justo, Señor, y todas vuestras determinaciones son dictadas por la misma equidad; mas vuestra misericordia siempre va mezclada en vuestros consejos... (Alma de buena voluntad), Dios te retira sus consolaciones ora para castigar tus faltas, ora para aumentar tus méritos. Si es para castigar tus faltas, ¿por qué no vuelves tu disgusto contra ti misma? Si es para aumentar tus méritos, ¿por qué te quejas de Él? Si te trata como mereces, ¿qué mal te hace? Si quiere acrecentar tus méritos, ¡cuán reconocida no le debes estar! ¿Temes que te haga expiar con sobrada facilidad tus pecados en este mundo, o que mediante ligeros padecimientos te haga demasiado feliz en el otro? Por más que reflexiones, esos que tú llamas rigores, deben necesariamente tener una de estas dos causas: Dios no aborrece su obra, y no llama al hombre a su servicio para hacerle desdichado.»
Con tal que nuestra voluntad se mantenga firme y generosa, evitemos la inquietud. Pongámonos en manos de Dios como un enfermo en las del médico, pues en estas circunstancias es cuando se entregará de lleno a curarnos y salvarnos. El amor propio querría que nuestra contrición se tradujese en torrentes de lágrimas, nuestro amor a Dios en dulces efusiones de ternura; querría conocer, ver y sentir cada uno de nuestros actos de virtud para asegurarse de ellos, para solazarse o complacerse en ellos. Tan miserables somos durante la vida, que todo don conocido corre riesgo de convertirse en veneno por este sutil amor propio. He aquí lo que obliga en cierta manera a Dios a ocultarnos las gracias que nos concede: nos conserva la sustancia de ellas, nos quita lo que brilla y nos halaga. Si entendiéramos bien nuestros intereses, miraríamos esta conducta de Dios como preciado favor, y nunca besaríamos su mano con más confianza, que cuando parece que la deja caer con todo su peso sobre nosotros. En efecto, cuando la naturaleza padece esas interiores crucifixiones y se desespera de no hallar remedio alguno en ellas, el amor propio es quien se encuentra reducido a la agonía y se ve a punto de expirar. ¡Muera, pues, este miserable amor desarreglado! ¡Sea crucificado este enemigo doméstico de nuestras pobres almas, este enemigo de Dios y de todo bien! Pero, diréis, ¿y esta espantosa indiferencia para con Dios? - Es tan sólo aparente, y en la parte inferior, puesto que la voluntad permanece fiel a todos sus deberes. La parte superior busca a Dios, y El no la pide más. He aquí una prueba evidente; estáis desolada en todos vuestros ejercicios por sentir que no amáis a Dios como lo deseáis, y no sabéis más que lamentaros amargamente: Dios mío, luego no os amo. ¡Qué violento y profundo debe ser el deseo interior de permanecer fiel por completo, pues el temor solo de no amarle os aflige hasta este extremo! Es señal cierta de que en medio de vuestras frialdades, de vuestras insensibilidades, de vuestra aparente indiferencia, Dios ha encendido en vuestro corazón el fuego de un amor grande que cada vez se hace interiormente más intenso, más profundamente ardoroso con los mismos temores de no amarle. Son, pues, vuestras angustias las que precisamente debieran tranquilizaros. Hay, sin embargo, otra prueba aún mejor: es que nuestros actos, para que sean agradables a Dios, en manera alguna necesitan emociones. Por su naturaleza son espirituales, y se elaboran en la parte superior del alma. Cuando la parte inferior preste su concurso, o permanezca inerte, e incluso trabaje en contra, todo esto será siempre secundario. Lo esencial es que la contrición cambie la voluntad, y no que haga correr las lágrimas, que el santo amor una fuertemente nuestro querer al de Dios, y no que se traduzca en efusiones de ternura. Otro tanto ha de decirse de las virtudes. Para obtener este resultado, no es necesaria la sensibilidad; ésta viene a ser perjudicial tan pronto como se convierta en pábulo del amor propio. Tal es el obstáculo que Dios se propone destruir con esta insensibilidad del corazón. Dolorosa es esta operación, mas eminentemente saludable, y en lugar de quejamos amargamente de ella, besemos con reconocimiento la mano de Dios que nos hace sufrir para curarnos.





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