16. 3) Lo tercero que
la caridad opera consiste en ser un socorro contra
las adversidades. En efecto, a quienes poseen la caridad no los daña
ninguna adversidad, sino que ésta se les transforma en algo saludable: Rom. 8,
28: "Todas
las cosas concurren para el bien de los que aman a Dios".
Ciertamente, aun las cosas adversas y difíciles le parecen dulces al que ama, tal
como entre nosotros lo vemos patente.
17. 4) El cuarto efecto
[de la caridad] es que conduce a la dicha.
En efecto, únicamente a los que posean la caridad se les promete la eterna
bienaventuranza.
Porque
sin la caridad todo es insuficiente. II Tim IV, 8: "Ya me está preparada la corona de la
justicia, que me otorgará aquel día el Señor, justo Juez, y no sólo a mí, sino
a todos los que aman su venida".
18. Y es de saberse que
sólo según la diferencia de la caridad es la diferencia de la bienaventuranza y
no según alguna otra virtud. En efecto, hubo muchos que fueron más abstinentes
que los Apóstoles; pero éstos aventajan a todos los demás en bienaventuranza en
virtud de la excelencia de su caridad, porque, según el Apóstol —Rom. 8, 23—,
poseyeron las primicias del espíritu. Así es que la diferencia de la
bienaventuranza proviene de la diferencia de la caridad.
Y así
se manifiestan los cuatro efectos que produce en nosotros la caridad.
Pero
aparte de ellos hay algunos otros producidos por ella, que no se deben olvidar.
19. 5) En primer lugar,
en efecto, produce la remisión de los pecados.
Y esto lo veremos claramente por nosotros mismos. En efecto, si alguien ofende
a otro, y luego lo ama íntimamente, en virtud de este amor a él perdona el
ofendido la ofensa. De la misma manera, Dios les perdona los pecados a los que
lo aman. I Pedro IV, 8: "La caridad cubre una muchedumbre
de los pecados". Y bien dice "cubre", porque éstos no los
ve Dios para castigarlos. Pero aunque diga que cubre una multitud, sin embargo,
Salomón dice —Prov 10,
12—
que "la caridad cubre la totalidad de los
pecados".
Y esto
es lo que manifiesta sobre todo el ejemplo de la Magdalena —Luc 7, 47—:
"Le son perdonados sus muchos pecados". Y en seguida dice por qué: "porque
ha amado mucho".
20. Pero quizá diga
alguno: Luego basta la caridad para lavar los pecados, y no se necesita la
penitencia.
Pero se
debe considerar que no ama en verdad el que no se arrepienta verdaderamente. En
efecto, es claro que cuanto más amamos a alguien, tanto más nos dolemos si lo
ofendimos. Y este es uno de los efectos de la caridad.
21. 6) Igualmente causa la iluminación del corazón.
Como
dice Job —37, 19—: "todos estamos envueltos en
tinieblas". En efecto, con frecuencia ignoramos qué debemos hacer o
desear. Pero la caridad enseña todo lo que es necesario para la salvación. Por
lo cual dice San Juan, 2, 27: "Su unción os lo enseña todo". En
efecto, donde hay caridad, allí está el Espíritu Santo, que lo conoce todo y
nos conduce por el camino recto, como se dice en Salmo 142, 10. Por lo cual
dice el Eclesiástico —2, 10—: "Los que teméis a Dios, amadle, y vuestros corazones
serán iluminados", esto es, conociendo lo necesario para la
salvación.
22. 7) Igualmente produce en el hombre la perfecta alegría.
En efecto, nadie posee en verdad el gozo si no vive en la caridad. Porque
cualquiera que desea algo, no goza ni se alegra ni descansa mientras no lo obtenga.
Y en las cosas temporales ocurre que se apetece lo que no se tiene, y lo que se
posee se desprecia y produce tedio; pero no es así en las cosas espirituales. Por el contrario, quien ama a Dios lo posee, y por lo mismo
el ánimo de quien lo ama y lo desea en El descansa. "El que
permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él", como se dice en
I Juan 4, 16.
23. 8) Igualmente
produce una perfecta paz. En efecto, ocurre que frecuentemente se desean las
cosas temporales; pero ya poseyéndolas, aún entonces el ánimo del que las desea
no descansa; por el contrario, poseyendo una cosa, desea otra. Isaías 57, 20: "Pero el corazón del impío es como un mar proceloso que
no puede aquietarse". Y también Isaías 57, 21: "No hay paz
para los impíos, dice el Señor". Pero no ocurre así habiendo Caridad para
con Dios. Porque quien ama a Dios, goza de perfecta paz. Salmo 118, 165:
"Mucha paz tienen los que aman tu ley; no hay para ellos tropiezo".
Lo
cual es así porque sólo Dios basta para satisfacer nuestros deseos: Dios, en
efecto, es más grande que nuestro corazón, como dice el Apóstol (I Juan 3, 20),
y por eso dice San Agustín en sus Confesiones (L. I): "Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro
corazón está inquieto hasta que descanse en ti". Salmo 102, 5:
"El sacia tus deseos de todo bien".
24. 9) Igualmente la caridad hace al hombre de gran dignidad.
En efecto, todas las criaturas están al servicio de la Divina Majestad (porque
todas han sido hechas por El), como están al servicio del artesano las obras de
sus manos; pero la caridad convierte al siervo en libre y amigo. Por lo cual
les dice el Señor a los Apóstoles —Juan 15, 15—: "Ya
no os llamo siervos...sino amigos".
25. Pero ¿acaso no es
siervo Pablo, ni los demás Apóstoles, que se firman siervos? Pero es de saberse
que hay dos clases de servidumbre.
La primera es la del temor; y
ésta es aflictiva y no meritoria. En efecto, si alguien se abstiene del pecado por
el solo temor de la pena, no por eso merece, sino que todavía es siervo. La segunda es la del amor. En efecto, si alguien
obra no por temor del castigo sino por el amor divino, no obra como siervo,
sino como libre, por obrar voluntariamente. Por lo cual les dice Cristo:
"Ya no os digo siervos". Pero ¿por qué? El apóstol responde —Rom 8,
15—: "No
habéis recibido un espíritu de servidumbre para recaer en el temor, sino que recibisteis
el espíritu de hijos adoptivos". En efecto, no hay temor en la
caridad, como se dice en I Juan 4, 18, porque el temor es por un castigo; pero
la caridad no sólo nos hace libres sino también hijos, de modo que nos llamamos
hijos de Dios y lo somos, como se dice en I Juan 3, I. En efecto, el extraño se
hace hijo adoptivo de alguien cuando adquiere para sí el derecho a heredarlo.
De la
misma manera, la caridad adquiere el derecho a la herencia de Dios, la cual es
la vida eterna, porque, como se dice en Rom 8, 16-17: "El Espíritu mismo da testimonio a nuestro
espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos: herederos
de Dios, coherederos de Cristo". Sabiduría 5, 5: "He aquí que han sido
contados entre los hijos de Dios".
26. Por lo ya dicho son
patentes las ventajas de la caridad. Puesto que es tan ventajosa, con ahínco se
debe trabajar por adquirirla y conservarla.
Sin
embargo, es de saberse que por sí mismo nadie puede
poseer la caridad, antes bien es un don de solo Dios. Por lo cual se
dice en I Juan 4, 10: "La caridad está no en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que El nos amó primero"; pues es evidente que
Dios no nos ama porque nosotros lo amáramos primero, sino que nosotros lo
amamos a causa de su amor.
27. Se debe considerar
también que aunque todos los dones provienen del Padre de las luces, el de la
caridad sobrepasa a todos los otros dones. En efecto, todos los demás se pueden
poseer sin caridad y sin el Espíritu Santo, mientras que con la caridad
necesariamente se posee al Espíritu Santo. Dice el Apóstol en Rom 5, 5: "La caridad de
Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos
ha sido dado". En efecto, sin la gracia y sin el Espíritu Santo
se poseen ya el don de lenguas, ya el de ciencia, ya el de profecía.
28. Pero aunque la
caridad sea un don divino, para poseerla se requiere una disposición de nuestra
parte.
Y por
eso es de saberse que para adquirir la caridad son necesarias dos cosas
especialmente, y otras dos para el aumento de la caridad ya adquirida.
A)
Pues bien, para adquirir la caridad lo primero es escuchar
cuidadosamente la palabra [divina]. Y esto se prueba de manera
suficiente por lo que ocurre entre nosotros. En efecto, oyendo cosas buenas de
alguien, nos inflamos en amor por él. Salmo 118, 140: "Tu
palabra es fuego impetuoso, y tu siervo la ama". También el Salmo
104, 19: "La palabra del Señor lo inflamó". Y por eso aquellos dos
discípulos [de Emaús], turbados por el amor divino, decían —Lc 24, 32—: "¿No ardían
nuestros corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos
declaraba las Escrituras?". Por lo cual leemos también en
Hechos 10, 44, que al predicar Pedro, el Espíritu Santo descendió sobre los que
escuchaban la divina palabra. Y esto ocurre frecuentemente en las
predicaciones, en cuanto los que vienen con un corazón duro se encienden en el
divino amor en virtud de la palabra de la predicación.
29. Lo segundo es la continua meditación del bien. Salmo 38, 4:
"Me ardía el corazón dentro del pecho".
Así es
que si quieres adquirir el amor divino, medita en el bien. En efecto, demasiado
duro tendría que ser el que meditando en los divinos beneficios que se le han
concedido, en los peligros que se le han evitado y en la bienaventuranza que de
nuevo se le ha prometido por Dios, no se inflamara en
el amor divino. Por lo cual dice San Agustín: "Duro es el corazón del
hombre, que no sólo no quiere dar amor sino que ni siquiera corresponder".
Siempre, así como los malos pensamientos destruyen la caridad, así también los
buenos la adquieren, la alimentan y la conservan. Así es que decidamos con
Isaías I, 16: "Quitad de ante mis ojos la iniquidad de vuestros
pensamientos". Sabiduría I, 3: "Los pensamientos perversos apartan de
Dios".
30. B) Por otra parte,
son también dos las cosas que aumentan la Caridad ya adquirida.
La
primera es el desprendimiento del corazón de las cosas
terrenas. En efecto, el corazón no puede portarse perfectamente en cosas
diversas. Por lo cual nadie puede amar a Dios y al mundo. Por lo mismo, cuanto
más se aleja el alma del amor de las cosas terrenas, tanto más se afirma en el
amor divino. Por eso dice San Agustín en el Libro de las 83 Cuestiones: "La ruina de la
caridad es la esperanza de alcanzar o guardar los bienes temporales; el
alimento de la caridad es la disminución de la concupiscencia; su perfección,
nula concupiscencia, porque la raíz de todos los males es la concupiscencia".
Así es que el que quiera alimentar la candad, aplíquese en disminuir las
concupiscencias.
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