SAN FRANCISCO DE SALES
Capítulo IV
De la necesidad de un director para entrar y avanzar en la devoción.
“El amigo fiel -dice la Sagrada
Escritura- es una excelente protección; el que lo ha encontrado, ha encontrado
un tesoro. El amigo fiel es una medicina de vida y de inmortalidad; los que
temen a Dios la encuentran”. Estas divinas palabras se refieren,
principalmente, a la inmortalidad, para alcanzar la cual es menester, ante todo
poseer este amigo fiel que guíe nuestras acciones con sus avisos y consejos, y
nos guarde, por este medio, de las asechanzas y engaños del maligno. Este amigo
será, para nosotros, como un tesoro de sabiduría en nuestras aflicciones,
tristezas y caídas; medicamento, que aliviará y consolará nuestros corazones,
en las dolencias del espíritu; nos librará del mal y procurará nuestro mayor
bien, y, si alguna vez caemos en enfermedad, impedirá que sea mortal y nos sacará
de ella.
Más, ¿quién
encontrará este amigo? Responde el Sabio: “Los que temen a Dios”; es decir, los
humildes, que sienten grandes deseos de avanzar en la vida espiritual. Pues, si
es para ti cosa de tanta monta, ¡oh Filotea!, caminar junto a un buen guía,
durante este santo viaje hacia la devoción, pide a Dios, con gran insistencia,
que te procure uno según su corazón, y no dudes; porque, aunque fuere menester
enviarte un ángel del cielo, como lo hizo con el joven Tobías, te dará uno bueno
y fiel.
Ahora
bien, este amigo ha de ser siempre para ti un ángel, es decir, cuando lo hayas
encontrado, no lo consideres como un simple hombre, y no confíes en él ni en su
saber humano sino en Dios, el cual te favorecerá y te hablará por medio de este
hombre, en cuyo corazón y en cuyos labios pondrá lo que fuere necesario para tu
bien. Debes, pues, escucharle como a un ángel, que desciende del cielo para
conducirte a él.
Háblale
con el corazón abierto, con toda sinceridad y fidelidad, y manifiéstale
claramente lo bueno y lo malo, sin fingimiento ni disimulación, y, por este
medio, el bien será examinado, y quedar a más asegurado, y el mal será
remediado y corregido; te sentirás aliviada y regulada en los consuelos. Ten,
pues, en ´el una gran confianza y, a la vez, una santa reverencia, de suerte
que la reverencia no disminuya la confianza, y la confianza no impida la
reverencia. Confía en él, con el respeto de una hija para con su padre, y respétalo
con la confianza de un hijo para con su madre: en una palabra, esta amistad ha
de ser fuerte y dulce, toda ella santa, toda sagrada, toda divina, toda
espiritual.
Y,
para esto, escoge uno entre mil, dice Ávila, y añado yo: entre diez mil, porque
son muchos menos de lo que parece los capaces de desempeñar bien este oficio.
Ha de estar lleno de caridad, de ciencia, de prudencia: si le falta una sola de
estas tres cualidades, es muy grande el peligro. Pero, te lo repito de nuevo, pídelo
a Dios, y, una vez lo hayas alcanzado, sé constante, no busques otros, sino
camina con sencillez, humildad y confianza, y tendrás un viaje feliz.
Capítulo V
Que es menester comenzar por la purificaci´on del alma
“Las
flores -dice el sagrado Esposo- apareen en nuestra tierra; el tiempo de podar y
cortar ha llegado”. ¿Qué son las flores de nuestros corazones, ¡oh Filotea!,
sino los buenos deseos? Ahora bien, en cuanto aparecen, es menester poner la
mano a la segur, para cortar, en nuestra conciencia, todas las obras muertas y
superfluas.
La
doncella extranjera, para casarse con un israelita, había de quitarse los
vestidos de cautiva, cortarse las uñas y rasurar los cabellos: y el alma que
aspira al honor de ser esposa del Hijo de Dios debe “despojarse del hombre
viejo y revestirse del nuevo”, dejando el pecado, cortando de raíz toda clase
de estorbos, que apartan del amor del Señor. El comienzo de nuestra santidad
consiste en purgar los malos humores del pecado.
San
Pablo quedó enteramente purificado, en un instante, y lo mismo le acaeció a
Santa Catalina de Génova, a Santa Magdalena, a Santa Pelagia y a algunos otros
santos; pero esta clase de purificación es absolutamente milagrosa y
extraordinaria, en el orden de la gracia, como la resurrección de los muertos
lo es en el orden de la naturaleza, por lo que no hemos de pretenderla. La purificación
y la curación ordinaria, así de los cuerpos como de las almas, no se hace sino
poco a poco, paso a paso, por grados, de adelanto en adelanto, con dificultad y
con tiempo. Los ángeles de la escala de Jacob tienen alas, pero no vuelan, sino
que suben y bajan ordenadamente de grada en grada. El alma que se remonta del
pecado a la devoción, es comparada a la aurora, la cual, cuando aparece, no
disipa en un instante, las tinieblas, sino lentamente. Dice un aforismo que
cuanto menos precipitada es la curación, es tanto más segura: las enfermedades del
corazón, como las del cuerpo, vienen a caballo y al galope, pero se van a pie y
al paso.
Conviene,
pues, ¡oh Filotea!, que seas animosa y paciente en esta empresa. ¡Ah! qué pena
da ver a ciertas almas que, al sentirse todavía sujetas a muchas
imperfecciones, después de haberse ejercitado en la devoción, se turban y
desalientan y se dejan casi vencer por la tentación de abandonarlo todo y de
volver atrás. Más, por el contrario, ¿no es también un peligro para las almas,
el que, por una tentación opuesta, lleguen a creer, el primer día, que ya están
purificadas de sus imperfecciones y, teniéndose por perfectas, echen a volar
sin alas? ¡Oh Filotea, es demasiado grande el peligro de caer, para desasirse
tan pronto de las manos del médico! ¡Ah!, “no os levantéis antes de que llegue la
luz -dice el profeta-; levantaos después de haber descansado”; y él mismo, después
de haber practicado este consejo y de haberse lavado y purificado, pide a Dios
que le lave y purifique de nuevo.
El
ejercicio de la purificación del alma no puede ni debe acabarse sino con la
vida. No nos turbemos, pues, por nuestras imperfecciones, porque nuestra perfección
consiste precisamente en combatirlas, y no podremos combatirlas sin verlas, ni
vencerlas sin encontrarlas. Nuestra victoria no estriba en no sentirlas, sino
en no consentir en ellas, y no es, en manera alguna, consentir el sentirse por
ellas acosado. Es muy provechoso, para el ejercicio de la humildad, que, alguna
vez, seamos heridos en este combate espiritual; sin embargo, nunca somos vencidos,
sino cuando perdemos la vida o el valor.
Ahora
bien, las imperfecciones y los pecados no pueden arrebatarnos la vida
espiritual, pues ésta sólo se pierde por el pecado grave; importa, pues, que no
nos desalienten: “Líbrame, Señor -decía David-, de la cobardía y del desaliento”.
Es, para nosotros, una condición ventajosa, en esta guerra, saber que siempre
seremos vencedores, con tal que queramos combatir.
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