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viernes, 2 de agosto de 2019

SANTA TERESA DE JESUS Y EL INFIERNO


Presentación:
Teresa de Jesús (1515-1582), fue una escritora influyente y fundadora de la orden religiosa de las carmelitas descalzas. También llamada Teresa de Ávila. En 1555, después de muchos años de sufrir grave enfermedad y someterse a ejercicios religiosos cada vez más rigurosos, experimentó un profundo despertar en el que vio a Jesús, el infierno, los ángeles y los demonios. En ocasiones sintió agudos dolores que, según sus palabras, estaban provocados por la punta de la lanza que un ángel que le clavaba en el corazón. Disgustada a causa de la indisciplina de las carmelitas decidió emprender la reforma de la orden y se convirtió, con el apoyo del Papa, en una dura oponente para sus inmediatos superiores religiosos.
Además de una mística de extraordinaria con profundidad espiritual, santa Teresa fue una organizadora muy capaz, dotada de sentido común, tacto, inteligencia, coraje y humor.
Canonizada en 1622, fue la primera mujer proclamada doctora de la Iglesia, en 1970. Su festividad se celebra el 15 de octubre.
A continuación nos enfocaremos en una experiencia mística que tuvo esta grande santa, tuvo varias visiones intelectuales sobre el infierno y cómo caían en él las almas en tal cantidad que se equiparaba al número de copos de nieve en una noche de invierno.
1) Amado Señor Jesús, te imploro que me ayudes a ser más humilde para poder reconocer todas mis faltas y poder arrepentirme. También la gracia de la conversión y una muerte serena.
2) Suplícale que tenga misericordia de todos nosotros y nos de la gracia de la conversión.
3) Represéntate en un lago de fuego, sintiendo que se despedaza la piel y el olor es sofocante. Rodeada de miradas llenas de maldad, que te acompañaran por siempre jamás. Recuerda que como el rico epulón, no tendrás ni una gota de agua para refrescar tu quemada lengua, ni se podrá dormir ni descansar.
4) Nos preguntemos, si en este momento nos tocaría morir. ¿Qué será de mi por toda la eternidad?

Relato:
Después de mucho tiempo que el Señor me había hecho ya muchas de las mercedes que he dicho y otras muy grandes, estando un día en oración me hallé en un punto toda, sin saber cómo, que me parecía estar metida en el infierno. Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado, y yo merecido por mis pecados. Ello fue en brevísimo espacio, mas aunque yo viviese muchos años, me parece imposible olvidárseme.
Parecíame la entrada a manera de un callejón muy largo y estrecho, a manera de horno muy bajo y oscuro y angosto. El suelo me pareció de un agua como lodo muy sucio y de pestilencial olor, y muchas sabandijas malas en él. Al cabo estaba una concavidad metida en una pared, a manera de una alacena, adonde me vi meter en mucho estrecho.
Todo esto era deleitoso a la vista en comparación de lo que allí sentí. Esto que he dicho va mal encarecido.
Esto otro me parece que aun principio de encarecerse como es no le puede haber, ni se puede entender; mas sentí un fuego en el alma, que yo no puedo entender cómo poder decir de la manera que es. Los dolores corporales tan insoportables, que, con haberlos pasado en esta vida gravísimos y, según dicen los médicos, los mayores que se pueden acá pasar (porque fue encogérseme todos los nervios cuando me tullí, sin otros muchos de muchas maneras que he tenido, y aun algunos, como he dicho, causados del demonio), no es todo nada en comparación de lo que allí sentí, y ver que habían de ser sin fin y sin jamás cesar.
Esto no es, pues, nada en comparación del agonizar del alma: un apretamiento, un ahogamiento, una aflicción tan sentible y con tan desesperado y afligido descontento, que yo no sé cómo lo encarecer. Porque decir que es un estarse siempre arrancando el alma, es poco, porque aun parece que otro os acaba la vida; mas aquí el alma misma es la que se despedaza.
El caso es que yo no sé cómo encarezca aquel fuego interior y aquel desesperamiento, sobre tan gravísimos tormentos y dolores. No veía yo quién me los daba, más sentíame quemar y desmenuzar, a lo que me parece. Y digo que aquel fuego y desesperación interior es lo peor.
Estando en tan pestilencial lugar, tan sin poder esperar consuelo, no hay sentarse ni echarse, ni hay lugar, aunque me pusieron en éste como agujero hecho en la pared. Porque estas paredes, que son espantosas a la vista, aprietan ellas mismas, y todo ahoga. No hay luz, sino todas tiniebla oscurísimas. Yo no entiendo cómo puede ser esto, que con no haber luz, lo que a la vista ha de dar pena todo se ve.
No quiso el Señor entonces viese más de todo el infierno. Después he visto otra visión de cosas espantosas, de algunos vicios el castigo. Cuanto a la vista, muy más espantosos me parecieron, mas como no sentía la pena, no me hicieron tanto temor; que en esta visión quiso el Señor que verdaderamente yo sintiese aquellos tormentos y aflicción en el espíritu, como si el cuerpo lo estuviera padeciendo.
Yo no sé cómo ello fue, más bien entendí ser gran merced y que quiso el Señor yo viese por vista de ojos de dónde me había librado su misericordia. Porque no es nada oírlo decir, ni haber yo otras veces pensado en diferentes tormentos (aunque pocas, que por temor no se llevaba bien mi alma), ni que los demonios atenazan, ni otros diferentes tormentos que he leído, no es nada con esta pena, porque es otra cosa. En fin como de dibujo a la verdad, y el quemarse acá es muy poco en comparación de este fuego de allá.
Yo quedé tan espantada, y aún lo estoy ahora escribiéndolo, con que ha casi seis años, y es así que me parece el calor natural me falta de temor aquí adonde estoy. Y así no me acuerdo vez que tengo trabajo ni dolores, que no me parece nada todo lo que acá se puede pasar, y así me parece en parte que nos quejamos sin propósito. Y así torno a decir que fue una de las mayores mercedes que el Señor me ha hecho, porque me ha aprovechado muy mucho, así para perder el miedo a las tribulaciones y contradicciones de esta vida, como para esforzarme a padecerlas y dar gracias al Señor que me libró, a lo que ahora me parece, de males tan perpetuos y terribles.
Después acá, como digo, todo me parece fácil en comparación de un momento que se haya de sufrir lo que yo en él allí padecí. Espántame cómo habiendo leído muchas veces libros adonde se da algo a entender las penas del infierno, cómo no las temía ni tenía en lo que son. ¿Adónde estaba? ¿Cómo me podía dar cosa descanso de lo que me acarreaba ir a tan mal lugar? ¡Seáis bendito, Dios mío, por siempre! Y ¡cómo se ha parecido que me queríais Vos mucho más a mí que yo me quiero! ¡Qué de veces, Señor, me librasteis de cárcel tan tenebrosa, y cómo me tornaba yo a meter en ella contra vuestra voluntad!
De aquí también gané la grandísima pena que me da las muchas almas que se condenan (de estos luteranos en especial, porque eran ya por el bautismo miembros de la Iglesia), y los ímpetus grandes de aprovechar almas, que me parece, cierto, a mí que, por librar una sola de tan gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana. Miro que, si vemos acá una persona que bien queremos, en especial con un gran trabajo o dolor, parece que nuestro mismo natural nos convida a compasión y, si es grande, nos aprieta a nosotros. Pues ver a un alma para sin fin en el sumo trabajo de los trabajos, ¿quién lo ha de poder sufrir? No hay corazón que lo lleve sin gran pena. Pues acá con saber que, en fin, se acabará con la vida y que ya tiene término, aun nos mueve a tanta compasión, esto otro que no le tiene no sé cómo podemos sosegar viendo tantas almas como lleva cada día el demonio consigo.
Esto también me hace desear que, en cosa que tanto importa, no nos contentemos con menos de hacer todo lo que pudiéremos de nuestra parte. No dejemos nada, y plega (agrade) al Señor sea servido de darnos gracia para ello.
Cuando yo considero que, aunque era tan malísima, traía algún cuidado de servir a Dios y no hacía algunas cosas que veo que, como quien no hace nada, se las tragan en el mundo y, en fin, pasaba grandes enfermedades y con mucha paciencia, que me la daba el Señor; no era inclinada a murmurar, ni a decir mal de nadie, ni me parece podía querer mal a nadie, ni era codiciosa, ni envidia jamás me acuerdo tener de manera que fuese ofensa grave del Señor, y otras algunas cosas, que, aunque era tan ruin, traía temor de Dios lo más continuo; y veo adonde me tenían ya los demonios aposentada, y es verdad que, según mis culpas, aun me parece merecía más castigo.
Mas, con todo, digo que era terrible tormento, y que es peligrosa cosa contentarnos, ni traer sosiego ni contento el alma que anda cayendo a cada paso en pecado mortal; sino que por amor de Dios nos quitemos de las ocasiones, que el Señor nos ayudará como ha hecho a mí. Plega (agrade) a Su Majestad que no me deje de su mano para que yo torne a caer, que ya tengo visto adónde he de ir a parar. No lo permita el Señor, por quien Su Majestad es, amén.
Andando yo, después de haber visto esto y otras grandes cosas y secretos que el Señor, por quien es, me quiso mostrar de la gloria que se dará a los buenos y pena a los malos, deseando modo y manera en que pudiese hacer penitencia de tanto mal y merecer algo para ganar tanto bien, deseaba huir de gentes y acabar ya de en todo y apartarme del mundo.
No sosegaba mi espíritu, mas no desasosiego inquieto, sino sabroso. Bien se veía que era de Dios, y que le había dado Su Majestad al alma calor para digerir otros manjares más gruesos de los que comía. Pensaba qué podría hacer por Dios.
Santa Teresa de Jesús nos cuenta en otra ocasión: ―Un día murió cierta persona, que había vivido harto mal y por muchos años. Murió sin confesión, mas con todo esto no me parecía a mí que se había de condenar. Estando amortajando el cuerpo, vi muchos demonios tomar aquel cuerpo y parecía que jugaban con él... Cuando echaron el cuerpo en la sepultura, era tanta la multitud de demonios, que estaban dentro para tomarle, que yo estaba fuera de mí de verlo y no era menester poco ánimo para disimularlo. Consideraba qué harían de aquella alma, cuando así se enseñoreaban del triste cuerpo. Ojalá el Señor hiciera ver esto que yo vi a todos los que están en mal estado, que me parece fuera gran cosa para hacerlos vivir bien. (Vida 38,24).

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