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martes, 23 de julio de 2019

San Bruno y el Difunto que Habla


SAN BRUNO FUNDADOR DE LOS MONJES TRAPENSES

Presentación:
Vamos a examinar bien dos cosas:
1) Si existe verdaderamente un infierno y que es el infierno. A pelo aquí a tu buena fe y a tu lealtad.
Lo que los pueblos han creído siempre, constituye lo que se llama una verdad de sentido común, que si os parece mejor de sentimiento común universal. Quien quiera rehusarse a admitir una de estas verdades universales, no tendría como se dice, sentido común.
En el libro de Job, dice que los impíos que rebosan de bienes y dicen a Dios, no tenemos necesidad de vos, no queremos vuestra ley, a que fin serviros y rogaros. Esos impíos caen de repente en el infierno. Job llama al infierno, la región de las tinieblas, la región sumergida en las sombras de la muerte, la región de las desdichas y de las tinieblas, en las que no existe orden alguno y la sombra de la muerte, donde reina el horror eterno.
He aquí testimonios más que respetables y que se remontan a los más apartados orígenes históricos. Mil años antes de la era cristiana, cuando no se trababa aun historia griega ni romana, David y Salomón hablan con frecuencia del infierno como de una gran verdad. De tal modo conocida y admirada por todos, que no hay necesidad de demostrarla.
Este terrible dogma forma parte del tesoro de las grandes verdades universales, que constituye la luz de la verdad. Luego no es posible que un hombre sensato la ponga en duda, diciendo la locura de una orgullosa ignorancia, no hay infierno, luego sí lo hay. El infierno no ha sido inventado ni pudo serlo.
No amigos, nunca nadie ha inventado el infierno, no ha sido y nunca podrá serlo. La eternidad de las penas del infierno, es un dogma que la razón no puede comprender, puede comprender el hombre. No el hombre no ha inventado el infierno, ni lo habría podido inventar. El dogma del infierno se remonta hasta el mismísimo Dios, forma parte de la formación primitiva que es la base de la religión y de la vida moral del género humano.
En primer lugar debemos decir que el infierno es para castigar a los réprobos, no para dejarlos volver al mundo, a los que haya van, haya se quedan, porque siempre aparece la pregunta, si es que hay verdaderamente un infierno, como es que nadie ha vuelto de él. Decís que de allá no vuelven, esto es verdad en el orden habitual de la providencia. ¿Pero es cierto que no hay vuelto nadie del infierno, estáis seguro de que Dios en un acto de misericordia y de justicia no haya permitido a un condenado aparecerse en el mundo? En la Sagrada escritura y en la historia se leen pruebas de lo contrario.
Y por supersticiosa que sea la creencia casi general, en lo que se llama los aparecidos, seria inexplicable si no arrancase de un fondo de verdad. Permitidme ahora que me refiera algunos hechos, cuya autenticidad parece evidente y que prueban la existencia del infierno, por el intachable testimonio de los mismos que están en aquel lugar.
1) Jesús, te suplico e imploro Tu misericordia para los pobres pecadores y te pido luz y la gracia de la conversión. No permitas que se pierdan almas redimidas con tan Preciosa, Santísima Sangre Tuya.
2) Reconozcamos que somos tan malos cristianos que diferimos hasta la hora de la muerte el arreglo de la conciencia. «Cuando se echare encima la destrucción como una tempestad..., entonces me llamarán, y no iré...; comerán los frutos de su camino» (Pr., 1, 27, 28 y 31). 3) Roguemos que nos asistan, los sacramentos de la Confesión, Comunión y Extremaunción en la hora de la muerte.
Relato:
En la vida de San Bruno, fundador de los cartujos, se encuentra un hecho estudiado muy a fondo, por los doctísimos bolandistas, y que presenta ala critica más formal, todos los caracteres históricos, de la autenticidad.
Un hecho acontecido en Paris, en pleno día, en presencia de muchos miles de testigos, cuyos detalles han sido recogidos por sus contemporáneos y que ha dado origen a una gran orden religiosa.
Acababa de fallecer un célebre doctor de la universidad de Paris, llamado Reimond Diocre, dejando universal admiración entre todos sus alumnos, corría el año 1082, uno de los más sabios doctores de esos tiempos conocido por todo Europa por su ciencia, su talento y sus virtudes, llamado Bruno, hallábase en Paris con cuatro compañeros, y se hizo un deber asistir a las exequias del ilustre difunto. El cuerpo se había depositado en la gran sala de la cancillería cerca de la Iglesia de Nuestra Señora y una inmensa multitud rodeaba respetuosamente la cama, en la que costumbre de aquella época estaba cubierto el difunto con un simple velo.
En el momento en que se leía una de las lecciones del oficio de difuntos, que dice así, ―respóndeme cuan grandes y numerosas son tus iniquidades‖ la cuarta lectura de maitines de la misa de difuntos. Sale de debajo del fúnebre velo, una voz sepulcral y todos los concurrentes, escuchan claramente estas palabras.
-―Por justo juicio de Dios he sido acusado‖.
Acuden inmediatamente, levantan el paño mortuorio, y el pobre difunto estaba allí inmóvil, helado, completamente muerto. Continuose la ceremonia por un momento interrumpida, hallándose aterrorizados y llenos de temor todos los concurrentes, se vuelve a comenzar el oficio, y se llega de nuevo a la referida lección, ―respóndeme‖ y a plena vista de todos, el muerto se levanta y con robusta y acentuada voz dice:
-―Por justo juicio de Dios he sido juzgado‖. Y vuelve a caer.
El terror del auditorio llega hacia su colmo, dos médicos justifican nuevamente su muerte. El cadáver sigue rígido, frio, no se tuvo ya valor para continuar y se aplazo el oficio, hasta el día siguiente. Las autoridades eclesiásticas no sabían que resolver, unos decían, ―es un condenado es indigno de las oraciones de la Iglesia‖, otros decían ―no, todo esto en duda es espantoso, pero en fin, no seremos todos acusados, primero y después juzgados por justo juicio de Dios como dijo el muerto‖. El obispo fue de este parecer. Y al día siguiente, a la misma hora volvía a comenzar la fúnebre ceremonia hallándose presente como en la víspera Bruno y sus compañeros. Toda la universidad, todo Paris, había acudido a la Iglesia de nuestra Señor, vuelve pues a comenzar el oficio, a la misma lección respóndeme.
El cuerpo del doctor Raimond se levanta de su asiento y con un acento indescriptible que hiela de espanto a todos los concurrentes exclama: ―por justo juicio de Dios, he sido condenado‖ y volvió a caer inmóvil.
Esta vez no quedaba duda alguna, el terrible prodigio justificado hasta la evidencia no admitía replica, por orden obispo y previa sesión, se despojo al cadáver de las insignias de sus dignidades y fue llevado al sitio donde se vacían el estiércol o la basura.
Al salir de la gran sala de la cancillería, Bruno, San Bruno, que contaría entonces con cuarenta y cinco años de edad, se decidió irrevocablemente a dejar el mundo. Y se fue con sus compañeros a buscar en las soledades de la gran cartuja, un retiro donde pudiese asegurar su salvación, y preparase así despacio para los justos juicios de Dios.
Conclusión y suplicas:
Verdaderamente he aquí un condenado que volvió del infierno, no para salir de él, sino para dar de él un irrecusable testimonio. ¡Oh Dios mío! Si yo hubiera muerto en aquella ocasión, ¿dónde estaría ahora? Te doy gracias por haberme esperado y por todo ese tiempo en que debiera haberme hallado en el infierno, desde aquel instante en que te ofendí. Dame luz y conocimiento del gran mal que hice al perder voluntariamente tu gracia... Perdóname, Jesús mío, que yo me arrepiento de todo corazón y sobre todos los males de haber menospreciado tu bondad infinita. Espero que me hayas perdonado... Ayúdame, Salvador mío, para que no vuelva a perderte jamás... ¡Ah Señor! Si volviese a ofenderte después de haber recibido de Vos tantas luces y gracias, ¿no sería digno de un infierno sólo creado para mí?... ¡No lo permitas, por los merecimientos de la Sangre que por mí derramaste! Dame la santa perseverancia; dame tu amor... Te amo, y no quiero dejar de amarte jamás. Ten, Dios mío, misericordia de mí, por el amor de Jesucristo tu amado hijo.



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