El P. de Caussade hace a este propósito muy atinadas reflexiones: «Dios permite nuestras pequeñas infidelidades, a fin de convencernos más íntimamente de nuestra debilidad, y para hacer morir poco a poco en nosotros esta desdichada estima de nosotros mismos, que nos impediría adquirir la verdadera humildad de corazón. Ya lo sabemos; nada hay más agradable a Dios que este absoluto desprecio de sí, acompañado de una entera confianza puesta solamente en El.
Grande
es, pues, la gracia que este Dios de bondad nos hace cuando nos constriñe a
beber, las más de las veces a pesar de nuestra repugnancia, este cáliz temido
por nuestro amor propio y nuestra naturaleza caída. De no hacerlo así, jamás curaríamos
de una presunción secreta y de una orgullosa confianza en nosotros mismos.
Nunca llegaremos a comprender, cual conviene, que todo el mal viene de
nosotros, y todo bien sólo de Dios; y para hacernos habitual este doble sentimiento,
se precisa un millón de experiencias personales, y tanto más, cuanto que estos
vicios ocultos en nuestra alma son mayores y más arraigados. Son, pues, para
nosotros muy saludables estas caídas, en cuanto que sirven para conservarnos
siempre pequeños y humillados delante de Dios, siempre desconfiados de nosotros
mismos, siempre anonadados a nuestros propios ojos. Nada más fácil, en efecto,
que servirnos de cada una de nuestras faltas para adquirir un nuevo grado de
humildad, y de este modo ahondar más en nosotros el fundamento de la verdadera
santidad.
¿Por
qué no admirar y bendecir la infinita bondad de Dios, que así sabe sacar
nuestro mayor bien hasta de nuestras faltas? Basta para esto no amarlas,
humillarse dulcemente y levantarse con infatigable constancia después de cada
una de ellas, y después trabajar en corregirse.»
En
cuanto a las consecuencias penales del pecado, si Dios permite que no las
podamos evitar, hemos de recibirlas con humilde aquiescencia al divino
beneplácito. Consecuencias del pecado son, por ejemplo, la confusión en
presencia de nuestros hermanos, alguna herida causada a nuestra reputación, un
quebrantamiento en la salud. Puede acontecer que nuestra negligencia, nuestras
indiscreciones, maledicencias, arrebatos, en fin, nuestro mal carácter, nos procuren
disgustos, humillaciones, mortificaciones, perjuicios en nuestros intereses.
Nuestras faltas nos dejarán tras sí una turbación, preocupación de espíritu,
penosas inquietudes. Dios no ha querido el pecado, pero quiere sus
consecuencias; nos hace sufrir para curarnos, y nos hiere aquí abajo, a fin de
no verse precisado a castigarnos en el otro mundo. ¡Señor!, hemos de exclamar
entonces, bien merecido lo tengo; Vos lo habéis permitido, Vos lo habéis
querido así, hágase vuestra voluntad, que yo la adoro y a ella me someto. Todo
esto lo realizamos sin turbación, sin disgusto, sin inquietud, sin desaliento,
recordando que Dios, aunque odia el pecado, sabe hacer de él instrumento muy
útil para conservarnos en la abyección y en el desprecio de nosotros mismos.
Con
esta misma filial tranquilidad aceptaremos las consecuencias penales de
nuestras imprudencias. En opinión del P. dc Caussade, «apenas hay prueba más
mortificante para el amor propio; y por lo mismo, no existe quizá otra más santificadora
que ésa. No es tan difícil ni con mucho aceptar las humillaciones que vienen de
fuera y que en manera alguna hemos provocado. Nos resignamos también más
fácilmente a la confusión causada por faltas más graves en sí mismas con tal
que se mantengan ocultas; mas una sencilla imprudencia que lleva consigo
consecuencias desagradables, patentes a la vista de todos, he aquí sin género
de duda la más humillante de las humillaciones, y ved ahí, por consiguiente,
una excelente ocasión para herir de muerte al amor propio, y que jamás habremos
de desperdiciar. Tómase entonces el corazón con ambas manos y se le obliga, a
pesar de su resistencia, a hacer un acto de perfecta resignación, siendo éste
el momento más favorable para decir y repetir el fiat de un perfecto abandono;
más aún, es preciso esforzarse por llegar hasta la acción de gracias y añadir
al fiat el Gloria Patri. Una sola prueba así aceptada hace progresar a un alma
más que numerosos actos de virtud».
San
Francisco de Sales «jamás se impacientaba contra sí mismo, ni contra sus
propias imperfecciones, y el disgusto que experimentaba por sus faltas era
tranquilo, reposado y firme; pues juzgaba que nos castigamos mucho más a
nosotros mismos con el arrepentimiento tranquilo y constante, que con el agrio,
inquieto y colérico; y tanto más, cuanto que estos arrepentimientos de la
impetuosidad no obedecen a la gravedad de nuestras faltas, sino a nuestras
inclinaciones. En cuanto a mí -decía-, si hubiera dado una caída lamentable, no
reprendería a mi corazón de esta forma: ¿no eres un miserable y digno de
abominación, tú que, después de tantas resoluciones, aún te dejas arrastrar de
la vanidad? Muere de vergüenza, y no levantes ya los ojos al cielo, ciego, desconsiderado,
traidor y desleal a tu Dios. Más bien le corregiría razonablemente y por vía de
compasión: Vamos, pobre corazón mío; arriba, pues otra vez hemos caído en la fosa
que tanto habíamos procurado evitar. ¡Vamos!, levantémonos, abandonémosla para
siempre, imploremos la misericordia de Dios y esperemos que ella nos asistirá
para ser más firmes en lo sucesivo, y volvamos al camino de la humildad. Animo,
pues; velemos sobre nosotros mismos, que Dios nos ayudará. Y como efecto de
esta reprensión querría tomar una sólida y firme resolución de no volver a
caer, tomando para ello los medios convenientes».
Por su
parte, el P. de Caussade aconseja dirigir sin cesar a Dios esta oración
interior: «Señor, dignaos preservarme de todo pecado, y de un modo especial en
tal materia. Mas, en cuanto a la pena que debe curar mi amor propio, a la humillación,
a la santa abyección que hiere mi orgullo y que debe abatirlo, la acepto por el
tiempo que os plazca, y os la agradezco como una gracia especial. Haced, Señor,
que estos amargos remedios produzcan su efecto, que curen mi amor propio y me
ayuden a adquirir la santa humildad, que es el sólido fundamento de la vida
interior y de toda perfección.»
A
pesar de la oración y de los esfuerzos, se cometerán nuevas faltas, cuyo único
remedio estriba en humillarnos siempre más profundamente, volver a Dios con la
misma confianza y reanudar el combate sin desanimarnos jamás. «Si de una vez
aprendemos a humillamos sinceramente por nuestras menores faltas, levantarnos
sin demora mediante la confianza en Dios, con paz y dulzura, será esto seguro remedio
para lo pasado, un socorro poderoso para el presente, un eficaz preservativo
para el porvenir. Mas el abandono bien comprendido ha de librarnos de esta impaciencia
que hace deseemos llegar de un salto a la cumbre de la montaña, de la santidad
y que sólo consigue alejarnos de ella. El único camino es el de la humildad; y
la impaciencia es una de las formas del orgullo. Trabajemos con todas nuestras
fuerzas en la corrección de nuestros defectos, mas resignémonos a no
conseguirlo en un solo día. Pidamos a Dios con las más vivas instancias y
confianza más filial, esta gracia decisiva que nos arrancará por completo de
nosotros mismos para hacernos vivir únicamente en El y dejémosle con filial
abandono el cuidado de determinar el día y la hora en que tal gracia ha de
sernos otorgada.»
9. LAS PRUEBAS INTERIORES EN GENERAL
Hemos considerado ya los bienes y los males temporales, la esencia de la vida espiritual y sus modalidades extrínsecas.
Réstanos
estudiar las penas de la vida interior; primero en general, y después algunas
en particular, como las tentaciones, las arideces, las oscuridades, etc. Allí
en donde el abandono será moneda corriente, pues, estas pruebas son inevitables
y muy frecuentes; según San Alfonso, constituyen «la más amarga de todas las
penas posibles».
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