DAVID Y GOLIAT
Y como Dios tenga sus ojos puestos en el
corazón contrito y humillado (Ps., 50, 19), y dé su gracia a los
tales humildes (Jac., 4, 6), da mayor gracia a los más humildes. Y la ocasión
de ello fue haber pecado muchos pecados, los cuales ellos confiesan y gimen;
mas no desesperan, y alegan delante la misericordia de Dios, qué pues su miseria
y daño es muy grande, sea con ellos la misericordia de Él copiosa y muy grande.
Y así decía David: Ten, Señor, misericordia de mí según tu gran misericordia. Y
como Dios, según hemos dicho, mira con ojos de misericordia al pecador contrito
y humillado, da aquí mayor perdón y mayor gracia, que donde no hay tantos
pecados ni tanta humildad; cumpliéndose lo que dijo San Pablo (Rom., 5), que
donde el pecado abundó, la gracia sobrepujó; y resulta la mayor caída del
nombre en mayor alabanza de Dios, pues le da mayor perdón y más gracia.
¿Quién,
pues, habrá que esto entienda, que se desespere por tener muchas deudas, pues
que ve que la liberalidad y merced del Señor es manifestada y más glorificada
en dar mayor suelta, y que toma Dios por honra de su nombre el perdonar, y
perdonar mucho?
Antes,
conociendo que es cosa justa que el Señor y su nombre sean glorificados,
diremos, no con desesperación, más muy confiados (Ps., 24): Por tu nombre,
Señor, me perdonarás mi pecado, porque es mucho. Y la gloria que de aquí Dios
saca, no nace de nuestro pecado, pues que de sí mismo es desprecio y desacato
de Dios; mas procede de la omnipotente bondad divinal, que saca bien de los
males, y hace que le sirvan sus enemigos con dar materia para que sus amigos le
alaben.
Acordaos,
que estando el pueblo de Dios, cuando de Egipto salió, en muy grande aprieto, y
que esperaban la muerte de mano de los enemigos que tras ellos venían, díjoles
Moisés (Ex., 14, 13): No temáis, porque estos gitanos (gitanos: egipcios)
perecerán, y nunca más los veréis. Y como la mar ahogase a los gitanos
(gitanos: egipcios) y los echase a la orilla, se pararon a mirar los hijos de
Israel; y aunque los vieron, los vieron muertos, y tan sin temor de mirarlos,
como si nunca más los miraran; y tomaron ocasión de dar gloria a quien los
mató, y dijeron (Ex., 15, 1): Cantemos al Señor, porque gloriosamente ha sido
engrandecido: que al caballo y al caballero ahogándolos ha en el mar. Todo lo
cual es figura de aquel aprieto en que nuestros pecados nos ponen, representándosenos
como enemigos muy fuertes que nos quieren matar y tragar; mas la divina
palabra, llena de toda buena esperanza, nos esfuerza diciendo que no desesperemos
ni tornemos atrás a los vicios de Egipto, más que siguiendo el propósito bueno,
con que comenzamos el camino de Dios, estemos en pie confortados con su
socorro, para que veamos sus maravillas; las cuales son, que en la mar de su misericordia,
y en la sangre bermeja de Jesucristo su Hijo, son ahogados nuestros pecados; y
también el demonio que caballero en ellos venía, para que ni él ni ellos nos
puedan dañar; antes acordándonos de ellos, aunque nos duelan como es razón, nos
den ocasión que demos gracias y gloria al Señor Dios nuestro por habernos sido
piadoso Padre en nos perdonar, y sapientísimo en sacar bienes de nuestros
males, matando de verdad el pecado que nos mataba. Y lo que queda
vivo
de él que es la memoria de lo haber cometido, hace que sirva para que sus
escogidos sean más aprovechados que antes, y ensalzadores de la honra de Dios.
CAPITULO 22
Donde se prosigue el tratar de la misericordia que el Señor usa con
nosotros, venciendo su Majestad nuestros enemigos por admirable manera.
Esta
admirable hazaña de Dios, que saca triaca de la ponzoña contra la misma
ponzoña, sacando del pecado la destrucción del mismo pecado, nace y tiene semejanza
de otra hazaña que el Altísimo hizo, no menor, sino mayor que ésta y que todas;
la cual fue la obra de su Encarnación y Pasión. En la cual no quiso Dios pelear
con sus enemigos con armas de la grandeza de su Majestad, mas tomando las armas
de nuestra bajeza, vistiéndose de carne humana, que aunque limpia de todo
pecado, fue semejante a carne de pecado (Rom., 8, 3), pues fue sujeta a penas y
muerte, lo cual el pecado metió en el mundo. Y con estas penas y muerte, que
sin deberlas tomó, venció y destruyó nuestros pecados; destruidos los cuales,
se destruyen penas y muerte, que entraron por ellos; como si uno pegase fuego a
un tronco de un árbol con los mismos ramos del árbol, y así quemase el tronco y
los ramos. ¡Cuán engrandecida, Señor, es tu gloria! Y ¡con cuánta razón te
debemos cantar y alabar, mejor que al otro David, pues sales al campo contra
Goliath que ponía en aprieto al pueblo de Dios, sin haber quien lo pudiese
vencer, ni aun osase entrar en campo con él! (1 Reg., 17.) Mas tú, Señor, Rey
nuestro y honra nuestra, disimulando las armas de tu omnipotencia y vida
divina, que en cuanto Dios tienes, peleaste con él; tomando en tus manos el
báculo de tu cruz, y en tu santísimo cuerpo cinco piedras, que son cinco
llagas, lo venciste y lo mataste. Y aunque fueron cinco las piedras, sola una bastaba
para la victoria; porque aunque menos pasaras de lo que pasaste, había
merecimientos en Ti para nos redimir. Mas Tú, Señor, quisiste que tu redención
fuese copiosa y que sobrase, para que así fuesen confortados los flacos y
encendidos los tibios, con ver el excesivo amor con que padeciste y mataste
nuestros pecados; figurados en Goliath, al cual mató David, no con espada propia
que él llevase, mas con la misma que el gigante tenía; por lo cual la victoria
fue más gloriosa, y el enemigo más deshonrado. Mucha honra ganara el Señor si,
con sus propias armas de vida y omnipotencia divina, peleara con nuestros
pecados y muerte, y los deshiciera; mas mucha más ganó en vencerlos sin sacar
Él su espada, antes tomando la misma espada y efecto del pecado, que son penas
y muerte, condenó al pecado en la carne (Rom., 8, 3) ofreciendo Él su carne
para que fuese penada y tratada como si fuera carne de pecador, siendo carne de
justo y de Dios, para que por esta vía, como dice San Pablo, la justificación
de la Ley se cumpliese en nosotros, que no andamos según la carne, mas según el
espíritu.
Y pues
la justificación de la Ley se cumple en nosotros, por andar según el espíritu,
claro es que estas tales obras con que se cumple la Ley son cuales ella las pide,
y con las cuales ella se satisface. Y así consta haber falsamente hablado quien
dijo que «todas las obras que hacía un justo eran pecado» (Tal es el error
grande y herético de Martín Lutero, que desconoció el efecto santificador
producido el alma por la gracia divina y sobrenatural que Jesucristo nos
mereció con su preciosísima sangre). Cristo venció perfectamente al pecado,
mereciéndonos perdón para los hechos, y fuerza para no los hacer. Y así libró
nuestra ánima de la Ley del pecado, pues no le tenemos ya por señor. Y nos libró
del daño de las penas, pues que, dándonos gracia para sufrirlas, satisfacemos
con ellas la pena que en purgatorio debemos, y ganamos en el cielo coronas (en esta
vida presente y mortal, ya que en el purgatorio ya no se puede merecer).
Y
también nos libró de la Ley de la muerte; porque aunque hayamos de pasar por
ella, no hemos de permanecer en ella, mas como quien se echa a dormir, y
después recuerda, nos ha el Señor de resucitar para vivir una vida que nunca
más muera, y tan bienaventurada que reformará el cuerpo de nuestra bajeza, y lo
hará conforme al cuerpo de su claridad (Phil., 3, 21). Y entonces, alegres y
asegurados del todo, despreciando nuestros enemigos y triunfando, diremos (1
Cor., 15, 55): Muerte, ¿qué es de tu victoria? Muerte, ¿qué es de tu aguijón?
El cual es el pecado, en quien la muerte tiene su fuerza para herir, como la
abeja en su aguijón, pues por el pecado entró la muerte en el mundo (Rom., 5,
12).
Muy a propósito para salir del fango del pecado.
ResponderEliminarCuando el alma necesita fortaleza.
Y palabras alentadoras.