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jueves, 13 de junio de 2019

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY



8. LOS FRACASOS Y LAS FALTAS

Mas, a pesar de todo, dirá alguno, si yo conozco que mis faltas multiplicadas han sido impedimento a mi progreso en las virtudes, y que ese retraso en la corrección de mis defectos proviene de mi negligencia, ¿cómo no inquietarme por ello? Imploremos de Dios el perdón, detestemos la ofensa y aceptemos humildemente la pena y la humillación que de ahí nos viene; y sin perder el tiempo, el valor y la paz en estériles lamentaciones, trabajemos con diligencia en realizar mayores progresos en lo porvenir. Pero permanezcamos tranquilos, pues la turbación es nuevo mal y no remedio, y el desaliento sería el peor de los castigos. Por otra parte, nuestras mismas faltas, con tal de que nos levantemos y volvamos a emprender el camino evitando los escrúpulos y la inquietud, no detienen la marcha hacia adelante, sino que al contrario, nos enseñan, según expresión de San Gregorio, «esta perfección poco común que consiste en reconocer que uno no es perfecto».
Son el velo bajo el cual oculta Dios a las almas sus virtudes para impedir la sana complacencia, y a veces tómase de ellas ocasión para renovarse en una humilde vigilancia y hacer a la oración más suplicante; son, en fin, una lección que nos instruye, un aguijón que nos hace apresurar el paso y hasta sirven de provecho a quien sabe utilizarlas.
Artículo 3º.- El fracaso en el trato con las almas
De igual modo, al ejercitar el celo para con las almas, hemos de hacer lo que de nosotros dependa con fervor prudente y sostenido, pero en apacible abandono. Dios, en efecto, pide el deber, pero no exige el éxito.
Ante todo es necesario amar a las almas en Dios. A medida que aumenta en nuestros corazones el fuego del santo amor, debe producir la llama del celo, y de un celo verdaderamente católico, tan vasto como el mundo.
Algunas almas nos serán especialmente queridas, sea porque están a nuestro cargo, sea por otros títulos particulares. A la luz de la eternidad es como convendrá considerarlas a todas; el Soberano Juez nos pedirá cuenta de ellas, el infierno las acecha y el cielo no se abrirá quizá a muchas sino por nosotros; por tanto, hemos de hacer donación total y completa de las almas a Dios y de Dios a las almas. El Padre ha sacrificado a su unigénito Hijo, objeto único de sus complacencias, para que el mundo no perezca y tenga vida eterna. Nuestro Señor se inmola sobre la Cruz, se ofrece a cada instante sobre nuestros altares, alimenta las almas con su propia sustancia, les da la Iglesia, el Sacerdocio, los Sacramentos y les prodiga las gracias interiores y exteriores. Por medio de su Espíritu Santo ilumina y atrae, estrecha y rodea, conquista y sostiene y persigue, y hace volver y perdona; en una palabra, nos ama a pesar de nuestras miserias y casi sin medida. ¡Bello ejemplo que ha movido profundamente a los santos y que confundirá nuestra tibieza! Por grande que sea nuestro celo, ¿podrá compararse con el de Dios?
A la manera de Dios es como se precisa amar a las almas, conformándonos con su conducta y con el orden de su Providencia, habiéndonos Dios hecho libres, jamás hará violencia a nuestra voluntad, pero da a todos con abundancia, a unos más a otros menos, en la medida y tiempo y en la forma que a Él le place. También nosotros daremos a todos, en especial a aquellos que deben sernos más amados; la oración, el ejemplo y el sacrificio; pondremos cuidado particular en la oración pública, si nos hallamos honrados con este sublime apostolado, y si por cualquier otro título nos son confiadas las almas, cuidaremos de ellas con un celo proporcionado al amor que Dios las tiene, al precio que tienen ante sus ojos. Cumpliremos nuestro deber y orando con incansable fervor conservaremos la paz, por el debido respeto a los derechos de Dios y al orden de su Providencia; puesto que es dueño de sus dones y ha juzgado conveniente otorgar a las almas libre albedrío.
No faltarán decepciones. Dios mismo, por más que posea la llave de los corazones, no penetra por la fuerza, se detiene a la puerta y llama. Mas he aquí el misterio de la gracia y de la correspondencia: el uno se apresura, el otro rehúsa abrir; muchos no ponen atención, y con harta frecuencia Dios queda fuera. Nuestro dulce Salvador, el bienhechor y el amigo por excelencia, ha venido a sus dominios y los suyos no le han recibido, sino que los mal intencionados tratan de sorprenderle en sus palabras y discursos; la multitud se retira, Judas le traiciona, los demás Apóstoles huyen y, cuando cae bajo los golpes de sus enemigos, su Iglesia no es sino frágil arbolillo combatido por la tempestad. Los discípulos no han de ser más que su Maestro: a pesar de los prodigios que obran, los Apóstoles terminan por dejarse matar, dejando un rebaño, débil aún, en medio de lobos; si algunos santos han conseguido los éxitos más brillantes, otros, y no de los menores, han fracasado en apariencia y hasta el fin. Para no citar sino a San Alfonso, diremos que sus primeros discípulos le abandonan y, en lo sucesivo, ¡cuántos otros que se marchan o han de ser eliminados! Dos de ellos llegan al extremo de confabularse para desacreditarle ante el Soberano Pontífice y hacer que le expulsase de la Orden. Todos estos contratiempos eran necesarios para elevar al fundador a la cumbre de la santidad, y establecer su fundación sobre la roca firme del Calvario. Mas, como los designios de Dios no se manifiestan sino con lentitud, no es pequeña prueba para un sacerdote celoso ver en peligro las almas, o para un Superior dejar en una mediocridad a aquellas a las que se proponía conducir a la santidad.
Por dolorosa que sea la falta de éxito, es preciso ver en ella una permisión de Dios, recibirla con un tranquilo abandono, y hacerla servir para nuestro progreso espiritual. Es una de las ocasiones más propicias para abismarnos en la humildad, desprendernos de la vanagloria y de las consolaciones humanas, depurar nuestras intenciones y buscar sólo a Dios en el trato con las almas. Con el Profeta Rey bendeciremos a la Providencia por habemos humillado, pues con harta frecuencia el éxito ciega, infla y embriaga; hace olvidar que las conversiones vienen de Dios y que son quizá debidas no a nosotros, sino a un alma desconocida que ruega y se inmola en secreto. La falta de éxito reduce al justo sentimiento de la realidad, nos recuerda que somos pobres instrumentos, nos invita a entrar en nosotros mismos; y si fuere necesario, a corregir nuestros deseos, rectificar nuestros métodos, renovar nuestro celo e insistir en la oración. Porque si nuestra negligencia y nuestras faltas han contribuido al mal, es preciso no sólo borrarlas por la penitencia, sino reparar sus consecuencias en la medida posible, redoblar el celo, la oración, el sacrificio.
No debe, sin embargo, esta humilde resignación entibiar nuestro ardor. Cuando las almas no corresponden a nuestros cuidados, «lloremos -dice San Francisco de Sales-, suspiremos, oremos por ellas con el dulce Jesús, que después de haber derramado lágrimas abundantes durante toda su vida por los pecadores, murió por fin con los ojos anublados por el llanto y el cuerpo empapado todo en sangre».
Condenado, vendido, abandonado, hubiera podido conservar su vida y dejarnos en la obstinación, pero nos amó hasta el fin, mostrando así que la verdadera caridad no se desanima, segura como está de que ha de triunfar al fin de la más obstinada resistencia; lo espera todo, porque espera en Dios que todo lo puede. Si la misericordia se estrella ante Judas, ha, sin embargo, santificado a la Magdalena, a San Pedro, a San Agustín, a todos los santos penitentes. La humildad, que nos revela nuestras miserias y nuestras faltas, nos muestra con evidencia las dificultades de la virtud y nos inspira profunda compasión hacia las almas aún débiles. «¿Qué sabemos -añade el dulce Obispo de Ginebra- si el pecador hará penitencia y conseguirá la salvación? En tanto conservemos la esperanza (y mientras hay vida, hay esperanza), jamás hemos de rechazarle, sino más bien orar por él, y le ayudaremos en cuanto su desdicha lo permita.»
Después de todo, si las almas defraudan nuestras esperanzas, como nosotros nada hayamos escatimado, para su bien, no hemos de responder de su pérdida, pues hemos cumplido con el deber, hemos glorificado a Dios y regocijado su misericordioso corazón en lo que a nosotros se refiere. En estas condiciones, el sentimiento de nuestra insuficiencia o de nuestras responsabilidades nada tienen que inquietarnos.
Asimismo lo asegura Nuestro Padre San Bernardo en su carta al beato Balduino, su discípulo: Se os pedirá -le dice- «lo que tenéis y no lo que no tenéis. Estad preparados para responder, pero sólo del talento que os ha sido confiado, y en cuanto a lo demás estad tranquilo. Dad mucho, si mucho habéis recibido, y poco, si poco es lo que tenéis... Dad todo, porque se os pedirá todo hasta el último óbolo; pero por supuesto, lo que tenéis y no lo que no tenéis».


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