Las humillaciones nos hacen mas humildes.
En una
palabra, todas nuestras empresas para gloria de Dios
reclaman su acción y la nuestra. «A nosotros toca plantar y regar, pero sepamos que es Dios
quien da el crecimiento.»
Debemos,
pues, hacer lo que de nosotros depende y poner el éxito en manos de la
Providencia.
Artículo
2º.- Fracaso en nuestra propia santificación Otro tanto hemos de decir de
nuestra propia santificación.- El progreso en las virtudes y la corrección de
nuestros defectos reclaman a la vez la acción divina y nuestra cooperación. La
gracia está prometida a la oración y a la fidelidad, si bien el Señor continúa
juez y dueño de sus dones, no menos que del tiempo y otras circunstancias.
Nada
nos es tan querido como nuestra santificación; pero mucho más aún la estima de
Nuestro Padre Celestial. En cuanto de nosotros depende, tengamos grandes
deseos, elevemos bien alto nuestras aspiraciones. ¿Cómo no contar con Nuestro Señor que nos ha
dado su vida en la Cruz y que se ofrece cada día sobre nuestros altares, y que
nos ha elegido para una vocación llena de promesas? Si nuestra buena
voluntad se apoya, no en nosotros, sino en El, nada hemos de temer sino la
carencia de deseos ardientes o el dejar muchas gracias improductivas. Deseemos,
pues; oremos, trabajemos con constancia y método, y si es necesario aún,
reanimemos nuestro ardor, y jamás dejemos languidecer esta santa vigilancia,
pero pongamos en manos de nuestro Padre Celestial el éxito, mejor dicho, la
medida, el tiempo, la forma y demás circunstancias de este buen resultado, de
suerte que desaparezca la inquietud, el apresuramiento y todo proceder
defectuoso en la consecución de nuestro fin.
En lo
concerniente al progreso de nuestras virtudes, «hagamos cuanto está de nuestra
parte -dice San Francisco de Sales- a fin de salir airosos en nuestra santa
empresa, que después de que hayamos plantado y regado..., la abundancia del
fruto y de la cosecha hemos de esperarla de la divina Providencia. Y si no
sentimos el progreso y aprovechamiento de nuestras almas en la vida piadosa tal
como querríamos, no nos turbemos por ello; antes permanezcamos en paz haciendo que
la tranquilidad reine siempre en nuestros corazones. El labrador no está jamás
reprendido de que no haya conseguido una buena recolección, pero sí de que no
haya debidamente trabajado y sembrado sus tierras. No nos inquietemos, pues, de
vernos siempre novicios en el ejercicio de las virtudes, porque en el convento
de la vida devota todos se estiman siempre novicios, y toda la vida está allí
destinada a la probación, no habiendo otra señal de ser no solamente novicio,
sino digno también de expulsión y reprobación, que pensar en tenerse por
profeso..., y la obligación de servir a Dios y hacer progresos en su amor dura
siempre hasta la muerte».
Nuestro
piadoso Doctor previene a Santa Juana de Chantal contra «ciertos deseos que tiranizan el corazón.
Querrían ellos que nada se opusiese a sus designios, que no tuviéramos oscuridad
alguna, sino que todo brillara con luz meridiana; no querrían sino dulzura en
nuestros ejercicios, sin disgustos, sin resistencia, sin divagaciones, no se
contentan con que no consintamos, sino que querrían que ni siquiera las sintiésemos»,
etc. Y este prudente director desea a su santa hija «un ánimo varonil y en manera ninguna
quisquilloso, que no se preocupe ni de lo dulce ni de lo amargo, ni de la luz
ni de las tinieblas, que camine decididamente en el amor esencial, fuerte y
sincero de nuestro Dios y deje correr acá y allá estos fantasmas de
tentaciones».
Por
otra parte, este fracaso será más aparente que real y hasta habrá en eso un
progreso constante, aunque inadvertido quizá, siempre que nosotros hagamos lo
que de nosotros depende, es decir, que nos mantengamos en el deseo de adelantar
y este deseo se afirme mediante serios esfuerzos.
Nuestro
Padre San Bernardo nos da de ello consoladora seguridad diciendo: que «el infatigable
deseo de avanzar y el esfuerzo continuo hacia la perfección se consideran como
la perfección misma». Téngase muy en cuenta que el Santo habla aquí
del esfuerzo y no del sentimiento. Con tal que la voluntad se mantenga firme en
su deber, las repugnancias nada significan; también el gran Apóstol
experimentaba la oposición del hombre viejo, pero pasaba por encima de ella.
El sentimiento no es el criterio
más justo; pues, siendo las virtudes
de orden espiritual, puede uno poseerlas sin sentirlas, y es por sus frutos por
lo que hemos de juzgarlas. Una persona está inundada de consuelos y se desborda
en efusiones de ternura, pero le falta generosidad y no sabe aceptar las
pruebas, lo que indica que tiene amor de niño.
Otra se
encuentra árida como el desierto, pero se mantiene firme en su deber, contenta
de tener una cruz que llevar, sonriente cuando se le reprende o contraría, ¿no
es su amor cien veces más fuerte y más verdadero? Santa Juana de Chantal
lloraba a lágrima viva creyendo no tener ya ni fe, ni esperanza, ni caridad, y
San Francisco de Sales la consolaba diciendo: «Es una verdadera insensibilidad, que no os
priva sino de la fruición de todas las virtudes; sin embargo, las tenéis en muy
buen estado, pero es Dios quien no quiere que disfrutéis de ella.»
Notemos,
por último, que con la gracia y la buena voluntad es necesario también el
tiempo. Así como es necesario para el pleno desarrollo de nuestro cuerpo y de
nuestras facultades, para la cultura intelectual o para el aprendizaje de las
artes, así lo es también para la adquisición de las grandes virtudes.
¡Dichosos
los Santos que, trabajando con gran ahínco, sin tregua ni reposo, acumulan
enorme suma de virtudes y de méritos! ¡Dichosos seremos también nosotros, pero
en menor escala, si no habiendo podido trabajar tanto, hemos podido llegar a
producir tan sólo la cuarta parte o la mitad, con tal que no nos hayamos
alejado demasiado de nuestros modelos! Un pensamiento debe estimular
constantemente nuestra actividad espiritual y es que el salario se dará en
proporción al trabajo, y que el Divino Maestro examina a la vez la cantidad y
la calidad.
En lo
concerniente a nuestras pasiones y a nuestros defectos hemos de conservar la
misma actitud de combate sin tregua, y de apacible abandono.
«Estas
rebeliones -dice San Francisco de Sales- del apetito sensitivo, tanto en la ira
como en la concupiscencia, han sido dejadas en nosotros para nuestro ejercicio,
a fin de que practiquemos la fortaleza espiritual resistiéndolas. Es el filisteo
contra el cual los verdaderos israelitas han de combatir sin cesar, sin que
jamás puedan derribarle por completo; podrán, si, debilitarle, mas no acabarán
con él. Vive constantemente en nosotros y con nosotros muere, y es en verdad
execrable, por cuanto que ha nacido del pecado y tiende continuamente a él...
Con todo, no nos turbemos por esto; porque nuestra perfección consiste en
combatirlas, y mal las pudiéramos combatir sin tenerlas, ni vencerlas sin
encontrarlas. Nuestra victoria no se cifra, pues, en no sentirlas, sino en no consentirías.
Además, es conveniente que para ejercitar nuestra humildad, seamos algunas
veces heridos en esta batalla espiritual; y, sin embargo, no somos considerados
como vencidos, sino cuando hemos perdido o la vida o el valor.»
Preciso
es, pues, resolvemos a combatir con paciencia y perseverancia, mas en calma y
en paz. Y así, una vez que hayamos hecho lo que está de nuestra parte, entonces
habremos cumplido todo nuestro deber, quedando todo lo demás a merced de la divina
Providencia. Pero ante la persistencia y la obstinación de estas luchas que se
renuevan cada día sin terminarse jamás, «la pobre alma se turba, se aflige, se inquieta y piensa que
hace bien en entristecerse, como si fuera el amor de Dios quien la excita a la
tristeza. Sin embargo, Teótimo, no es el amor divino el que produce esta turbación,
pues no se apesadumbra o desazona sino por el pecado; es nuestro amor propio
que desearía estuviésemos libres del trabajo que los asaltos de nuestras
pasiones nos causan; la molestia de resistir es la que nos inquieta»,
a menos que sea la humillación de experimentar la vergüenza de vernos tentados.
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