7. EL ABANDONO EN LAS VARIEDADES ESPIRITUALES DE LA VIDA
ORDINARIA
PRIVACIÓN DE ALGUNOS SOCORROS ESPIRITUALES
3º.-
Algunas observaciones regulares, algunas prácticas personales pueden llegar a
sernos imposibles, por un tiempo más o menos largo, a causa de la enfermedad,
de la obediencia o de otras causas semejantes. Además hay prácticas que nos
hubieran sin duda complacido, y otras que nunca hemos podido abrazar, de donde
pueden muy bien originarse, cierto que sin fundamento, turbaciones y disgustos.
Una
misma persona no conseguirá imitar todas las virtudes de que Nuestro Señor y
los santos nos han dado ejemplo; y por eso, será preciso resignarse al
ejercicio de aquellas que nos corresponden en el orden de la Providencia.
Nunca, por consiguiente, podremos quejamos de la parte que Ella nos haya
asignado, pues es muy dilatado el camino que se nos presenta. Si con
perseverante fidelidad nos aplicamos a cumplir los deberes que nos incumben
cómo cristiano, los que son propios de nuestra situación y las obligaciones diarias,
no sólo en conjunto, sino hasta los últimos detalles, tenemos materia más que
suficiente para hacernos grandes santos.
Es cierto
que nuestra vocación nos priva de algunos medios de santificación que Dios
propone a otros; mas, lo que perdemos por una parte, será fielmente compensado
por otra.
De
esta manera, sí la pobreza no me permite la limosna corporal, haré la
espiritual, y a falta de dinero, daré mis oraciones y sacrificios. La vida
contemplativa me prohíbe el apostolado de las obras exteriores; pues yo lo
ejercitaré por los trabajos de la vida interior, y en lugar de correr por el mundo
tras los pecadores, cerca de Dios será donde trataré su causa. La vida activa
no me deja sino una parte muy exigua de las dulzuras y santas ocupaciones de la
vida contemplativa; me santificaré, sin embargo, dignificando mis trabajos por
la obediencia y abnegación, por una intención pura y el pensamiento habitual de
Dios. Si por nuestra parte utilizamos del mejor modo posible los medios que nos
ofrece nuestra vocación, bastará para conducirnos a la perfección más encumbrada.
¿No ha habido santos en todas las Órdenes religiosas y en todas las clases
sociales? Es cierto que algunas situaciones son más favorables en sí; mas para
cada uno de nosotros, sólo es buena aquella en que Dios nos quiere poner.
¿La
enfermedad me impide ayunar, guardar la abstinencia, tomar parte en el Oficio
Divino?, no importa. Puedo cantar las alabanzas divinas en mi corazón, imponer
una severa abstinencia a mi juicio y a mi voluntad, hacer ayunar a mis ojos, a
mi lengua, a mi corazón, a todos mis sentidos por una mortificación más exacta.
Lo que hubiera ganado cumpliendo mis deberes en la salud, lo compensaré
cumpliendo fielmente los que me impone mi enfermedad, como la paciencia, el desprendimiento,
la obediencia y el Santo Abandono.
Una
obediencia o cualquiera otra causa semejante que me priva de ciertas
regularidades comunes, de algunas prácticas privadas, es una pérdida que puedo
siempre reparar, cumpliendo por de pronto con gran resolución los deberes de mi
nueva situación; después, «aplicándome a redoblar, no mis deseos ni mis ejercicios,
sino la perfección de hacerlos, esforzándome así para ganar más con un solo
acto (como, sin duda, lo puedo conseguir), que con cien otros que pudiera realizar
por mi propia elección y gusto».
Después
de todo, el único medio para crecer en virtud, ¿no es dejar nuestra voluntad
para seguir la de Dios? Desde el momento que somos celosos por nuestras
obligaciones de cristianos, por las observancias regulares y nuestras prácticas
privadas, y no abandonamos ni unas ni otras sino por el divino beneplácito y no
por falta nuestra, ¿por qué inquietamos? Dios es el que lo hace todo; y para
compensar la pérdida hay mil medios, de los que el principal es precisamente
nuestro celo en renunciar nuestra voluntad para seguir la suya, hasta en las cosas
que nos parecen más justas y más santas.
4º.-
Nuestra vida está consagrada a la contemplación por los ejercicios de piedad
que son como el alimento de nuestra alma, y he aquí que una obediencia, un
aumento de trabajo, la enfermedad sobre todo, vienen a romper la cadena de nuestras
prácticas piadosas. Ya no podéis oír Misa ni siquiera el domingo, y estáis
privados del alimento sagrado de la Comunión, y pronto quizá, vuestro estado de
debilidad os hará incapaz de orar. No os quejéis; que Nuestro Señor os quiere hacer
participar de su mismo alimento, que quizá no conocéis.
«Mi alimento, os dirá, es hacer la
voluntad de mi Padre a fin de consumar la obra que me ha confiado». Pues bien, esta obra que pretende consumar en nosotros
y con nosotros, es nuestra perfección; y para ello es preciso que muramos a nuestra
voluntad propia hasta en lo tocante a la piedad, de modo que sola la voluntad
de Dios reine en nosotros.
Preguntándose
un día el P. Baltasar Álvarez, a causa de un impedimento, si debía celebrar los
santos Misterios, diole interiormente Dios esta respuesta: «Esta acción tan santa os puede ser o muy útil
o muy dañosa, según que Yo la apruebe o no la apruebe.» En otras
circunstancias, díjole Dios: mi gloria no se encuentra ni en esta ni en aquella obra, sino
en el cumplimiento de mi voluntad; ahora bien, «¿quién puede saber mejor que Yo
lo más conducente para mi gloría?» Es indudable que debemos tener el
mayor celo por nuestros ejercicios de piedad, especialmente por la Misa y Sagrada
Comunión y jamás abandonarlos ni por el disgusto, ni por la sequedad, ni por consideración
alguna de este género; pero aun en esto, es necesario que nuestra piedad se
regule según la adorable voluntad de Dios, de otra suerte llega a ser desordenada.
«Hay almas -dice San Francisco de Sales- que después de haber cercenado todo el
amor que profesaban a las cosas dañosas, no dejan de conservar amores
peligrosos y superfluos, aficionándose demasiado a las cosas que Dios quiere
que amen.» De ahí que nuestros ejercicios de piedad (que, sin embargo, tanto
debemos estimar), pueden ser amados desordenadamente, cuando se les prefiere a
la obediencia y al bien común, o se les estima en calidad de último fin, ya que
no son sino medios para nuestra filial pretensión, que es el amor divino.
Otro
motivo por el que Dios impone privaciones a nuestra piedad, es el mérito del
sufrimiento. Una religiosa no había podido durante tres días visitar a Nuestro
Señor en el sagrado Tabernáculo, oír Misa, ni comulgar, y exclamaba: «Dios mío, estos
tres días me los devolveréis en la eternidad, apareciéndoos ante mi vista más
hermoso, más grande, a fin de indemnizarme. Para reemplazar al pan eucarístico,
me habéis dado el pan del sufrimiento... Más se da a Dios en el sufrimiento que
en la oración.» Además es necesaria la Cruz.
Cierto
día, decía Nuestro Señor a la misma religiosa: «Cuando quiero conducir a un alma a la cumbre
de la perfección, le doy la Cruz y la Eucaristía; ambos se completan. La Cruz
hace amar y desear la Eucaristía, y la Eucaristía hace aceptar la Cruz al
principio, amarla después y, por fin, desearla. La Cruz purifica el alma, la
dispone, la prepara para el divino banquete; y la Eucaristía la alimenta,
fortifica, la ayuda a llevar su Cruz, la sostiene en el camino del Calvario.
¡Cuán preciosos dones son la Cruz y la Eucaristía! Son los dones de los verdaderos
amigos de Dios.»
San
Alfonso nos ofrece un ejemplo edificante tanto de fidelidad generosa a nuestros
ejercicios de piedad, como de resignación no menos perfecta al beneplácito
divino. La enfermedad habíale confinado en su pobre celda, y sus transportes
extáticos ante el Santísimo Sacramento llegaron a ser tan frecuentes que
llamaban la atención general...Finalmente, Villani hubo de prohibirle en
absoluto que bajase a la iglesia. Obedeció el Santo; pero, ¡cuánto le costó no
poder ir a orar a los pies de Jesús, su único amor en este mundo! ...
Con
frecuencia, olvidándose de la prohibición, se arrastraba hasta la escalera
atraído por una fuerza irresistible. Trataba en vano de bajar y se retiraba
deshecho en lágrimas a su celda; o bien se le representaba la prohibición de
Villani, y todo confuso decía: «Es verdad, Jesús mío; es mejor alejarse de Vos por obedecer,
que permanecer a vuestros pies desobedeciendo.» Sufría aún más al no
poder celebrar el Santo Sacrificio, y recordando las alegrías celestiales que tantas
veces había gustado allí, prorrumpía en sollozos.
Consolábase
entonces ofreciendo al Señor este acto de resignación: «Oh Jesús, Vos no
queréis que celebre la Misa, fiat, que se haga vuestra adorable voluntad.
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