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jueves, 2 de mayo de 2019

EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY



7. EL ABANDONO EN LAS VARIEDADES ESPIRITUALES DE LA VIDA

ORDINARIA
PRIVACIÓN DE ALGUNOS SOCORROS ESPIRITUALES

3º.- Algunas observaciones regulares, algunas prácticas personales pueden llegar a sernos imposibles, por un tiempo más o menos largo, a causa de la enfermedad, de la obediencia o de otras causas semejantes. Además hay prácticas que nos hubieran sin duda complacido, y otras que nunca hemos podido abrazar, de donde pueden muy bien originarse, cierto que sin fundamento, turbaciones y disgustos.
Una misma persona no conseguirá imitar todas las virtudes de que Nuestro Señor y los santos nos han dado ejemplo; y por eso, será preciso resignarse al ejercicio de aquellas que nos corresponden en el orden de la Providencia. Nunca, por consiguiente, podremos quejamos de la parte que Ella nos haya asignado, pues es muy dilatado el camino que se nos presenta. Si con perseverante fidelidad nos aplicamos a cumplir los deberes que nos incumben cómo cristiano, los que son propios de nuestra situación y las obligaciones diarias, no sólo en conjunto, sino hasta los últimos detalles, tenemos materia más que suficiente para hacernos grandes santos.
Es cierto que nuestra vocación nos priva de algunos medios de santificación que Dios propone a otros; mas, lo que perdemos por una parte, será fielmente compensado por otra.
De esta manera, sí la pobreza no me permite la limosna corporal, haré la espiritual, y a falta de dinero, daré mis oraciones y sacrificios. La vida contemplativa me prohíbe el apostolado de las obras exteriores; pues yo lo ejercitaré por los trabajos de la vida interior, y en lugar de correr por el mundo tras los pecadores, cerca de Dios será donde trataré su causa. La vida activa no me deja sino una parte muy exigua de las dulzuras y santas ocupaciones de la vida contemplativa; me santificaré, sin embargo, dignificando mis trabajos por la obediencia y abnegación, por una intención pura y el pensamiento habitual de Dios. Si por nuestra parte utilizamos del mejor modo posible los medios que nos ofrece nuestra vocación, bastará para conducirnos a la perfección más encumbrada. ¿No ha habido santos en todas las Órdenes religiosas y en todas las clases sociales? Es cierto que algunas situaciones son más favorables en sí; mas para cada uno de nosotros, sólo es buena aquella en que Dios nos quiere poner.
¿La enfermedad me impide ayunar, guardar la abstinencia, tomar parte en el Oficio Divino?, no importa. Puedo cantar las alabanzas divinas en mi corazón, imponer una severa abstinencia a mi juicio y a mi voluntad, hacer ayunar a mis ojos, a mi lengua, a mi corazón, a todos mis sentidos por una mortificación más exacta. Lo que hubiera ganado cumpliendo mis deberes en la salud, lo compensaré cumpliendo fielmente los que me impone mi enfermedad, como la paciencia, el desprendimiento, la obediencia y el Santo Abandono.
Una obediencia o cualquiera otra causa semejante que me priva de ciertas regularidades comunes, de algunas prácticas privadas, es una pérdida que puedo siempre reparar, cumpliendo por de pronto con gran resolución los deberes de mi nueva situación; después, «aplicándome a redoblar, no mis deseos ni mis ejercicios, sino la perfección de hacerlos, esforzándome así para ganar más con un solo acto (como, sin duda, lo puedo conseguir), que con cien otros que pudiera realizar por mi propia elección y gusto».
Después de todo, el único medio para crecer en virtud, ¿no es dejar nuestra voluntad para seguir la de Dios? Desde el momento que somos celosos por nuestras obligaciones de cristianos, por las observancias regulares y nuestras prácticas privadas, y no abandonamos ni unas ni otras sino por el divino beneplácito y no por falta nuestra, ¿por qué inquietamos? Dios es el que lo hace todo; y para compensar la pérdida hay mil medios, de los que el principal es precisamente nuestro celo en renunciar nuestra voluntad para seguir la suya, hasta en las cosas que nos parecen más justas y más santas.
4º.- Nuestra vida está consagrada a la contemplación por los ejercicios de piedad que son como el alimento de nuestra alma, y he aquí que una obediencia, un aumento de trabajo, la enfermedad sobre todo, vienen a romper la cadena de nuestras prácticas piadosas. Ya no podéis oír Misa ni siquiera el domingo, y estáis privados del alimento sagrado de la Comunión, y pronto quizá, vuestro estado de debilidad os hará incapaz de orar. No os quejéis; que Nuestro Señor os quiere hacer participar de su mismo alimento, que quizá no conocéis.
«Mi alimento, os dirá, es hacer la voluntad de mi Padre a fin de consumar la obra que me ha confiado». Pues bien, esta obra que pretende consumar en nosotros y con nosotros, es nuestra perfección; y para ello es preciso que muramos a nuestra voluntad propia hasta en lo tocante a la piedad, de modo que sola la voluntad de Dios reine en nosotros.
Preguntándose un día el P. Baltasar Álvarez, a causa de un impedimento, si debía celebrar los santos Misterios, diole interiormente Dios esta respuesta: «Esta acción tan santa os puede ser o muy útil o muy dañosa, según que Yo la apruebe o no la apruebe.» En otras circunstancias, díjole Dios: mi gloria no se encuentra ni en esta ni en aquella obra, sino en el cumplimiento de mi voluntad; ahora bien, «¿quién puede saber mejor que Yo lo más conducente para mi gloría?» Es indudable que debemos tener el mayor celo por nuestros ejercicios de piedad, especialmente por la Misa y Sagrada Comunión y jamás abandonarlos ni por el disgusto, ni por la sequedad, ni por consideración alguna de este género; pero aun en esto, es necesario que nuestra piedad se regule según la adorable voluntad de Dios, de otra suerte llega a ser desordenada. «Hay almas -dice San Francisco de Sales- que después de haber cercenado todo el amor que profesaban a las cosas dañosas, no dejan de conservar amores peligrosos y superfluos, aficionándose demasiado a las cosas que Dios quiere que amen.» De ahí que nuestros ejercicios de piedad (que, sin embargo, tanto debemos estimar), pueden ser amados desordenadamente, cuando se les prefiere a la obediencia y al bien común, o se les estima en calidad de último fin, ya que no son sino medios para nuestra filial pretensión, que es el amor divino.
Otro motivo por el que Dios impone privaciones a nuestra piedad, es el mérito del sufrimiento. Una religiosa no había podido durante tres días visitar a Nuestro Señor en el sagrado Tabernáculo, oír Misa, ni comulgar, y exclamaba: «Dios mío, estos tres días me los devolveréis en la eternidad, apareciéndoos ante mi vista más hermoso, más grande, a fin de indemnizarme. Para reemplazar al pan eucarístico, me habéis dado el pan del sufrimiento... Más se da a Dios en el sufrimiento que en la oración.» Además es necesaria la Cruz.
Cierto día, decía Nuestro Señor a la misma religiosa: «Cuando quiero conducir a un alma a la cumbre de la perfección, le doy la Cruz y la Eucaristía; ambos se completan. La Cruz hace amar y desear la Eucaristía, y la Eucaristía hace aceptar la Cruz al principio, amarla después y, por fin, desearla. La Cruz purifica el alma, la dispone, la prepara para el divino banquete; y la Eucaristía la alimenta, fortifica, la ayuda a llevar su Cruz, la sostiene en el camino del Calvario. ¡Cuán preciosos dones son la Cruz y la Eucaristía! Son los dones de los verdaderos amigos de Dios.»
San Alfonso nos ofrece un ejemplo edificante tanto de fidelidad generosa a nuestros ejercicios de piedad, como de resignación no menos perfecta al beneplácito divino. La enfermedad habíale confinado en su pobre celda, y sus transportes extáticos ante el Santísimo Sacramento llegaron a ser tan frecuentes que llamaban la atención general...Finalmente, Villani hubo de prohibirle en absoluto que bajase a la iglesia. Obedeció el Santo; pero, ¡cuánto le costó no poder ir a orar a los pies de Jesús, su único amor en este mundo! ...
Con frecuencia, olvidándose de la prohibición, se arrastraba hasta la escalera atraído por una fuerza irresistible. Trataba en vano de bajar y se retiraba deshecho en lágrimas a su celda; o bien se le representaba la prohibición de Villani, y todo confuso decía: «Es verdad, Jesús mío; es mejor alejarse de Vos por obedecer, que permanecer a vuestros pies desobedeciendo.» Sufría aún más al no poder celebrar el Santo Sacrificio, y recordando las alegrías celestiales que tantas veces había gustado allí, prorrumpía en sollozos.

Consolábase entonces ofreciendo al Señor este acto de resignación: «Oh Jesús, Vos no queréis que celebre la Misa, fiat, que se haga vuestra adorable voluntad.

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