Otra
causa de su caída nos da a entender la Escritura divina, diciendo (2 Reg., 11,
1): Que al tiempo que los reyes de Israel solían ir a las guerras contra los infieles,
se quedó el rey David en su casa; y andándose paseando en un corredor, miró lo
que le fue causa de adulterio y homicidio, y no de uno, más de muchos hombres;
todo lo cual se evitara si él fuera a pelear las peleas de Dios, según otros
reyes lo acostumbraban, y él mismo lo había hecho otros años.
Si vos
os estáis paseando cuando están recogidos los siervos de Dios, y si estáis
ociosa cuando ellos trabajan en buenas obras, y si derramáis vuestros ojos con
soltura cuando ellos con los suyos lloran por sí y por los otros amargamente, y
si al tiempo que ellos se levantan de noche a orar vos os estáis durmiendo y roncando,
y perdéis, por lo que se os antoja, los buenos ejercicios que solíades tener,
que con su fuerza y calor os tenían en pie, ¿cómo pensáis guardar la castidad
estando descuidada y sin armas para la defender, y teniendo tantos enemigos que
pelean contra ella, fuertes, cuidadosos y armados? No os engañéis, que si a
vuestro deseo de ser casta no acompañan obras con que defendáis vuestra
castidad, vuestro deseo saldrá en vano, y acaeceros ha a vos lo que a David,
pues ni sois más privilegiada que él ni más fuerte ni santa.
Y para
dar conclusión a esta materia de las causas por que se suele perder esta
preciosa joya de la castidad, debéis saber que la causa por que Dios permitió
que la carne se levantase contra la razón en nuestros primeros padres—que de
allí lo heredamos nosotros—fue porque ellos se levantaron contra Dios, desobedeciendo
su mandamiento. Castigóles en lo que pecaron; y fue, que pues ellos no
obedecieron a su superior, no les obedeciese a ellos su inferior. Y así el desenfrenamiento
de la carne, esclava y súbdita, contra su superior, que es la razón, castigo es
de inobediencia de la razón contra Dios, su superior. Y, por tanto, guardaos
mucho de desobedecer a vuestros superiores, porque no permita Dios que vuestro
inferior, que es la carne, se levante contra vos, como permitió que Adad se levantase
contra el rey Salomón, su señor (3 Reg., 11, 14), y os azote y persiga, y por
vuestra flaqueza os derribe en lo profundo del pecado mortal.
Y si
estas cosas ya dichas, que con los ojos del cuerpo habéis leído, las habéis
bien sentido con lo interior del corazón, veréis cuánta razón hay para que miréis
por vos y qué hay en vos. Y porque vos no bastáis a conoceros, debéis pedir
lumbre a nuestro Señor para escudriñar los más secretos rincones de vuestro
corazón, porque no haya en vos algo—que sepáis o que no sepáis—por lo cual se
ponga a riesgo de perder por algún secreto juicio de Dios la joya de la
castidad, que tanto os importa que esté bien guardada con el amparo divino.
CAPITULO
14
De cuánto se debe huir la vana
confianza de alcanzar victoria contra este enemigo con sola industria y trabajo
humano, y que debemos entender que es dádiva de Dios, a quien se debe pedir, poniendo
por intercesores los Santos, y en particular a la Virgen nuestra Señora.
Todo
lo dicho, y más que se pueda decir, suelen ser medios para alcanzar esta
preciosa limpieza. Mas muchas veces acaece que, así como trayendo piedra y madera
y todo lo necesario para edificar una casa, nunca se nos adereza el edificarla,
así también acaece que haciendo todos estos remedios no alcancemos la castidad
deseada. Antes hay muchos que, después de vivos deseos de ella y grandes
trabajos pasados por ella, se ven miserablemente caídos o reciamente atormentados
de su carne, y dicen con mucho dolor (Lc., 5, 5): Trabajado hemos toda la noche
y ninguna cosa hemos tomado. Y paréceles que se cumple en ellos lo que dice el
Sabio (Eccl., 7, 24): Cuanto más yo la buscaba, tanto más lejos huyó de mí.
Lo cual muchas veces suele venir de una secreta fiucia (fiucia: esperanza
esforzada) que en sí mismos estos trabajadores soberbios tenían, pensando que
la castidad era fruto que nacía de sus solos trabajos y no dádiva de la mano de
Dios. Y por no saber a quién se había de pedir, justamente se quedaban sin
ella. Porque mayor daño les fuera tenerla y ser soberbios e ingratos a su
Dador, que estar sin ella llorosos y humillados y perdonados por la penitencia.
No es pequeña sabiduría saber cuya dádiva es la castidad; y no tiene poco
camino andado para alcanzarla quien de verdad siente que no es fuerza de
hombre, sino dádiva de nuestro Señor. La cual nos enseña el santo Evangelio
(Mt., 19, 11) diciendo: No todos son capaces de esta palabra, más aquellos a los
cuales es dado por Dios. Y aunque los remedios ya dichos para
alcanzar este bien sean provechosas, y debamos ejercitar nuestras manos en ellos,
ha de ser con condición que no pongamos nuestra fiucia (esperanza esforzada) en
ellos; mas hagamos con devota oración lo que David hacía y nos aconseja, diciendo
(Ps., 120, 1): Alcé
mis ojos a los montes, [de] donde me vendrá socorro. Mi socorro es del Señor,
que hizo él cielo y la tierra.
Buen
testigo será de esto el glorioso Jerónimo, que cuenta de sí que le ponían en
tanto estrecho estos aprietos carnales, que no le libraban de ellos ayunos muy grandes, ni
dormir en el suelo, ni largas vigilias, ni estar su carne casi muerta. Y
entonces, como hombre desamparado de todo socorro, y que en ningún remedio hallaba
remedio, se echaba a los pies de Jesucristo nuestro Señor y los regaba con
lágrimas y limpiaba con sus cabellos en su pensamiento devoto. Y aun alguna vez
le acaecía dar voces a Cristo todo el día y la noche. Más en fin era oído, y le
daba Dios el deseo de su corazón, con tanta serenidad y espiritual consolación,
que le parecía estar entre coros de Ángeles. Así socorre Dios a los que le
llaman con entera voluntad y están firmes en la guerra por Él hasta que Él
envíe socorro.
Y no
sólo debemos llamar a Dios que nos favorezca, más también a sus Santos,
significados por los montes que aquí dice David. Y principalmente, más que
ninguno de ellos, debe ser llamada la limpísima Virgen María, importunándola
con servicios y oraciones que nos alcance esta merced; las cuales Ella oye y
recibe de muy buena gana, como verdadera amadora de lo que le pedimos.
Especialmente
he visto haber venido provechos notables por medio de esta Señora a personas
molestadas de flaqueza de carne, por rezarle alguna cosa en memoria de la
limpieza con que fue concebida sin pecado, y de la limpieza virginal con que
concibió al Hijo de Dios. A esta Señora, pues, tomad por particular Abogada
para que os alcance y conserve con su oración esta limpieza. Y pensad que si
hallamos en las mujeres de acá algunas tan amigas de honestidad, que amparan
con todas sus fuerzas a quien quiere apartarse de la vileza de este vicio y
caminar por la limpieza de la castidad, ¿cuánto más se debe esperar de esta
limpísima Virgen de vírgenes, que pondrá sus ojos y orejas en los servicios y oraciones
del que quisiere guardar la castidad, que Ella tan de corazón ama? No os falte,
pues, deseo de haber este bien; no falte fiucia (esperanza esforzada) en
Cristo, ni oración importuna, ni otros servicios como hemos dicho; que ni faltará
en sus Santos cuidado ni amor para orar por vos, ni misericordia celestial para
conceder este don, que Él solo lo da; y quiere que todo hombre a quien lo da
así lo conozca y le dé gloria de ello, pues, según verdad, se le debe.
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