— ¿Qué
es lo que hace caer a estos jóvenes?— pregunté al guía.
—Acércate
un poco— me respondió.
Me
acerqué y pude comprobar que los jóvenes pasaban entre muchos lazos, algunos de
los cuales estaban al ras del suelo y otros a la altura de la cabeza; estos
lazos no se veían. Por tanto, muchos de los muchachos al andar quedaban presos
por aquellos lazos, sin darse cuenta del peligro, y en el momento de caer en
ellos daban un salto y después rodaban al suelo con las piernas en alto y
cuando se levantaban corrían precipitadamente hacia el abismo. Algunos quedaban
presos, prendidos por la cabeza, por una pierna, por el cuello, por las manos,
por un brazo, por la cintura, e inmediatamente eran lanzados hacia la
pendiente. Los lazos colocados en el apenas visibles, semejantes a los hilos de
la araña y, al parecer, inofensivos. Y con todo, pude observar que los jóvenes
por ellos prendidos caían a tierra.
Yo
estaba atónito, y el guía me dijo: — ¿Sabes qué es esto?
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—Un
poco de estopa— respondí.
—Te
diría que no es nada —añadió—
El
respeto humano, simplemente. Entretanto, al ver que eran muchos los que
continuaban cayendo en aquellos lazos, le pregunté al desconocido:
—
¿Cómo es que son tantos los que quedan prendidos en esos hilos? ¿Qué es lo que
los arrastra de esa manera?
Y él
dijo: —Acércate más; obsérvalo bien y lo verás.
Lo
hice y añadí: —Yo no veo nada.
—Mira
mejor— me dijo el guía.
Tomé,
en efecto, uno de aquellos lazos en la mano y pude comprobar que no daba con el
otro extremo; por el contrario, me di cuenta de que yo también era arrastrado
por él. Entonces seguí la dirección del hilo y llegué a la boca de una
espantosa caverna. Y he aquí que después de haber tirado mucho, salió fuera,
poco a poco, un horrible monstruo que infundía espanto, el cual mantenía
fuertemente cogido con sus garras la extremidad de una cuerda a la que estaban
ligados todos aquellos hilos. Era este monstruo quien apenas caía uno en
aquellas redes lo arrastraba inmediatamente hacia sí.
Entonces
me dije: —Es inútil intentar hacer frente a la fuerza de este animal, pues no
lograré vencerlo; será mejor combatirlo con la señal de la Santa Cruz y con
jaculatorias. Me volví, por tanto, junto a mi guía, el cual me dijo: — ¿Sabes
ya quién es?
— ¡Oh,
sí que lo sé!, —le respondí—.
Es el
Demonio quien tiende estos lazos para hacer caer a mis jóvenes en el infierno.
Examiné con atención los lazos y vi que cada uno llevaba escrito su propio
título: el lazo de la soberbia, de la desobediencia, de la envidia, del sexto
mandamiento, del hurto, de la gula, de la pereza, de la ira, etc. Hecho esto me
eché un poco hacia atrás para ver cuál de aquellos lazos era el que causaba
mayor número de víctimas entre los jóvenes, y pude comprobar que era el de la
deshonestidad (impureza), la desobediencia y la soberbia.
A este
último iban atados otros dos. Después de esto vi otros lazos que causaban
grandes estragos, pero no tanto como los dos primeros. Desde mi puesto de
observación vi a muchos jóvenes que corrían a mayor velocidad que los demás.
Y
pregunté: — ¿Por qué esta diferencia? —
Porque
son arrastrados por los lazos del respeto humano— me fue respondido. Mirando
aún con mayor atención vi que entre aquellos lazos había esparcidos muchos
cuchillos, que manejados por una mano providencial cortaban o rompían los
hilos. El cuchillo más grande procedía contra el lazo de la soberbia y
simbolizaba la meditación. Otro cuchillo, también muy grande, pero no tanto
como el primero, significaba la lectura espiritual bien hecha. Había también
dos espadas. Una de ellas representaba la devoción al Santísimo Sacramento,
especialmente mediante la comunión frecuente; otra, la devoción a la Virgen
María. Había, además, un martillo: la confesión; y otros cuchillos símbolos de
las varias devociones a San José, a San Luis, etc., etc. Con estas armas no
pocos rompían los lazos al quedar prendidos en ellos, o se defendían para no
ser víctimas de los mismos. En efecto, vi a dos jóvenes que pasaban entre
aquellos lazos de
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forma
que jamás quedaban presos en ellos; bien lo hacían antes de que el lazo estuviese
tendido, y si lo hacían cuando éste estaba ya preparado, sabían sortearlo de
forma que les caía sobre los hombros, o sobre las espaldas, o en otro lado
diferente sin lograr capturarlos. Cuando el guía se dio cuenta de que lo había
observado todo, me hizo continuar el camino flanqueado de rosas; pero a medida
que avanzaba, las rosas de los linderos eran cada vez más raras, empezando a
aparecer punzantes espinas. Habíamos llegado a una hondonada cuyos acantilados
ocultaban todas las regiones circundantes; y el camino, que descendía cada vez
de una manera más pronunciada, se hacía tan horrible, tan poco firme y tan
lleno de baches, de salientes, de guijarros y de piedras rodadas, que
dificultaba cada vez más la marcha. Yo continué adelante. Cuanto más avanzaba
más áspera era la bajada y más pronunciada, de forma que algunas veces me
resbalaba, cayendo al suelo, donde permanecía sentado un rato para tomar un
poco de aliento. De cuando en cuando el guía acudía en mi auxilio y me ayudaba
a levantarme. A cada paso se me encogían los tendones y me parecía que se me
iban a descoyuntar los huesos de las piernas.
Entonces
dije anhelante a mí guía: —Querido, las piernas se niegan a sostenerme.
Me
encuentro tan falto de fuerzas que no será posible continuar el viaje. El guía
no me contestó, sino que, animándome, prosiguió su camino, hasta que al verme
cubierto de sudor y víctima de un cansancio mortal, me llevó a un pequeño
promontorio que se alzaba en el mismo camino. Me senté, lancé un hondo suspiro
y me pareció haber descansado suficientemente. Entretanto observaba el camino
que había recorrido ya; parecía cortado a pico, cubierto de guijarros y de
piedras puntiagudas.
Consideraba
también el camino que me quedaba por recorrer, cerrando los ojos de espanto,
exclamando: —Volvamos atrás, por caridad.
Si
seguimos adelante, ¿cómo haremos para llegar al Oratorio? ¡Es imposible que yo
pueda emprender después esta subida!
Y el
guía me contestó resueltamente: —Ahora que hemos llegado aquí, ¿quieres
quedarte solo?
Ante
esta amenaza repliqué en tono suplicante: — ¿Sin ti cómo podría volver atrás o
continuar el viaje?
—Pues
bien, sígueme— añadió el guía.
Me
levanté y continuamos bajando. El camino era cada vez más horriblemente
pedregoso, de forma que apenas si podía permanecer de pie. Y he aquí que al
fondo de este precipicio, que terminaba en un oscuro valle, aparece un edificio
inmenso que mostraba ante nuestro camino una puerta altísima y cerrada.
Llegamos al fondo del precipicio. Un calor sofocante me oprimía y una espesa humareda,
de color verdoso, se elevaba sobre aquellos murallones recubiertos de
sanguinolentas llamas de fuego. Levanté mis ojos a aquellas murallas y pude
comprobar que eran altas como una montaña y más aún.
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