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sábado, 16 de febrero de 2019

El santo cura de Ars y el Demonio



Primeros ataques
El abate Vianney tenía treinta y dos años cuando llegó a Ars.
La pequeña parroquia estaba muy abandonada, muy pobre, muy indiferente.
El estaba devorado por el amor a su Dios y a las almas.
Recurrió a la plegaria y al ayuno. Fue desde el primer día lo que iba a seguir siendo toda la vida, lo que la Iglesia dice de él en la oración de su aniversario: el hombre de la plegaria incansable y de la continua penitencia. ¿Y qué le pedía a Dios en sus oraciones incesantes y sus mortificaciones cotidianas? La conversión de su parroquia.
Si existen enemigos del alma que nosotros llamamos demonios, no pudieron ignorar por mucho tiempo estas grandes aspiraciones del joven sacerdote. Y no podían evitar el deseo de anular sus esfuerzos.
Justamente el joven cura, desde sus primeros sermones en la iglesia, se había erigido contra los vicios y el desorden que manchaban su parroquia: el baile y la ebriedad. Era fatal que los intereses lesionados por sus palabras se sublevaran en contra de él. Los dueños de cabarets, los asiduos de las tabernas, los infaltables a los bailes, los profanadores del domingo, se sintieron amenazados en sus pasiones, sus costumbres, sus apetitos sensuales. En su parroquia, con todo, lo veían tan bueno, tan dulce, tan piadoso, tan fervoroso que lo consideraban ya como un santo. Pero los muchachos malvados del vecindario, extranjeros a la parroquia, no vacilaron en emplear contra él el arma de la más odiosa de las calumnias: tuvieron la audacia de atribuir su palidez, la flacura de su rostro, a secretas perversiones.
Este hombre que vivía como un ángel, que castigaba su carne todos los días para domarla como a una esclava dócil, y para asociarse a la Cruz del Salvador, hicieron sobre él canciones innobles, le enviaron cartas anónimas, colgaron en su puerta carteles ignominiosos.
"En esa época — escribe Catherine Lassagne, el testigo más asiduo y más seguro de sus virtudes — fue calumniado, despreciado. Iban a tocar la corneta debajo de su ventana. .
Sin querer atribuirle sólo al demonio toda esta maniobra, cabe ver en esta campaña odiosa contra su reputación y su honor, el joven cura. Y faltó poco para que este ataque fuera coronado por el éxito. Un testigo dirá, en efecto, en el proceso de beatificación: "Se sintió tan cansado de los viles rumores que se propagaban sobre él que quiso dejar su parroquia, y lo hubiese hecho si una persona que estaba cerca de él no lo hubiera convencido que su partida podía acreditar esos rumores infames." ¿Qué debía hacer entonces? Abandonarse a Dios, seguir rezando y haciendo penitencia y rogar, en particular, por sus perseguidores.
Así lo hizo y fue su primera victoria sobre Satán.
Horrible tentación
El Demonio no se dio, sin embargo, por vencido. Y en un nuevo ataque la emprendió directamente contra su adversario. Las mortificaciones mismas que éste se infligía tuvieron tal vez por resultado quebrantar su salud. Aunque de constitución robusta, como verdadero hijo de campesinos que era, tuvo que pasar en los primeros años de su ministerio en Ars una enfermedad bastante grave, debida sin duda a lo que él llamaba más tarde sus "locuras de juventud", es decir los ayunos y maceraciones que se imponía en su presbiterio aislado, bajo las únicas miradas de su Dios. Tuvo, en el transcurso de su enfermedad, pensamientos de desfallecimientos y desesperación.
Se creyó muy cerca de la muerte. En varias ocasiones le pareció oír, en lo más profundo de sí mismo, una voz insolente que decía: "¡Ahora es cuando tendrás que caer en el infierno!" Todo esto se sabe por él mismo y por los testigos que han declarado en el proceso de beatificación, pero sobre todo por Catherine Lassagne, ya nombrada por nosotros.
En el fondo de su corazón, no obstante, su fe era tan ardiente que gritó su confianza en Dios y que, por este medio, volvió a encontrar prontamente la paz interior que había estado a punto de perder.
Hasta aquí nos vemos obligados a comprobar que el joven sacerdote está en la línea más pura del apostolado cristiano, que da pruebas de buen sentido, de cordura espiritual, de fuerza y de solidez mental.
Calumnias, tentaciones: no salimos todavía de los métodos comunes, de los procedimientos ordinarios que caracterizan las intervenciones diabólicas en nuestros destinos humanos.
Pero ahora llegamos a las infestaciones demoniacas que constituyen una cosa completamente distinta, como vamos a ver.
Los juegos de Satán
Va a producirse en la lucha de Satán contra el cura de Ars un crescendo notable. Parecería, pues, que le ocurre exactamente lo que le había sucedido muchos siglos antes al que llamamos "el santo hombre Job". Las tentaciones se convierten en infestaciones. El demonio ha obtenido de Dios, soberano Señor de nuestros destinos, el permiso para llegar más allá de los límites que le son comúnmente impuestos con respecto a nosotros — felizmente, por otra parte —Admitamos que San Agustín haya podido hablar de "ese perro encadenado" que no puede morder.
Pero la cadena, con el permiso divino, puede aflojarse un poco.
La cosa comenzó para el abate Vianney durante el invierno de 1824 a 1825. Era cura de Ars desde hacía seis años y contaba treinta y ocho. Siempre los fenómenos extraños se producían durante la noche.
Ruidos inquietantes le impedían dormir. Nada miedoso, creyó al principio que se trataba de vulgares roedores que desgarraban los cortinajes de su cama. Puso entonces a mano una horquilla para espantarlos. Fue inútil, cuanto más golpeaba las cortinas para atemorizar a las ratas, más ruidosos se tornaban los dientes roedores.
Pero de día no quedaba ningún rastro de sus estragos en las cortinas.
Ni un instante, sin embargo, pensó que tenía que vérselas con el diablo. De acuerdo con las palabras de un sacerdote, que más tarde le fue enviado como ayudante, el abate Toccanier: "No era un crédulo y no prestaba fe con facilidad a las cosas extraordinarias."
No obstante, todo nos induce a creer que se trataba ya entonces de intervenciones demoníacas, como lo demostraron los acontecimientos ulteriores.
Un autor, que tendremos oportunidad de citar largamente más adelante y que goza de autoridad en materia de mística diabólica, como asimismo de mística divina, el canónigo Saudreau, escribe con mucha claridad: "El demonio actúa sobre todos los hombres, tentándolos... Nadie escapa a sus ataques: son éstas sus operaciones comunes. En otros casos mucho más raros, los demonios muestran su presencia mediante vejaciones penosas, pero que son más aterradoras que peligrosas: hacen ruidos, se mueven, trasladan, hacen caer y a veces rompen ciertos objetos: es lo que se llama infestación."
No es imposible que el canónigo Saudreau haya tenido presente al escribir estas líneas precisamente las experiencias del cura de Ars, pero no eran éstas las únicas, sin duda, que ocupaban su mente.
Y Satán siempre, creemos nosotros, con el permiso de Dios, va a ir más lejos.
Pronto, en efecto, en el silencio de las noches, el joven cura oyó que golpeaban a las puertas; gritos extraños cuyo eco resonaba en el presbiterio. El abate Vianney siguió sin pensar en el demonio y simplemente atribuyó a ladrones tentados por los bellísimos adornos y objetos preciosos ofrecidos a su iglesia por el vizconde de Ars que ya se hallaban almacenados en el granero. Se levantó, pues, bajó hasta el pequeño patio, revisó todo, buscó en los rincones y recovecos Nada. ¡No había nada! Todavía no comprendió. Y decidió pedir ayuda a algunos fieles contra los asaltantes invisibles que lo amenazaban.
El relato de un testigo
El carretero de la aldea era entonces un fuerte muchacho de veintiocho años —estamos en 1826 — y vivirá lo bastante para declarar como testigo en el proceso de beatificación. Se llamaba André Verchére. Hay que dejarle la palabra y leer simplemente su declaración hecha bajo juramento, por primera vez el 4 de junio de 1864, cinco años después de la muerte del santo, y por segunda vez el 2 de octubre de 1876.
"Desde hacía varios días — dice —, el padre Vianney oía en su presbiterio un ruido extraordinario. Una noche fue a verme y me dijo:
—No sé si serán ladrones. . . ¿Querría usted venir a dormir en el presbiterio?
"—Cómo no, señor cura, voy a cargar mi fusil.
"Llegada la noche fui al presbiterio. Conversé al calor de la chimenea, con el señor cura, hasta las diez. «Vamos a acostarnos», dijo él por fin. Me cedió su cuarto y ocupó el contiguo. No me dormí.
Alrededor de la una oí que sacudían con violencia el pestillo y el pomo de la puerta que da sobre el patio. Al mismo tiempo, contra la misma puerta, resonaban golpes de maza, en tanto que en el presbiterio se oía el ruido de truenos como si fuera el rodar de varios coches.
"Así mi fusil y me precipité hacia la ventana que abrí. Miré y no vi nada. La casa tembló alrededor de un cuarto de hora. Mis piernas hicieron otro tanto y me sentí mal durante ocho días. Cuando el ruido empezó, el señor cura había encendido una lámpara. Se acercó a mí.
"— ¿Ha oído usted? —me preguntó.
"—Por supuesto que he oído, por eso me he levantado y tengo mi fusil.
"El presbiterio se movía como si la tierra temblara.
"— ¿Tiene miedo, entonces? —volvió a preguntarme el señor cura.
"—No — repuse —, no tengo miedo, pero siento que mis piernas se aflojan. ¡El presbiterio va a derrumbarse! . . .
"— ¿Qué cree usted que es?
"— ¡Creo que es el Diablo!
"Cuando cesó todo el ruido volvimos a acostarnos. El señor cura regresó la noche siguiente a rogarme que volviera con él. Le contesté:
—Señor cura, ¡ya he tenido bastante con lo de anoche!"
Este relato fue confirmado por el mismo cura de Ars que contaba, años más tarde, en la "Providencia" —institución de caridad…

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