CAPITULO 5
De cuánto debemos huir los regalos de la
carne; y cómo es peligrosísimo enemigo; y de qué medios nos habernos de
aprovechar para vencerlo.
La
carne habla regalos y deleites; unas veces claramente, y otras debajo de título
de necesidad. Y la guerra de esta enemiga,
además de ser muy enojosa, es más peligrosa, porque combate con deleites,
que son armas más fuertes que otras. Lo cual parece en que muchos han sido de
los deleites vencidos, que no lo fueron por dineros, ni honras, ni recios tormentos.
Y no es maravilla, pues es su guerra tan escondida y tan a traición, que es
menester mucho aviso para guardarse de ella. ¿Quién creerá que debajo de blandos
deleites viene escondida la muerte, y muerte eterna, siendo la muerte lo más
amargo que hay, y los deleites el mismo sabor? Copa de oro y ponzoña de dentro,
es el falso deleite, con el cual son embriagados los hombres que no miran sino
a la apariencia de fuera.
Traición
es de Joab que abrazando a Amasas lo mató (2 Reg., 20, 9); y de Judas
Iscariotes, que con falsa paz entregó a la muerte o su bendito Maestro. (Lc.,
22, 47.) Y así es, que en bebiendo del deleite del pecado mortal, muere Cristo
en el alma; y Él muerto, el ánima muere; porque la vida de ella viene de Él. Y
así dice San Pablo (Rom., 8, 13): Si según la carne vivieres, moriréis. Y en otra
parte (1 Tim., 6, 6): La viuda que en deleites está, viviendo está muerta: viva
en la vida del cuerpo, y muerta en la del ánima. Y cuanto la carne
es a nos está unida, tanto más nos conviene temerla; pues el Señor dice (Mt., 10,
36) que los
enemigos del hombre son los de su casa; y ésta no sólo es de casa,
mas de dos paredes que tiene nuestra casa, ella es la una.
Y por
esta y otras causas que hay, dijo San Agustín que «la pelea de la carne era continua, y la
victoria dificultosa»; y quien quisiere salir vencedor, de muchas y
muy fuertes armas le conviene ir armado.
Porque
la preciosa joya de la castidad no se da a todos, más a los que con muchos
sudores de importunas oraciones y de santos trabajos la alcanzan de nuestro Señor.
El cual quiso ser envuelto en sábana limpia de lienzo, que pasa por muchas
asperezas para venir a ser blanco; para dar a entender que el varón que desea alcanzar
o conservar el bien da la castidad, y aposentar a Cristo en sí como en otro
sepulcro, conviene le con mucha costa y trabajos ganar esta limpieza: la cual
es tan rica que, por mucho que cueste, siempre se compra barato.
Y así
como se piden otros trabajos más ásperos de penitencia y satisfacción al que
mucho ha ofendido a nuestro Señor que a quien menos, así, aunque a todos los que
en esta carne viven convenga temerla, y guardarse de ella, y enfrenarla, y
regirla con prudente templanza, más los que particularmente son de ella
guerreados, particulares remedios y trabajos han menester. Por tanto, quien
esta necesidad sintiere en sí mismo, debe primeramente tratar con aspereza su
carne, con apocarle la comida y el sueño, con dureza de cama, y de cilicios, y
otros convenientes medios con que la trabaje.
Porque,
según San Jerónimo dice: «Con el ayuno se sanan las pestilencias de la carne»;
y San Hilarión, que decía a su propia carne: «Yo te domaré y haré que no tires coces,
sino que, de hambrienta y trabajada, pienses antes en comer que en retozar.»
Y San Jerónimo aconseja a Eustoquio (hija de Santa Paula, discípula de S. Jerónimo),
virgen, que aunque ha sido criada con delicados manjares, tenga gran cuenta con
la abstinencia y trabajos del cuerpo, afirmándole que sin esta medicina no
podrá poseer la castidad. Y si de acueste tratamiento se sigue flaqueza a la
carne, o daño a la salud, responde el mismo San Jerónimo en otra parte: «Más vale que
duela, el estómago, que no el alma; y mejor es que mandes al cuerpo, que no que
le sirvas: y que tiemblen las piernas de flaqueza, que no que vacile la
castidad.» Verdad es que en otra parte dice que no sean les ayunos
tan excesivos, que debiliten el estómago; y en otra parte reprende a algunos
que él conoció haber corrido peligro de perder el juicio por la mucha abstinencia
y vigilias.
Para
estas cosas no se puede dar una general regla que cuadre a todos; pues unos se
hallan bien con unos medios, y otros no; y lo que daña a uno en su salud, a
otro no. Y una cosa es ser la guerra tan grande, que pone al hombre a riesgo de
perder la castidad, porque entonces a cualquier riesgo conviene poner el cuerpo
por quedar con la vida del alma; y otra cosa es pelear con una mediana
tentación, de la cual no se teme tanto peligro ni ha menester tanto trabajo
para la vencer. Y el tomar en estas cosas el medio que conviene, está a cargo
del que fuere guía prudente de la persona tentada; habiendo de parte de
entrambos humilde oración al Señor, para que dé en ello su luz. Y pues San
Pablo (1 Cor., 9, 27), vaso de elección (3), no se fía de su carne, mas dice
que la castiga y la hace servir, porque predicando él a otros que sean buenos, no
sea él hallado malo cayendo en algún pecado, ¿cómo pensaremos nosotros, que seremos castos
sin castigar nuestro cuerpo, pues tenemos menos virtud que él, y mayores causas
para temer? Muy mal se guarda la humildad entre honras, y templanza
entre abundancia, y castidad entre los regalos: Y si sería digno de escarnio
quien quisiese, apagar el fuego que arde en su casa y él mismo le echase leña
muy seca, muy más digno de escarnio, es quien por una parte desea la castidad,
y por otra hinche de manjares y de regalo su carne, y se da a la ociosidad;
porque estas cosas no sólo no apagan el fuego encendido, mas bastan a
encenderlo a quien muy apagado lo tuviere. Y pues el Profeta Ezequiel Í16, 49)
da testimonio que la causa por que aquélla desventurada ciudad de Sodoma llegó
a la cumbre de tan abominable pecado, fue la hartura y abundancia de pan y
ociosidad que tenía, «quién osará vivir en regalos ni ocio, ni aun verlos de
lejos, pues los que fueron bastantes a hacer el mayor mal, con más facilidad
harán los menores. Ame, pues, la templanza y mal tratamiento de su carne quien
es amador de la castidad; porque si lo uno quiere tener sin lo otro, no saldrá
con ello, mas antes se quedará sin entrambas cosas. Que a los que Dios juntó,
ni los debe el hombre querer apartar (Mt., 19, 6), ni puede aunque quiera.
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