Jesucristo y San Pedro
Artículo 2º.- La vida de la gracia
La vida de la gracia es el germen
cuya expansión es la vida de la gloria. La una pasa luchando en la prueba, la
otra triunfa en la felicidad; mas en realidad, es
una sola y misma vida sobrenatural y divina la que comienza aquí abajo y se consuma
en el cielo. Por otra parte, la vida de la gracia es la condición
indispensable de la vida de la gloria, y es la que determina su medida. En
consecuencia, hemos de desear tanto la una como la otra. Dios quiere ante todo
que aspiremos a ellas como a fin supremo de la existencia, ya que trabaja exclusivamente
por hacérnoslas alcanzar, y el demonio por hacérnoslas perder. Las almas que plenamente
han entendido la importancia de su destino, no tienen otro objetivo en medio de
los trabajos y vicisitudes de esta vida, que conservar la vida de la gracia tan
preciosa y tan disputada, y de llevarla a su perfecto desenvolvimiento.
Tocante, pues, a la esencia de esta vida, no hay lugar al santo abandono, por
ser la voluntariamente significada que las almas «tengan la vida y que la tengan en abundancia».
Pero el abandono hallará su puesto en lo que concierne al grado de la gracia, y
por ende al grado de las virtudes y al grado de la gloria eterna; pues, según
el Concilio de Trento, «recibimos la justicia en nosotros en la medida que place al Espíritu
Santo otorgárnosla, y en la proporción que cada uno coopera a ella».
La gracia, las virtudes y la gloria dependen, por tanto, de Dios que da como El
quiere, y del hombre en cuanto que se prepara y corresponde.
Puesto
que todo esto depende de la generosidad individual, es
preciso orar, orar más, orar mejor, corresponder a la acción divina con ánimo y
perseverancia, no omitir esfuerzo alguno para no quedar por debajo del grado de
virtud y de gloria que la Providencia nos ha destinado. ¿Cuál es la causa
de que no seamos más santos? ¿Quién tiene la culpa de que tan sólo vegetemos
como plantas marchitas, en lugar de tener sobreabundancia de vida espiritual?
La gracia afluye a las almas generosas, se nos prodiga en el claustro, y más aún
se nos prodigaría y frutos más copiosos produciría si supiéramos obtenerla
mejor por la oración y no contrariaría por nuestras infidelidades. No, no es la gracia
la que nos falta, nosotros somos los que faltamos a la gracia. No
acusemos a Dios de paliar nuestra negligencia, pues tenemos muy merecida esta
reflexión de San Francisco de Sales: «Jesús, el Amado de nuestras almas, viene a nosotros y halla
nuestros corazones llenos de deseos, de afectos y de pequeños gustos.
No es esto lo que El busca, sino
que querría hallarlos vacíos para hacerse dueño y guía suyo. Verdad es que nos
hemos apartado del pecado mortal y de todo afecto pecaminoso, pero los pliegues
de nuestro corazón están llenos de mil bagatelas que le atan las manos, y le
impiden distribuimos las gracias que nos quiere otorgar. Hagamos, pues, lo que
de nosotros depende, y abandonémonos a la divina Providencia.»
A
pesar de todo, Dios permanece dueño de sus dones, y a nadie niega las gracias
necesarias para alcanzar el fin que se ha dignado asignarnos. Pero a unos
concede más, a otros menos, y con mucha frecuencia su mano abre con sobreabundancia
y profusión cuando El quiere y como a Él le place. Por eso Nuestro Señor, «con corazón
verdaderamente filial, previniendo a su Madre con las bendiciones de su dulzura
la ha preservado de todo pecado», y de tal suerte la ha santificado,
que Ella es su «única
paloma, su toda perfecta sin igual». Con certeza se afirma de San
Juan Bautista y con probabilidad de Jeremías y de San José, que la divina Providencia
veló por ellos desde el seno de su madre y los estableció en la perpetuidad de
su amor. Los Apóstoles elegidos para ser las columnas de la Iglesia fueron confirmados en gracia el día de Pentecostés.
Entre la multitud de los santos no hay quizá dos que sean iguales, pues la Liturgia
nos hace decir en la fiesta de cada Confesor Pontífice: «No se halló otro
semejante a él.» La misma diversidad reina entre los fieles, y ¿quién no ve que
entre los cristianos los medios de salvación son más numerosos y eficaces que
entre los infieles, y que entre los mismos cristianos hay pueblos y ciudades
donde los ministros de la Religión son de mayor capacidad y el ambiente más
ventajoso? La gracia riega el claustro más que el mundo, y con frecuencia un
monasterio mucho más que otro. Pero es preciso guardarse bien de inquirir jamás
por qué la Suprema Sabiduría ha concedido tal gracia a uno con preferencia a
otro, ni por qué.
Ella
hace abundar sus favores más en una parte que en otra. «No, Teótimo, nunca tengas esta curiosidad,
porque contando todos con lo suficiente y hasta con lo abundante para la
salvación, ¿qué razón puede nadie tener para lamentarse, si a Dios place
distribuir sus gracias con mayor abundancia a unos que a otros...?
Es, pues, una impertinencia el empeñarse en inquirir por qué San Pablo no ha
tenido la gracia de San Pedro, ni San Pedro la de San Pablo; por qué San
Antonio no ha sido San Atanasio, ni San Atanasio San Jerónimo. La Iglesia es un
jardín matizado de infinidad de flores; y así, conviene que las haya de diversa
extensión, de variados colores, de distintos olores y, en suma, de diferentes perfecciones.
Cada cual tiene su valor, su gracia y su esmalte, y todas en conjunto forman
una agradabilísima perfección de hermosura. Además, no creamos jamás hallar una
razón más plausible de la voluntad de Dios que su misma voluntad, la que es
sobradamente razonable y aun la razón de todas las razones, la regla de toda
bondad, la ley de toda equidad.»
En consecuencia, un alma que practica bien el santo abandono, deja a
Dios la determinación del grado de santidad que ha de alcanzar en la tierra, de
las gracias extraordinarias de que esta santidad pueda estar acompañada aquí
abajo y de la gloria con que ha de ser coronada en el cielo. Si Nuestro Señor eleva en poco tiempo a alguno de sus
amigos a la más alta perfección, si les prodiga señalados favores, luces sorprendentes,
sentimientos elevadísimos de devoción, no por esto siente celos, sino que, muy
al contrario, se regocija de todo esto por Dios y por las almas. En lugar de dar
cabida a la tristeza malsana o a los deseos vanos, mantiénese firme en el abandono;
y con esto, el grado de gloria a que aspira es precisamente el que Dios le ha
destinado. Más hace cuanto de sí depende con ánimo y perseverancia, a fin de no
quedarse en plano inferior a ese grado de santidad, que es el objeto de todos
sus deseos.
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