CAPITULO
3 (Continuación)
Y si
es poderosa cosa el afecto de la honra vana, muy más poderosa es la medicina
del ejemplo y gracia de Cristo, que de tal manera la vencen y desarraigan del corazón,
que le hacen sentir que es cosa muy abominable, que viendo un cristiano al
Señor de la Majestad bajarse a tales desprecios, se quede el gusano vil
hinchado con amor de la honra. Por lo cual el Señor nos convida y esfuerza con
su ejemplo, diciendo (Jn., 16, 33): Confiad mundo que yo vencí al mundo. Como si dijese: Antes que, que yo vencí el yo acá viniese, cosa recia era tomarse con el mundo
engañoso, desechando lo que en él florece, y abrazando lo que él desecha; mas
después que contra mí puso todas sus fuerzas, inventando nuevo género de tormentos
y deshonras, todo lo cual yo sufrí sin volverles el rostro, ya no solamente
pareció flaco, pues encontró con quien pudo más sufrir; mas aun queda vencido
para vuestro provecho, pues con mi ejemplo que yo os di, y fortaleza que os
gané, lo podréis ligeramente vencer, sobrepujar y hollar.
Mire
el cristiano, que pues el mundo despreció al bendito Hijo de Dios, que es
eterna Verdad y Bien sumo, no hay por qué nadie en nada le tenga, ni en nada le
crea. Antes mirando que fue engañado en no conocer una tan clarísima luz, y en
no honrar al que es verdaderísima honra; aquello repruebe el cristiano, que el
mundo aprueba; y aquello precie y ame, que el mundo aborrece y desprecia; huyendo
con mucho cuidado de ser preciado de aquel que a su Señor despreció; y teniendo
por grande señal de ser amado de Cristo, el ser despreciado del mundo, con Él y
por Él.
De lo
cual resulta, que así como los qué son de este mundo no tienen orejas para
escuchar la verdad y doctrina de Dios, antes la desprecian, así el que es del bando
de Cristo no las ha de tener para escuchar ni creer las mentiras del mundo.
Porque ahora halagué, ahora persiga, ahora prometa, ahora amenace, ahora
espante, o parezca blando, en todo se engaña y quiere engañar, y con tales ojos
lo debemos mirar; pues es cierto que en tantas mentiras y falsas promesas le
hemos tomado, que las medias (las medias: la mitad) que un hombre dijese, en
ninguna cosa nos fiaríamos de él, y a duras penas, aunque dijese verdad, le
daríamos crédito. No es bien ni mal verdadero lo que el mundo puede hacer, pues
no puede dar ni quitar la gracia de Dios. Ni aun en lo que parece que puede, no
puede nada, pues que no puede llegar al cabello de nuestra cabeza sin la
voluntad del Señor (Lc., 21, 18): y si otra cosa nos quisiere hacer entender,
no le creamos. ¿Quién habrá ya que no ose pelear contra un enemigo qué no puede
nada?
CAPITULO 4
En qué grado y por qué fin es lícito desear
la humana honra; y del grandísimo peligro que hay en los oficios honrosos y de mando.
Para
que mejor entendáis lo que se os ha dicho, habéis de saber que una cosa es amar
la honra o estimación humana por sí misma y parando en ella, y esto es malo
según se ha dicho, y otra cosa es cuando estas cosas se aman por algún buen
fin, y esto no es malo.
Claro
es que una persona que tiene mando o estado de aprovechar a otros, puede querer
aquella honra y estima para tratar su oficio con mayor provecho de los otros;
pues que si tienen en poco al que manda, tendrán en poco su mandamiento, aunque
sea bueno.
Y no
solamente estas personas, mas generalmente todo cristiano debe cumplir lo que
está escrito (Eccli., 41, 15): Ten cuidado de la buena fama. No porque ha de
parar en ella, mas porque ha de ser tal un cristiano, que quienquiera que oyere
o viere su vida, dé a Dios gloria; como la solemos dar viendo una rosa, o un
árbol con fruto y frescura. Esto es lo que manda el santo Evangelio (Mí., 5,
13), que luzca nuestra luz delante de los hombres, de manera que, viendo
nuestras buenas obras, den gloria al celestial Padre, del cual procede todo lo
bueno.
Y este
intento de la honra de Dios y de aprovechar a los prójimos movió a San Pablo (2
Cor., 4) a contar de si mismo grandes y secretas mercedes que nuestro Señor le
había hecho, sin tenerse por quebrantador de la Escritura, que dice (Prov.,
27): Alábete la boca ajena, y no la tuya. Porque contaba él estas sus alabanzas
tan sin pegársele nada de ellas, como si no las hablara; cumpliendo él mismo lo
que había dicho a los de Corinto (1 Cor., 7), que los que tienen mujeres sean
como si no las tuviesen, y los que lloran como si no llorasen, con otras cosas
semejantes a éstas.
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