«Vámonos
de aquí, pues no tenemos nada que ganar en donde se nos honra; nuestra ganancia
está en los lugares en que se nos vitupera y se nos desprecia.»
Artículo 2º.- Las humillaciones
Recurramos,
pues, más a las obras que a las palabras para abatirnos.
La mejor humillación activa en nuestros claustros será siempre la leal
dependencia de la Regla, de nuestros superiores y aun de nuestros hermanos.
Nadie ignora que los doce grados de humildad, según nuestro Padre San Benito,
se fundan casi exclusivamente en la obediencia, y es también de esta virtud de
la que San Francisco de Sales hace derivar la señal de la verdadera humildad,
fundándose en esta expresión de San Pablo, que Nuestro Señor se anonadó
haciéndose obediente. «¿Veis -decía- cuál es la medida de la humildad? Es la
obediencia. Si obedecéis, pronta, franca, alegremente, sin murmuración, sin
rodeos y sin réplica sois verdaderamente humildes, y sin la humildad es difícil
ser verdadero obediente; porque la obediencia pide sumisión, y el verdadero
humilde se hace inferior y se sujeta a toda criatura por amor de Jesucristo;
tiene a todos sus prójimos por superiores, y se considera como el oprobio de
los hombres, el desecho de la plebe y la escoria del mundo.» Humillación
excelente es también descubrir el fondo de nuestros corazones y de nuestra
conciencia a los que tienen la misión de dirigirnos, dándoles fiel cuenta de
nuestras tentaciones, de nuestras malas inclinaciones y, en general, de todos
los males de nuestra alma. Finalmente, es saludable humillación acusarse ante
los Superiores como lo haríamos en presencia del mismo Dios, y cumplir con
corazón contrito y humillado las penitencias usadas en nuestros Monasterios.
Además de estas humillaciones de Regla, hay otras que son espontáneas.
San
Francisco de Sales «quería mucha discreción en éstas, porque el amor propio
puede deslizarse en ellas sagaz e imperceptiblemente, y ponía en sexto grado
procurarse las abyecciones cuando no nos vinieren de fuera».
El
santo estimaba mucho las humillaciones que no son de nuestra libre elección;
porque en verdad, las cruces que nosotros fabricamos son siempre más delicadas,
además de que serían contadas y apenas tendrían eficacia para matar nuestro
amor propio.
Necesitamos,
pues, que nos cubran de confusión, que nos digan las verdades sin miramientos,
y que nos hagan sentir todo este mundo de corrupción y de miserias que bulle en
nosotros. De ahí que Dios nos prive de la salud, disminuya nuestras facultades
naturales, nos abandone a la impotencia y oscuridad, o nos aflija con otras
penas interiores. Esta misma razón le mueve a abofetearnos por mano de Satanás,
a ordenar a nuestros Superiores que nos reprendan, y a la Comunidad que tome
parte conforme a nuestros usos en la corrección de nuestros defectos. La acción
ruda y saludable de la humillación quiere Dios ejercerla especialmente por aquellos
que nos rodean; a todos los emplea en la obra, utilizando para ello el buen
celo y el celo amargo, las virtudes y los defectos, las intenciones santas, la
debilidad y aun, en caso necesario, la malicia. Los hombres no son sino instrumentos
responsables, y Dios se reserva el castigarlos o recompensarlos a su tiempo.
Dejémosle esta misión, y no viendo en El sino a. nuestro Dios, a nuestro
Salvador, al Amigo por excelencia, y olvidando lo que en ello hay de amargo
para la naturaleza, aceptemos como de su mano este austero y bienhechor
tratamiento de las humillaciones. De ordinario, éstas son breves y ligeras, y
aun cuando fuesen largas y dolorosas, no lo serian sino de una manera más
eficaz, dispuestas por la divina misericordia, «y el rescate de las faltas
pasadas, la remisión de las fragilidades diarias, el remedio de nuestras
enfermedades, un tesoro de virtudes y méritos, un testimonio de nuestra total
entrega a Dios, el precio de sus divinas amistades y el instrumento de nuestra perfección».
La
humillación fomenta el orgullo cuando se la rechaza con indignación o se sufre
murmurando; y esto explica cómo «se hallan tantas personas humilladas que no
son humildes». Sólo será provechosa para aquel que le hace buena acogida y en
la medida en que la reciba humildemente como si fuera de la mano de Dios,
diciéndose, por ejemplo: en verdad que la necesito y bien la he merecido. Y si
una ligera ofensa, una falta de consideración, una palabra desagradable es
suficiente para lanzarme en la agitación y turbación, señal es que el orgullo
se halla todavía lleno de vida en mi corazón, y en lugar de mirar la
humillación como un mal, debiera mirarla como mi remedio; bendecir a Dios que
quiere curarme, y saber agradecerla a mis hermanos que me ayudan a vencer mi
amor propio. Por otra parte, la vergüenza, la confusión, la verdadera humillación,
¿no consiste en sentirme aún tan lleno de orgullo después de tantos años
pasados en el servicio del Rey de los humildes? Si conociéramos bien nuestras
faltas pasadas y nuestras miserias presentes, poco nos costaría persuadirnos de
que nadie podrá jamás despreciarnos, injuriarnos y ultrajarnos en la medida que
lo tenemos merecido; y en vez de quejamos cuando Dios nos envía la confusión,
se lo agradeceríamos como favor inapreciable, puesto que a trueque de una
prueba corta y ligera oculta nuestras miserias de aquí abajo a casi todas las
miradas y nos ahorra la vergüenza eterna. Y no digamos que somos inocentes en
la presente circunstancia, pues no pocas de nuestras faltas han quedado
impunes, y el castigo, por haberse diferido, no es menos merecido.
San
Pedro mártir, puesto injustamente en prisión, quejábase a Nuestro Señor de esta
manera: «¿Qué crimen he cometido para recibir tal castigo?» «Y Yo, respondió el
divino Crucificado, ¿por qué crimen fui puesto en la cruz?» La Iglesia en uno
de sus cánticos dice que El «es solo Santo, solo Señor, solo Altísimo con el
Espíritu Santo en la gloria del Padre», y con todo, vino a su reino y los suyos
no le recibieron, sino que le llenaron de ultrajes y malos tratamientos, le
acusaron, le condenaron, le posponen a un homicida, le conducen al suplicio
entre dos ladrones, le insultan hasta en la Cruz; es el más despreciado, el
último de los hombres; su faz adorable es maltratada con bofetadas, manchada
con salivazos. No aparta, sin embargo, su cara, ni les dirige palabra alguna de
reprensión, sino que adora en silencio la voluntad de su Padre y la reconoce
enteramente justa, y la acepta con amor porque se ve cubierto de los pecados
del mundo, ¿y nosotros, viles criaturas suyas, tantas veces culpables,
miraríamos con deshonor participar de los abatimientos del Hijo de Dios y recibirlos
humildemente sin decir palabra? ¿Sufriremos que la Santa Víctima padezca sola
por faltas que son nuestras y no suyas, y no querremos beber en el cáliz de las
humillaciones? ¿Es esto justo y generoso? ¿No será más bien una vergüenza?
¿Cómo agradaremos con orgullo semejante a Aquel «que es manso y humilde de
corazón»? ¿No tendría derecho a decirnos: «He sido calumniado, despreciado, tratado
de insensato, y querrás tú que se te estime, y seguirás siendo todavía sensible
a los desprecios»? Por otra parte, el amor quiere la semejanza con el objeto amado,
y a medida que aquél crece, se acepta con más gusto y hasta se considera uno
dichoso en compartir las humillaciones, las injurias y los oprobios de su Amado
Jesús.
Entonces
el amor «nos hace considerar como favor grandísimo y como singular honor las
afrentas, calumnias, vituperios y oprobios que nos causa el mundo, y nos hace renunciar
y rechazar toda gloria que no sea la del Amado Crucificado, por la cual nos
gloriamos en el abatimiento, en la abnegación y en el anonadamiento de nosotros
mismos, no queriendo otras señales de majestad que la corona de espinas del
Crucificado, el cetro de su caña, el manto de desprecio que le fue impuesto y
el trono de su cruz, en la cual los sagrados amantes hallan más contento, más
gozo y más gloria y felicidad que Salomón en su trono de marfil».
Al
hablar así, San Francisco de Sales nos describe sus propias disposiciones. En
medio de la tempestad, de los desprecios y de los ultrajes reconocía la
voluntad de Dios y a ella se unía sin dilación, en la que permanecía inmóvil
sin conservar resentimiento alguno, no tomando de ahí ocasión para rehusar
petición alguna razonable; y de seguro que si alguno le hubiera arrancado un
ojo, con el mismo afecto le hubiera mirado con el otro. Ante el amago de
tenerse que enfrentar con un ministro insolente, que tenía una boca infernal y
una lengua en extremo mordaz, decía: «Esto es precisamente lo que nos hace
falta. ¿No ha sido Nuestro Señor saturado de oprobios? ¡Y cuánta gloria no
sacará Dios de mi confusión! Si descaradamente somos insultados, magníficamente
será El exaltado; veréis las conversiones a montones, cayendo a mil a vuestra
derecha y diez mil a vuestra izquierda.» San Francisco de Asís respira los
mismos sentimientos. Como un día fuese muy bien recibido, dijo a su compañero:
«Vámonos de aquí, pues no tenemos nada que ganar en donde se nos honra; nuestra
ganancia está en los lugares en que se nos vitupera y se nos desprecia.»
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