El
domingo 23 de junio, antes de la concelebración con el Papa, le pedí a mons.
Ricca, que como responsable de la casa nos ayudaba a revestirnos de los
ornamentos sacerdotales, si podía preguntarle al Papa si podía recibirme a lo
largo de la semana siguiente. ¿Cómo podía volver a Washington sin haber
aclarado lo que el Papa quería de mí? Terminada la misa, mientras el Papa
saludaba a los pocos laicos presentes, mons. Fabian Pedacchio, su secretario
argentino, vino hacia mí y me dijo: “El Papa me ha
pedido que le pregunte si está libre ahora”. Obviamente le respondí
que estaba a disposición del Papa y que le agradecía que me recibiera tan
rápido. El Papa me llevó al primer piso, donde está su apartamento, y me dijo:
“Tenemos 40 minutos antes del
Angelus”.
Empecé
yo la conversación, preguntándole al Papa qué había querido decirme con las
palabras que me había dirigido cuando le había saludado el viernes anterior. Y
el Papa, con un tono muy distinto, amigable, casi afectuoso, me dijo: “Sí, los obispos
de los Estados Unidos no deben estar ideologizados, no deben ser de derechas
como el arzobispo de Filadelfia, (el Papa no mencionó el nombre del arzobispo), tienen que ser pastores; y no deben
ser de izquierdas –y añadió levantando ambos brazos–, y cuando digo de izquierdas, quiero decir
homosexuales”. Naturalmente, no comprendí la lógica de la
correlación entre ser de izquierdas y ser homosexuales, pero no añadí nada más.
Entonces,
el Papa me preguntó con tono muy cordial: “¿Cómo es el cardenal McCarrick?”. Le respondí con total
franqueza y, si lo desean, con mucha ingenuidad: “Santo
Padre, no sé si usted conoce al cardenal McCarrick, pero si le pregunta a la
Congregación para los Obispos, hay un dossier así de grande sobre él. Ha
corrompido a generaciones de seminaristas y sacerdotes, y el Papa Benedicto le
ha impuesto retirarse a una vida de oración y penitencia”. El Papa
no hizo el más mínimo comentario a mis graves palabras y su rostro no mostró
ninguna expresión de sorpresa, como si ya conociera la situación desde hace
tiempo, y cambió enseguida de tema. Pero, entonces, ¿con qué fin el Papa me
había hecho esa pregunta: “Cómo es
el cardenal McCarrick”? Evidentemente, quería saber si yo era aliado
o no de McCarrick.
De
vuelta ya en Washington vi todo con gran claridad, gracias también a un nuevo
hecho que sucedió pocos días después de mi encuentro con el Papa Francisco. En
la toma de posesión de mons. Mark Seitz como obispo de la diócesis de El Paso
el 9 de julio de 2013, envié al primer Consejero, mons. Jean-François
Lantheaume, mientras yo, ese mismo día, iba a Dallas para un encuentro
internacional sobre Bioética. Cuando volvió, mons. Lantheaume me contó que en
El Paso se había encontrado con el cardenal McCarrick el cual, en un aparte, le
había dicho casi las mismas palabras que el Papa me había dicho a mí en Roma: “Los obispos de
los Estados Unidos no deben estar ideologizados, no tienen que ser de derechas,
tienen que ser pastores…”. ¡Me quedé atónito! Estaba claro que las palabras de reproche
que el Papa Francisco me había dirigido ese 21 de junio de 2013 se las había
puesto en los labios el día antes el cardenal McCarrick. También la mención que
el Papa había hecho “no como el arzobispo de Filadelfia” conducía a
McCarrick, porque entre ambos había habido una fuerte discusión respecto a la
admisión a la comunión de los políticos favorables al aborto: McCarrick había
manipulado, en su comunicado a los obispos, una carta del entonces cardenal
Ratzinger que prohibía darles la comunión. También sabía cuán unidos estaban a
McCarrick algunos cardenales como Mahony, Levada y Wuerl, que habían
obstaculizado los nombramientos más recientes del Papa Benedicto para sedes
importantes como Filadelfia, Baltimore, Denver y San Francisco.
No
satisfecho con la trampa que me había tendido el 23 de junio de 2013 al
preguntarme sobre McCarrick, unos meses después, en la audiencia que me
concedió el 10 de octubre de 2013, el Papa Francisco me tendió una segunda,
esta vez respecto a otro protegido suyo, el cardenal Donald Wuerl. Me preguntó:
“¿El cardenal Wuerl cómo es, bueno o
malo?”. “Santo Padre –le respondí–, no le
diré si es bueno o malo, pero le contaré dos hechos”. Y le conté los
dos hechos que he mencionado anteriormente, relacionados con la indiferencia
pastoral de Wuerl ante las desviaciones aberrantes en la Universidad de
Georgetown, y la invitación que hizo la archidiócesis de Washington a jóvenes
aspirante al sacerdocio a un encuentro con McCarrick. También en esta ocasión
el Papa no tuvo ninguna reacción.
Era
evidente que a partir de la elección del Papa Francisco, McCarrick, liberado de
cualquier obligación, se sentía libre de viajar continuamente, dar conferencias
y entrevistas. En un juego de equipo con el cardenal Rodriguez Maradiaga, se había convertido en el kingmaker
[hacedor de reyes] de los nombramientos en la Curia y en los Estados
Unidos, y en el consejero más escuchado en el Vaticano para las relaciones con
la administración Obama. Se explica así que, como miembros de la Congregación
para los Obispos, el Papa sustituyera al cardenal Burke con Wuerl y nombrara de
inmediato a Cupich, al que también hizo cardenal. Con dichos nombramientos, la
Nunciatura de Washington estaba fuera de juego en relación al nombramiento de
los obispos. Además, nombró al brasileño Ilson de Jesus Montanari -gran amigo de su secretario privado
argentino Fabian Pedacchio-,
Secretario de la Congregación para los Obispos y Secretario del Colegio de
Cardenales, promoviéndole, en un solo movimiento, de simple oficial de ese
dicasterio a Arzobispo Secretario. ¡Nunca se había visto algo así para un cargo
tan importante!
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