Capítulo VIII. De las tres perturbaciones o pasiones que quieren los
estoicos que se hallen en el ánimo del sabio, excepto el dolor o la tristeza,
lo cual no debe admitir o sentir la virtud del ánimo
De las
que los griegos llaman eupathías, y nosotros podemos decir pasiones buenas, y
Cicerón en el idioma latino llamó constancias, los estoicos no quisieron que
hubiese en el ánimo del sabio más que tres en lugar de tres pasiones, por el
deseo, voluntad; por la alegría, gozo; por el temor, cautela; pero en lugar del
dolor (a que nosotros, por huir de la ambigüedad, quisimos llamar tristeza)
dicen que no puede haber objeto alguno en el ánimo del sabio; porque la
voluntad apetece y desea lo bueno, lo que hace el sabio; el gozo es del bien
conseguido, lo cual dondequiera alcanza el sabio; la cautela evitar el mal, lo
que debe obviar el sabio.
Pero
la tristeza, porque es del mal que ya sucedió, son de opinión los estoicos que
ningún mal puede traer al sabio y dicen que en lugar de ella no puede haber
otra igual en su ánimo; así les parece que; fuera del sabio, no hay quien
quiera, goce y se guarde, y que el necio no hace sino desear, alegrarse, temer
y entristecerse; y que aquellas tres son constancias y estas cuatro
perturbaciones, según Cicerón, y, según muchos, pasiones. En griego, aquellas
tres, como insinué, se llaman eupathías, y estas cuatro, pathías.
Buscando
yo con la mayor diligencia que pude si este lenguaje cuadraba con el de la
Sagrada Escritura, hallé lo que dice el profeta: <No se gozan los impíos,
dice el Señor>, como que los impíos pueden más alegrarse que gozarse de los
males, porque el gozo propiamente es de los buenos y piadosos. Asimismo en el
Evangelio se lee: <Todo lo que queréis que os hagan los hombres, eso mismo
haréis vosotros con ellos>, y parece que lo dice porque ninguno puede querer
algún objeto mal o torpemente, sino desearlo. Finalmente, algunos intérpretes
por el estilo común de hablar añadieron todo lo bueno, y así interpretaron:
<Todo el bien que queréis que os hagan a vosotros los hombres>; porque
les pareció que era necesario excusar que ninguno quiera que los hombres le
hagan acciones inhonestas e indebidas, y por callar las torpes, a lo menos los
banquetes excesivos y superfluos, en los cuales, haciendo el hombre lo mismo,
le parezca que cumplirá con este precepto. Pero en el Evangelio citado en
idioma griego, de donde se tradujo al latino, no se lee lo bueno, sino:
<Todo lo que queréis que hagan con vosotros los hombres, eso mismo haréis
vosotros con ellos>; imagino que lo dice así, porque cuando dijo, queréis,
ya quiso entender lo bueno, porque no dice cupitis, lo, que deseáis; sin embargo,
no siempre debemos estrechar nuestro lenguaje con estas propiedades, aunque
algunas veces debemos usar de ellas; y cuando las leemos en aquellos de cuya
autoridad no es lícito desviarnos, entonces se deben entender. Cuando el buen
sentido no pueda hallar otro significado, cómo son las autoridades que hemos
alegado, así de los profetas como, del Evangelio. Porque ¿quién ignora que los
impíos se regocijan y alegran? Sin embargo, dice el Señor que no se gozan los
impíos; ¿y por qué, sino porque cuando este verbo gaudere o gozarse se pone
propiamente y en su peculiar sentido significa otra cosa? Asimismo, ¿quién
puede negar que está bien mandado que lo que deseamos que otros hagan con
nosotros, eso mismo hagamos nosotros con ellos, para que no nos demos unos a
otros deleites y gustos torpes? Y, con todo, es precepto muy saludable y
verdadero: <Todo lo que queréis que hagan los hombres, con vosotros, eso
mismo haréis vosotros con ellos.> Y esto ¿por qué, sino porque en este lugar
la voluntad se usa en sentido propio, sin que se pueda tomar en mala parte?
Pero ¿no diríamos en el lenguaje más común que usamos: <No queráis mentir
toda mentira>, si no hubiese también voluntad mala, de cuya malicia se
diferencia aquella voluntad que nos anunciaron y predicaron los ángeles,
diciendo: <Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad>, porque
inútilmente se dice de buena, si no puede ser sino buena? ¿Y qué alabanza
hubiera hecho el Apóstol de la caridad, al decir: <No se alegra del
pecado> si no se alegra con él la malicia? Pues hasta en los autores
profanos se halla esta diferencia de palabras, porque Cicerón, famoso orador,
dijo: <Deseo, padres conscritos, ser clemente>; habiendo puesto este,
verbo cupío en bien, ¿quién hay tan poco erudito que no piensa que mejor debía
decir volo que cupío? Y en Terencio, un joven libertino llevado de su
deshonesto apetito, dice: <Nada quiero sino a Filomena>; y que esta
voluntad era deshonesta, bastantemente lo manifiesta la respuesta que allí da
un criado anciano, porque dice a su amo: <¿Cuánto mejor te fuera buscar un
medio para desechar ese temor de tu corazón, que hablar expresiones con que en
vano vayas encendiendo más y más el voraz fuego de tu apetito?> Y que lo que
es gaudium o gozo lo hayan también descrito en mal sentido, lo manifiesta aquel
verso de Virgilio, donde con suma brevedad compendió estas cuatro
perturbaciones: <De este terreno peso les proviene dolerse, desear, temer,
gozar.> Dijo también el mismo poeta: <Los malos gozos del alma>, por
los ilícitos placeres.
Por lo
tanto, los buenos y los malos quieren, se guardan, temen y gozan; y, por decir
lo mismo con otras palabras, los buenos y los malos desean, temen y se alegran;
pero los unos bien y los otros mal, según que es buena o mala su voluntad. Y
aun la tristeza, en cuyo lugar dicen los estoicos que no se puede hallar cosa
alguna en el alma del sabio, se halla usada en buena parte, y principalmente
entre los nuestros; porque el Apóstol elogia a los corintios de que se hubiesen
entristecido según Dios.
Pero
dirá alguno acaso que el Apóstol les dio el parabién de que se hubiesen
acongojado haciendo penitencia, y semejante tristeza no la puede haber sino en
los que pecaron; porque dice así: <Veo que aquella carta, aunque sólo por
algún tiempo, os entristeció; pero ahora me lisonjeo y lleno de placer, no
porque os habéis acongojado, sino porque os habéis entristecido para hacer
penitencia; pues os habéis contristado según Dios, de manera que por mí no os
ha venido ningún daño o detrimento, porque la tristeza que es según Dios, causa
en el hombre para su salud espiritual una penitencia y arrepentimiento
inarrepentible; pero la tristeza del mundo motiva la muerte, porque ya veis,
como esto mismo que es entristecerse según Dios, cuánta solicitud y cuidado
pone en nosotros.> Y conforme a esta doctrina pueden los estoicos responder
por su parte que la tristeza parece muy útil para que se duelan y arrepientan
de su pecado, y que en el ánimo del sabio no puede haber causa, porque no hay
pecado cuyo arrepentimiento le cause tristeza, ni puede existir algún otro mal
cuya pasión y dolor le contriste; porque aun de Alcibíades refieren (si no me
engaña la memoria en el nombre de la persona) que creyendo era bienaventurado
oyendo los discursos e instrucciones de Sócrates, que le manifestaron era
miserable por ser necio e ignorante, se cuenta que lloró.
Así
que la necedad fue aquí la causa propia de esta inútil e importante tristeza
con que el hombre se duele de no ser lo que debe ser; mas los estoicos dicen
que no el necio, sino el sabio, es incapaz de tristeza
Capítulo IX. De las perturbaciones del ánimo,
cuyas afecciones son rectas en el de los justos
Pero a
estos filósofos, respecto a la cuestión sobre, las perturbaciones del ánimo, ya
les, respondimos cumplidamente en el libro IX de esta obra, manifestando cómo
ellos disputaban, no tanto sobre las cosas como sobre las palabras, mostrándose
más aficionados a disputar y porfiar ridículamente que a investigar la raíz de
la verdad; pero entre nosotros (conforme a lo que dicta la Sagrada Escritura y
la doctrina sana), los ciudadanos de la ciudad santa de Dios, que en la
peregrinación de la vida mortal viven según Dios, éstos, digo, temen, desean,
se duelen y alegran.
Y por
cuanto su amor o voluntad es recta e irreprensible, todas estas afecciones las
poseen también rectas, temen el castigo eterno, duélense verdaderamente por lo
que sufren: <Porque ellos aquí entre sí mismos gimen y suspiran, para que se
verifique en ellos la adopción, esperando la redención e inmortalidad de su
cuerpo, alégranse por la esperanza>, <porque se cumplirá ciertamente lo
que está escrito en caracteres indelebles, que la muerte quedará absorbida y
vencida por el triunfo y victoria de Jesucristo>.
Asimismo
temen pecar y ofender a la Majestad Divina; desean perseverar en la gracia,
duélense de los pecados cometidos y se alegran de las buenas obras; pues para
que teman el caer en la culpa les dice el Salvador: <Que crecerá tanto la
iniquidad, que se entibiará la caridad de muchos>; y para que deseen perseverar,
les dice: <El que perseverase hasta el fin, se salvara.> Para que se
duelan de los pecados, les advierte San Juan: <Si dijésemos que no tenemos
pecado, nosotros mismos nos alucinamos y engañamos, y no hay verdad en
nosotros.> Para que se llenen de gozo por las buenas obras, les certifica
San Pablo: <Que ama Dios al que da lo que da con alegría y de buena
voluntad>; y asimismo, según son débiles o fuertes, temen o apetecen las
tentaciones; porque, para temerías, oyen: <Si alguno dice el Apóstol cayere
en algún crimen, vosotros, los que sois más espirituales, mirad por él,
procurando levantarle con espíritu de mansedumbre, considerando cada uno en sí
mismo que puede también precipitarse en el abismo del pecado>; y para
desearías, oyen que dice un varón fuerte de la Ciudad de Dios, esto es, el real
profeta David: <Pruébame, Señor, y tiéntame, abrasa y consume mis entrañas y
mi corazón.> Para que se duelan en ellas advierten cómo llora amargamente
San Pedro; para que se alegren de ellas, escuchan, como dice Santiago:
<Estimad por sumo contento cuando os vieseis afligidos de varias
tentaciones.> Y no sólo por sí propios se mueven con estos afectos, sino
también por las personas que desean eficazmente se salven y temen se pierdan,
sienten entrañablemente si se pierden y se alegran sobremanera si se salvan,
porque tienen puestos los ojos en aquel santo y fuerte varón que se gloria en
sus dolores y aflicciones (para citar nosotros que hemos venido a la Iglesia de
Jesucristo de en medio de los gentiles a aquel que es doctor de las gentes en
la fe y la verdad, que trabajó más que todos sus compañeros los apóstoles y con
más epístolas instruyó al pueblo de Dios, no sólo a los que tenía presentes,
sino también a los que preveía que habían de venir), porque tenían, digo, puestos
los ojos en aquel San Pablo, campeón y atleta de Jesucristo, enseñado e
instruido por el mismo Salvador, ungido por El, crucificado con El, glorioso y
triunfante en El; a quien en el teatro de este mundo, donde vino a ser
<espectáculo de los ángeles y de los hombres>, miramos con satisfacción y
con los ojos de la fe, luchando el gran combate, <corriendo en busca de la
palma y gloria de la soberana vocación y caminando siempre adelante>,
viéndole cómo <se alegra con los alegres y llora con los que lloran>,
<cómo fuera padece persecuciones y dentro temores>, deseando
<apartarse ya de su cuerpo y hallarse con Cristo> con ansia de ver <a
los romanos por tener algún fruto en ellos como en las demás gentes>,
<estimulando a los corintios y temiendo con el mismo celo que no les engañen
y desvíen sus almas de la fe y pureza que deben a Cristo, teniendo <una gran
tristeza y continuo dolor de corazón por los israelitas>, porque «ignorando
la justicia de Dios y queriendo establecer la suya, no estaban sujetos a la
justicia de Dios>, y no sólo manifestando su dolor, sino <también sus
lágrimas por algunos que habían pecado y no habían hecho penitencia de sus
deshonestidades y fornicaciones>.
Si
estos movimientos y afectos que proceden del amor del bien y de una caridad
santa se deben llamar vicios, permitamos asimismo que a los verdaderos vicios
los llamen virtudes; pero siguiendo estas afecciones a la buena y recta razón,
cuando se aplican donde conviene, ¿quién se atreverá a llamarlas en este caso
flaquezas o pasiones viciosas? Por lo cual el mismo Señor, queriendo pasar la
vida humana en forma y figura de siervo, pero sin tener pecado, usó también de
ellas cuando le pareció conveniente, porque de ningún modo en el que tenía
verdadero cuerpo de hombre y verdadera alma de hombre era falso el afecto
humano.
Cuando
se refiere del Redentor en el Evangelio <que se entristeció con enojo por la
dureza del corazón de los judíos>, y cuando dijo: <Me alegro por causa de
vosotros, para que creáis>, cuando habiendo de resucitar a Lázaro lloró,
cuando deseó comer la Pascua con sus discípulos, cuando acercándose su pasión
estuvo triste su alma hasta la muerte, sin duda que esto no se refiere con
mentira; pero el Señor, por cumplir seguramente con el misterio de la
Encarnación, admitió estos movimientos y extrañas impresiones con ánimo humano
cuando quiso; así como cuando fue su divina voluntad se hizo hombre.
Por
eso no puede negarse que, aun cuando tengamos estos afectos rectos, y según
Dios, son de esta vida y no de la futura que esperamos, y muchas veces nos
rendimos a ellos, aunque contra nuestra voluntad. Así que, en algunas
ocasiones, aunque nos movamos no con pasión culpable, sino con amor y caridad
loable; aun cuando no queremos, lloramos. Los tenemos, pues, por flaqueza de la
condición humana, pero no los tuvo así Cristo Señor nuestro, cuya flaqueza
estuvo también en su mano y omnipotencia. Pero entre tanto que conducimos con
nosotros mismos la humana debilidad de la vida mortal, si carecemos totalmente
de afectos, por el mismo hecho es prueba de que vivimos bien; porque el Apóstol
reprendía y abominaba de algunos, diciendo de ellos que no tenían afecto.
También
culpó el real profeta a aquellos de quienes dijo: <Esperé quien me hiciera
compañía en mi tristeza, y no hubo uno solo.> Porque no dolerse del todo
mientras vivimos en la mortal miseria, como lo manifestó también uno de los
filósofos de este siglo: <No puede acontecer sino que el ánimo esté dominado
de fiera crueldad y el cuerpo de insensibilidad.> Por lo cual, aquella que
en griego se llama apatía, y si pudiese ser en latín se diría impasibilidad
(porque sucede en el ánimo y no en el cuerpo), si la hemos de entender por
vivir sin los afectos y pasiones que se rebelan contra la razón y perturban el
alma, sin duda que es buena y que principalmente debe desearse; pero tampoco se
halla ésta en la vida actual, porque no son de cualesquiera, sino de los muy
piadosos, justos y santos aquellas palabras: <Si dijéremos que no tenemos
pecado, a nosotros mismos nos engañamos, y no se halla verdad en nosotros.>
Habrá, por consiguiente, apatía o impasibilidad cuando no haya pecado en el
hombre; pero al presente bastante bien se vive si se vive sin pecado que sea
grave; y el que piensa que vive sin pecado, lo que consigue es no carecer de
pecado, sino más bien no alcanzar perdón. Y si ha de decirse apatía o
impasibilidad cuando totalmente en el ánimo no puede haber algún afecto, ¿quién
no dirá que esta insensibilidad es peor que todos los vicios?
Por
eso, sin que sea absurdo, puede decirse que en la perfecta bienaventuranza no
ha de haber estimulo o vestigio de temor o de tristeza; pero que no haya de
haber en la celestial patria amor y alegría, ¿quién lo puede decir sino el que
estuviere del todo ajeno de la verdad? Mas si es apatía o impasibilidad no
tener miedo alguno que nos espante, ni dolor que nos aflija, la debemos huir en
esta vida, si queremos vivir rectamente, esto es, según Dios; y sólo en la
bienaventurada la podemos esperar. Porque el temor de quien dice el apóstol San
Juan: <En la caridad no hay temor, antes la caridad perfecta echa fuera el
temor, porque va acompañado de pena y de tristeza, y el que teme no ha llegado
a la perfección de la caridad>, no es ciertamente de la calidad de aquel con
que temía el Apóstol San Pablo que los corintios fuesen seducidos y engañados
con alguna infernal astucia, porque este temor no sólo le hay en la caridad,
sino que sólo le hay en la caridad. El temor que no se halla en la caridad es
aquel del que dijo el mismo apóstol San Pablo: <No habéis vuelto a recibir
espíritu de servidumbre y temor.> El temor casto y santo <que permanece
en los siglos de los siglos>, si es que ha de existir también en el otro
siglo (porque cómo puede entenderse de otra manera que permanece en los siglos de
los siglos), no es temor que nos refrena y aparta del mal que puede acontecer,
sino que persevera en el bien que no puede perderse, porque donde hay amor
inmutable del bien conseguido, sin duda, si puede decirse así, seguro está el
temor de que ha de guardarse del mal.
Con el
nombre de temor casto se nos significa aquella voluntad con que será necesario
que no queramos ya pecar, y que nos guardemos de pecado, no porque temamos que
nuestra flaqueza nos induzca al pecado, sino por la tranquilidad con que la
caridad evitará el pecado, y no ha de haber temor de ninguna especie en aquella
cierta seguridad de los perpetuos y bienaventurados gozos y alegrías. Así se
dijo: El temor casto y santo <que permanece perdurable en los siglos de los
siglos>, como se dijo: <La paciencia de los pobres no perecerá
eternamente>, porque la paciencia no ha de ser eterna, supuesto que no es
necesaria sino donde se hayan de padecer trabajos, mientras que será eterna la
felicidad adonde se llega por la tolerancia. Por eso se dijo que el temor santo
permanece y dura por los siglos de los siglos, porque permanecerá aquello
adonde nos conduce el mismo temor.
Y
siendo esto cierto, ya que hemos de vivir una vida recta e irreprensible para
llegar con ella a la bienaventuranza, todos estos afectos los tiene rectos la
vida justificada, y la perversa, perversos.
La
vida bienaventurada y la que será eterna tendrá amor y gozo no sólo recto, sino
también cierto, y no tendrá temor ni dolor, por donde se deja entender y se nos
descubre con toda evidencia cuáles deben ser en esta peregrinación los
ciudadanos de la Ciudad de Dios, que viven según el espíritu y no según la
carne, esto es, según Dios y no según el hombre, y cuáles serán en aquella
inmortalidad adonde caminan, porque la ciudad, esto es, la sociedad de los
impíos que viven según el hombre y no según Dios, y que en el mismo culto falso
y en el desprecio del verdadero Dios siguen las doctrinas de los hombres o de
los demonios, padece los combates de estos perversos afectos como malignas
enfermedades y turbaciones del ánimo, y si hay algunos ciudadanos en ella que
parece templan y moderan semejantes movimientos, la arrogante impiedad los
ensoberbece de manera que por lo mismo es en ellos mayor la vanidad, cuanto son
menores los dolores.
Y si
algunos, con una vanidad tanto más intensa cuanto más rara, han pretendido y
deseado que ningún afecto los levante ni engrandezca, y que ninguno los abata y
humille, más bien con esto han venido a perder toda humanidad que llegado a
conseguir la verdadera tranquilidad, pues no porque alguna materia esté dura,
está recta, o lo que está insensible está sano.
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