SALMO
90
SERMÓN
11
Sobre
el verso 2: «porque él mandó a sus ángeles cerca de ti para guardarte en todos
tus caminos»
1. Escrito está y verazmente escrito:
Misericordia del Señor es el que no hayamos sido destruidos, el que no nos haya
entregado en manos de nuestros enemigos. Vela sobre nosotros, incansable y
cuidados, aquel singular ojo avizor de la clemencia divina: no duerme ni
dormita el guardián de Israel. Y era ello muy necesario, pues tampoco duerme ni
dormita el que combate a Israel. Y como es Señor está solícito y cuida de
nosotros, así el enemigo ansía darnos muerte y perdernos; siendo su único empeño que quien una vez se
desvió del camino de la salud, no vuelva más a entrar en él. Pero nosotros, o
no atendemos o atendemos muy poco a la adorable Majestad del Señor que nos
preside, a la custodia con que nos protege y a los inmensos beneficios que nos
dispensa; mostrándonos ingratos a tanta gracia, o por decir mejor, a tantas
gracias, Con que nos previene y ayuda eficazmente. Y cierto que ora por sí
mismo llena nuestras almas de sus esplendores, ora nos visita por los ángeles,
ya nos instruye por los hombres, ya nos consuela y enseña por las Escrituras.
Todas las cosas que están escritas en los Libros santos, para nuestra enseñanza
se han escrito, a fin de que por la paciencia y la consolación de las
Escrituras tengamos esperanza. Bien dice: para nuestra enseñanza, a fin de que
tengamos esperanza en Dios por la paciencia. Porque como se dice en otra parte:
La doctrina del hombre por la paciencia se conoce. Pero también la paciencia
prueba, y la prueba da esperanza. ¿Cómo sólo nosotros nos asistimos? ¿Cómo sólo
nosotros nos desamparamos? ¿Por eso acaso hemos de estar descuidados de
nosotros, porque de todas partes no cesan de ayudarnos? Pues por eso mismo
habíamos de velar con más cuidado, ya que no habría tanta solicitud por
nosotros en el cielo y en la tierra si no nos viesen tan necesitados; no
pondrían tantos guardianes si no fuesen tantas las asechanzas.
2. ¡Felices por eso nuestros hermanos, ya
librados del lazo de los cazadores, que pasaron de las tiendas de los
militantes a los atrios de los que descansan, perdido ya el temor de todo mal y
colocados de un modo singular en la esperanza! A uno de ellos, o más bien a
todos en general, se le dice: No llegará a ti el mal, ni el azote se acercará a
tu mansión. Debes considerar que no se hace esta promesa al hombre que vive
según los deseos de la carne, sino al que, viviendo en la carne, se conduce
según el espíritu; porque no se conoce distinción entre aquél y su morada. Todo
en él se confunde, como en los hijos de Babilonia. Últimamente semejante hombre
no es más que carne, y no permanece con él el Espíritu. Y donde faltare el
Espíritu bueno, ¿cuándo faltará el mal? ¡Pues a donde se halla el mal se ha de
acercar el azote, porque la pena siempre acompaña a la maldad. No llegará a ti
el mal, ni el azote se acercará a tu morada. ¡Gran promesa! ¿Mas de dónde
podremos esperar esto? ¿Cómo me evadiré del mal y del azote, cómo lo evitaré, cómo me alejaré, para que no
se acerque a mí? ¿Con qué méritos, con qué sabiduría, con qué fuerzas? A los
ángeles mandó cuidar de ti y guardarte en todos tus caminos. ¿En qué caminos?
En aquellos en que te apartas de lo malo, en aquellos en que huyes de la ira
futura. Muchos y de varios géneros Son los caminos; grave peligro para el
caminante. ¡Qué fácil extraviarse en tantas encrucijadas el que no supiere
distinguir los Caminos! No mandó a los ángeles que nos guarden en todos los
caminos, sino en todos nuestros caminos; porque hay caminos de los que, pero no
en los que nos importa ser guardados.
3. Reconozcamos, pues y consideremos,
hermanos, nuestros caminos: consideremos también los caminos de los demonios y
de los de los espíritus, bienaventurados, sin dejar de investigar igualmente
los caminos del Señor. Excede a mis fuerzas el tema que me he propuesto; mas
espero me ayudaréis con vuestras oraciones, para que Dios me abra el tesoro de
su inteligencia y haga grato a sus ojos lo que voluntariamente pronuncian y le
ofrecen mis labios. Los caminos de los hijos de Adán van por donde nos guía la
necesidad y el apetito. Por uno o por otro somos siempre llevados; y por uno o
por otro somos siempre traídos; sólo que más parece somos llevados por la
necesidad y traídos el apetito. La necesidad, al parecer, debe atribuirse en
especial al cuerpo: y no es una sola, sino que tiene muchos rodeos, pero muy
pocos atajos, si algunos tiene. Porque ¿quién de los humanos ignora que
realmente es de muchos modos la necesidad de los hombres? ¿Quién podrá explicar
de cuántas maneras es? La misma experiencia nos lo enseña, la misma vejación
nos lo hace conocer. En estas apreturas aprende cada uno cuánta necesidad tiene
de clamar al Señor: no sólo de mi necesidad, sino de mis necesidades libradme,
Señor. Y no sólo andando por este camino de la necesidad, sino por el del
apetito también, pedirá ser librado cualquiera que no escuche con oído sordo
los avisos del Sabio. ¿Qué dice, pues? Apártate de tus voluntades; y también:
No vayas tras de tus concupiscencias. Porque, supuestos dos males, menos
inconveniente hay en guiarse por
necesidad que por el apetito. Si aquélla es multiforme, éste lo es más,
mucho más; o por mejor decir, muchísimo más, fuera de todo modo. Es cosa que
sale del corazón este apetito, y por eso es tanto mayor cuanto mayor es el alma
que el cuerpo, En fin, éstos son aquellos caminos que parecen buenos a los
hombres, pero que no tienen fin sino cuando los hunden en el fondo del
infierno. Si has hallado ya los caminos de los hombres, considera al mismo
tiempo si se dijo de ellos: Aflicción e infelicidad hay en sus caminos; de modo que la aflicción está
en la necesidad, y la infelicidad en el apetito, ¿Cómo la infelicidad en el
apetito, sino porque nada de la felicidad que ellos se imaginaban hallarán en
la consecución de lo deseado? ¿Y qué diremos de aquel que parece lisonjearse ya
con la risueña perspectiva de la felicidad apetecida, que cree hallará en la
abundancia de bienes terrenos? Que por eso mismo es más infeliz, pues llevado
del hervor de sus afectos, abraza la infelicidad, o más bien se deja hundir y
perder en ella.
¡Ay de los hijos de los hombres que corren
presurosos tras esta felicidad falsa y engañosa! iAy del que dice: rico soy, de
nadie necesito; siendo pobre, y mísero, y miserable y desnudo! De la flaqueza
del cuerpo, procede la necesidad, y la codicia del cuerpo procede de la
poquedad y olvido del corazón. Por eso mendiga el alma el pan ajeno, olvidada
de comer el propio; por eso anhela por las cosas terrenas, al no meditar las
celestiales.
4. Veamos ahora cuáles son los caminos de
los espíritus malignos; veámoslos, mas para evitarlos; veámoslos, pero huyamos
de ellos. Estos caminos son la presunción y la obstinación. ¿Queréis saber de
dónde lo tomo? Considerad quién es su Príncipe; cual es él, así son sus
domésticos. Considerad cuál es el principio de sus caminos, y veréis cómo
prorrumpió luego en horrenda presunción, diciendo: Escalaré el cielo: sobre las
estrellas de Dios levantaré mi trono, sentaréme sobre el monte del Testamento,
al septentrión; me encaramaré sobre las nubes, seré semejante al Altísimo. ¡Qué
temeraria, qué horrenda presunción. ¿No fue de allí de donde cayeron todos los
que cometieron la iniquidad, y, habiendo sido arrojados, no pudieron estar en
pie? Por la presunción no pudieron estar en pie; por la obstinación, habiendo
caído, no se levantaron: por aquella son espíritu que se va; por ésta, espíritu
que no vuelve. Espantosa presunción la de los espíritus malignos, pero no menos
espantosa su obstinación: siempre puja su soberbia, por eso jamás se
convertirán. Porque no quisieron volver del camino de la presunción, cayeron en
el camino de obstinación. ¡Qué pervertido y arruinado tienen el corazón los
hijos de los hombres, que siguen las huellas de estos espíritus y entran en sus
caminos! Todo el intento, todo el afán de las malicias espirituales, en su guerra
contra nosotros, es seducimos y metemos en sus caminos, para que les sigamos y
nos lleven al desastrado fin que a ellos está destinado. Huye, hombre, de la
presunción, no se alegre de ti tu enemigo. Tiene él especial complacencia en
estos vicios, habiendo probado en sí mismo que difícilmente podría salir de
remolino tan impetuoso.
5.
Pero no quisiera ignoraseis, hermanos, de qué modo se baja, o por decir mejor,
se cae en estos caminos. El primer escalón para bajar a ellos, como ahora me
ocurre, es el disimulo de la propia flaqueza, de la propia iniquidad e
inutilidad, cuando, perdonándose el hombre a sí mismo, lisonjeándose a sí
mismo, persuadiéndose ser algo, no siendo nada, a sí mismo se seduce.
El segundo grado es la ignorancia de sí
mismo, porque después de haber cosido en el grado primero el despreciable
vestido de las hojas, para ponérselo, ¿qué falta ya, sino vean sus llagas, y más habiéndolas cubierto
con el mero fin de no poderlas ver? De donde se sigue que, aunque otro se las
descubra, defienda porfiadamente que no son llagas, dejando ir su corazón a
palabras de malicia, para buscar excusas a sus pecados.
El tercer grado está muy vecino, o por
decir mejor, contiguo a la presunción; porque ¿qué cosa mala dudará ejecutar
quien osa defender la maldad? Difícilmente parará aquí, siendo como es lugar
tan tenebroso y resbaladizo y no faltando el ángel malo, que le persigue y
empuja. Así el cuarto grado o más bien, el cuarto precipicio, es el desprecio,
verificándose lo que dice la Escritura: Cuando el impío llega a lo profundo de
los pecados, todo lo desprecia. De ahí en adelante más y más se estrecha y
cierra sobre él la boca del pozo donde ha caído, para que no salga; pues a esa
alma el desprecio la lleva a la impenitencia, y la impenitencia se confirma con
la obstinación. Este es ya aquel pecado que ni en este siglo ni en el futuro se
perdona: porque el corazón duro y empedernido no teme a Dios ni respeta a los
hombres. El que así en todos sus caminos se junta al diablo, manifiestamente
hácese un espíritu con el. Verdad que los caminos de los hombres, que más
arriba mostramos, son aquellos de los cuales dice San Pablo: No os acometan
otras tentaciones que las ordinarias y humanas; siendo propio de la humana
flaqueza pecar alguna vez. Mas quién ignora que los caminos del diablo son
ajenos a la naturaleza del hombre? Solo que en algunos parece haberse trocado
la misma costumbre de pecar en naturaleza. Pero, aunque sea de algunos hombres,
no es del hombre, sino de diablos, el perseverar en pecado.
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