Artículo 2º.- Las consecuencias de la enfermedad (continuación)
«Cuando
se os ofrezca algún mal -decía el piadoso Obispo de
Ginebra-, oponedle los remedios que fueren posibles y según Dios (que los
religiosos que viven bajo un Superior reciban el tratamiento que se les
ofreciere, con sencillez y sumisión): pues obrar de otra manera seria tentar a
la divina Majestad. Pero también, hecho esto, esperad con entera resignación el
efecto que Dios quiera otorgar. Si es de su agrado que los remedios venzan al
mal, se lo agradeceréis con humildad, y si le place que el mal supere a los
remedios, bendecidle con paciencia. Porque es preciso aceptar no solamente el
estar enfermos, sino también el estar de la clase de enfermedad que Dios
quiera, no haciendo elección o repulsa alguna de cualquier mal o aflicción que
sea, por abyecta o deshonrosa que nos pueda parecer; por el mal y la aflicción
sin abyección, con frecuencia hinchan el corazón en vez de humillarle. Mas
cuando se padece un mal sin honor, o el deshonor mismo, el envilecimiento y la abyección
son nuestro mal, ¡qué ocasiones de ejercitar la paciencia, la humildad, la
modestia y la dulzura de espíritu y de corazón! » Santa Teresa del Niño Jesús
«tenía por principio, que es preciso agotar todas las fuerzas antes de
quejarse. ¡Cuántas veces se dirigía a maitines con vértigos o violentos dolores
de cabeza! Aún puedo andar, se decía, por tanto debo cumplir mi deber, y merced
a esta energía, realizaba sencillamente actos heroicos». Conviene dar a conocer
a los Superiores nuestras enfermedades, pero inspirándonos en tan hermosa generosidad,
continuaremos llenando fielmente en la enfermedad las obligaciones que tan sólo
piden una buena voluntad, y en la medida que fuere posible, las que exigen la salud.
Y a fin de santificar nuestros males seguiremos este prudente aviso de San
Francisco de Sales: «Obedeced, tomad las medicinas, alimentos y otros remedios
por amor de Dios, acordándonos de la hiel que El tomó por nuestro amor.
Desead
curar para servirle, no rehuséis estar enfermo para obedecerle, disponeos a
morir, si así le place, para alabarle y gozar de Él. Mirad con frecuencia con
vuestra vista interior a Jesucristo crucificado, desnudo y, en fin, abrumado de
disgustos, de tristezas y de trabajos, y considerad que todos nuestros
sufrimientos, ni en calidad ni en cantidad, son en modo alguno comparables a
los suyos, y que jamás vos podréis sufrir cosa alguna por El, al precio que El
ha sufrido por vos.»
Así
hacía la venerable María Magdalena Postel. Un asma violenta, durante treinta
años por lo menos, habíase unido a ella cual compañera inseparable, y ella la
había acogido como a un amigo y a un bienhechor. Estaba a veces pálida, tan sofocada
que parecía a punto de expirar. « Gracias, Dios mío -decía entonces-, que se
haga vuestra voluntad. ¡Más, Señor, más! » Un día que se le compadecía,
exclamó: « ¡Oh!, no es nada. Mucho más ha sufrido el Salvador por nosotros.»
Comenzó
después a cantar como si fuera una joven de quince años: «¿Cuándo te veré, oh
bella patria?»
Artículo 2º.- Las consecuencias de la enfermedad
La
prolongación de la enfermedad, la incapacidad para muchas cosas que la
acompañan o que la siguen, agravan no poco las molestias que ocasiona: y todo
esto ha de ser objeto de un filial y confiado abandono.
Siendo
«el Altísimo quien ha creado los médicos y remedios», entra en el orden de la
Providencia que se recurra a ellos en la necesidad; los seglares con una
prudente moderación, y los religiosos según la obediencia. Más Dios tiene en su
soberana mano el mal, el remedio y el médico.
«No son las hierbas y las cataplasmas, es vuestra palabra, Señor, la
que todo lo cura» Dios ha sanado en
otro tiempo, sanará ahora si le place, sin el menor socorro humano, como cuando
Nuestro Señor devolvía la salud con una palabra. El sanó en otro tiempo, sana
aún si le place, por medios inofensivos más sin valor curativo, por ejemplo:
cuando Eliseo enviaba a Naamán a bañarse siete veces en el Jordán, o Jesús
imponía las manos a los enfermos, o les untaba con un poco de saliva. El ha
sanado en otro tiempo, y sana aún si le place, por medios al parecer
contrarios, como cuando Jesús frotó con lodo los ojos del ciego de nacimiento.
Y a pesar de la ciencia de los doctores, a pesar de la abnegación de los enfermos,
a pesar de la energía de los remedios, deja empeorar al que quiere, y todos
terminan por morir, así el sabio más famoso como el último de los vivientes.
Dios es, pues, el Dueño absoluto de la naturaleza, de la salud y de la enfermedad.
En Él se ha de creer y no conviene tener como Asá una confianza exagerada en
los medios humanos, porque El les otorga o niega el resultado según le place.
Si, pues, a despecho de los médicos y de las medicinas, el mal se prolonga y
las enfermedades subsisten, en preciso adorar con filial y humilde sumisión la
santísima voluntad de Dios. El Señor no ha permitido que el médico acierte o
que el remedio obre, quizá ha permitido aun que los cuidados agraven el mal en
lugar de curarlo. Nada de esto hace sino con un designio paternal y para el
bien de nuestra alma; a nosotros toca aprovecharnos de ello.
La
primera prueba es, pues, la prolongación del mal. Lejos de nosotros las quejas,
el descorazonamiento, la murmuración y el pensamiento de culpar a los que nos
cuidan. Ellos han cumplido seguramente su deber con gran abnegación y les debemos
mucho reconocimiento. Si han merecido alguna reprensión, Dios les pedirá
cuentas de su falta; pero ha querido servirse de ellos para mantenernos en la
cruz, y será necesario ver en esto mismo un designio de la divina Providencia.
El error o la habilidad, la negligencia o la abnegación, nada hay que no haya
sido previsto por Ella con toda claridad, nada que Ella no haya elegido, y a
ciencia cierta, nada que Ella no sepa utilizar para conducirnos a sus fines.
Por tanto, veamos sólo a Dios, creamos en su amor y bendigamos la prueba como
don de su mano paternal. A los que se quejan con sobrada facilidad de la falta
de cuidados, dice San Alfonso reprendiéndoles: «Os
compadezco, no por vuestros sufrimientos, sino por vuestra poca paciencia;
estáis en verdad doblemente enfermos, de espíritu y de cuerpo. Se os olvida,
pero vosotros sois los que olvidáis a Jesucristo muriendo en la cruz,
abandonado de todos por vuestro amor.
¿Para
qué quejaros de éste o de aquél, cuando os habríais de
quejar de vosotros mismos por tener tan poco amor a Jesucristo, y por
consecuencia, mostrar tan poca confianza y paciencia?» San José de Calasanz
decía: « Practíquese tan sólo la paciencia en las enfermedades, y las quejas desaparecerán
de la tierra.» Y Salvino: «Muchas personas no llegarían
jamás a la santidad, si disfrutasen de buena salud.» De hecho, para no
hablar sino de las mujeres que se santificaron, leed su vida, y veréis a todas,
o a casi todas, sujetas a mil enfermedades. Santa Teresa no pasó durante cuarenta
años un solo día sin sufrir. Así el citado Salvino añade: «Las personas consagradas al amor de Jesucristo están y
quieren estar enfermas.»
Las
múltiples impotencias debidas a la enfermedad son otra prueba muy crucificante.
Con más o menos frecuencia y extensión, no se puede como en tiempo de salud
observar toda la Regla, asistir al coro, comulgar, orar, hacer penitencia, ser
asiduo al trabajo, al estudio y a todos los deberes de su cargo; y cuando el
mal es tenaz, estas impotencias pueden durar largo tiempo. A esto responde San
Alfonso diciendo: «Dime, alma fiel, ¿por qué deseas hacer estas cosas? ¿No es para
agradar a Dios? ¿Qué buscas, pues, cuando sabes con certeza que el beneplácito
de Dios no es que hagas (como en otro tiempo), oraciones, comuniones,
penitencias, estudios, predicaciones u otras obras, sino soportar con paciencia
esta enfermedad y estos dolores que El te envía? «Amigo
mío, escribía San Juan de Ávila a un sacerdote enfermo, no examináis lo que
haríais estando sano, sino contentaos con ser un buen enfermo todo el tiempo
que a Dios pluguiere. Si es su voluntad lo que de veras buscáis, ¿qué os
importa estar enfermo o sano?» Es incumbencia de Dios aplicarnos, según su
beneplácito, a las obras de salud o a las de enfermedad. A nosotros toca ver en
todo su santa voluntad, amarla, adorarla puesto que ella es siempre la única
regla suprema. Hagamos, pues, en la salud las obras de la salud, en la
enfermedad, las de la enfermedad según que están determinadas por nuestras observancias.
Dios nos pide esto y no quiere otra cosa. ¿Por qué turbarse obrando de este
modo? La inquietud mostraría que no hemos entendido nuestro deber, o que nos
dejamos prender de los artificios del demonio.
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