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jueves, 23 de agosto de 2018

DIOS NOS AMA. Dom Godofredo Belorgey



Sí, Dios espera otra cosa. Espera que le demos nuestro corazón, que pongamos nuestra voluntad en sus manos, lo más conscientemente y lo más actualmente posible, con la delicadeza propia de los verdaderos amigos.
Jam non dicam vos servos... Vos autem dixi amicos, «Ya no os llamaré siervos... Mas ,a vosotros os he llamado amigos», dijo Jesús a sus apóstoles35. Esto mismo nos dice también a nosotros. Él nos ha escogido para colocamos entre los íntimos a quienes revela sus secretos. Lejos de limitarse a contar nuestras acciones/ está dispuesto a pesarlas con el peso del amor. Que nuestras relaciones con Él sean, pues, verdaderamente afectivas, como suelen ser entre amigos; y entonces nuestra conducta no podrá menos de corresponder a nuestro amor, y Él, a su vez, se nos revelará de una forma completamente nueva.
De hecho, sin embargo, vivimos con demasiada frecuencia replegados sobre nosotros mismos, teniendo siempre delante nuestro yo y todas sus miserias. Como ayuda para olvidamos de nosotros mismos, vamos, pues, a contemplar en conjunto, - las principales manifestaciones del Amor de Dios para con nosotros. A medida que las vayamos descubriendo, veremos cómo se van determinando y concretando las diferentes disposiciones que debemos adoptar para corresponder a los misericordiosos anticipos de las Personas divinas y de la Santísima Virgen María. Si somos fieles, veremos cómo el Espíritu-Santo se va apoderando, poco a poco, de nuestras almas para hacer de nosotros verdaderos hijos de Dios... Entonces descubriremos al Señor de una forma personal; y entregándonos sin reserva a su amor, seremos como zambullidos en el océano misterioso de la vida divina, abrasando nuestros corazones, como al de Cristo, dos solas pasiones: la gloria de Dios y la salvación de las almas.
Para confirmarnos en este camino pediremos al final a N. P. S. Bernardo el secreto del celo ardiente que le devoraba, convirtiéndole en un gran contemplativo y en un maravilloso apóstol. Escucharemos al doctor melifluo enseñar a sus monjes cómo conviene responder sin regateos al amor infinito de Aquel que nos amó el primero: Ipse prior delexit nos.
CAPÍTULO I
EL PADRE NOS AMA
El amor de Dios se presenta a la manera de una joya de innumerables facetas, que es preciso examinar desde ángulos diferentes, si se quiere apreciar con exactitud toda su belleza. Para ello se pueden ensayar muchos métodos. Uno de ellos, muy sencillo por cierto, consiste en considerar las diferentes manifestaciones del Amor de Dios, tal como se han venido desarrollando a lo largo del tiempo, sea en la historia de la humanidad, sea en nuestra vida personal.
Sin embargo, existe una verdad relevante, y es que Dios no es Una entidad fría y abstracta, sino verdaderamente ALGUIEN, cuya trascendencia infinita no le impide ocuparse de nosotros sin cesar. De esta manera agruparemos las diversas manifestaciones de su Amor de forma que resalten las diferentes relaciones que, en cambio, podemos nosotros tener con las Personas divinas.
Si- es verdad que todos los hombres deben adorar a un Dios único, Creador y Soberano Señor de todas las cosas, la fe revela a los cristianos que tienen un Padre Todopoderoso que les ha amado el primero, y que pone tocto Su poder y toda su sabiduría al servicio de su Amor infinitamente tierno y misericordioso.
I. El amor de Dios a la humanidad Con frecuencia estamos expuestos a disminuir el amor de Dios; por eso es conveniente que, desde luego, nos coloquemos en el plan de la eternidad, como nos invitan estas palabras: «Deus caritas est», «Dios es Amor». Y considerar la vida íntima de Dios, vida sin principio ni fin, que se extiende con antelación a toda criatura, vida solitaria y silenciosa, que al mismo tiempo es gloriosa y feliz.
Henos aquí hundidos ya en el misterio de la vida de la Trinidad, vida de amor, si la hay. El Padre, Principio sin principio, inteligencia infinita, se conoce perfectamente a Sí mismo, y expresa este conocimiento con una palabra única, que es su Verbo, a la cual comunica todo lo que es y todo lo que tiene. La segunda Persona de la Stma. Trinidad es, por consiguiente, la expresión perfecta y adecuada de su Padre. Es igual a Él en todo, y solo se distingue en que recibe la vida, mientras que el Padre la da. Pero ¿qué hacen el Padre y el Hijo desde toda la eternidad? El Padre mira a su Verbo, tan semejante a Sí mismo, y no puede dejar de amarle; El Hijo, a su vez, contempla a su Padre, fuente inagotable de toda belleza y de toda perfección, y encauza hacia Él solo todo su amor infinito. Este amor recíproco, mutuo, que salta del uno al otro sin interrupción, es la tercera Persona divina, lazo inefable de las dos primeras, una Persona que es todo Amor: el Espíritu Santo.
Las palabras son impotentes para dar una idea, siquiera aproximada, de la infinita plenitud de esta vida. Como nos complacemos en repetir, la vida divina semeja para nosotros un océano infinito de Amor, cuyo flujo y reflujo va y viene sin descanso, del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, en la unidad maravillosa del Espíritu Santo. Vida de unidad y fecundidad tales, que no hay lenguaje humano que las pueda expresar, y que bastan plenamente a Dios para asegurarle una felicidad sin sombras, por toda una eternidad. Dios no tiene necesidad de ninguna otra cosa más.
Pero la bondad es de suya difusiva ——bonum diffusivum sui——, dice un axioma escolástico. De la misma manera, Dios ha querido sacar de la nada otros seres que participasen de su bondad; y de entre éstos, algunos en particular que fuesen capaces de conocerle como Él se conoce y de amarle como Él se ama, y quiere además que algunas de sus criaturas lleguen a ser «sus hijos».
Esto se pone de relieve particularmente en el texto del Génesis, donde se ve hasta qué punto llega el comportamiento de Dios como Padre amante.
Queriendo hacer una criatura, especialmente escogida, la rodea de sus cuidados y, por decirlo así, de todas sus delicadezas, dando un testimonio bien patente del interés particular que tiene por el hombre. Como jugando, lanza a los espacios, con una palabra que tiene dejos de indiferencia, la luí, la tierra, los astros, los animales... Pero cuando llega al hombre, cambia de tono. Parece que Dios se reconcentra y... dice en tono solemne: «Hagamos al hombre a Nuestra imagen y semejanza». Luego forma un cuerpo, al cual, con su soplo divino, infundió un alma viviente, una cosa en cierto modo semejante a Él, a la cual hace participante de su propia vida divina.
Ved con qué satisfacción Dios aprueba su obra. Hasta aquí, después de cada una de sus creaciones, había dicho: «¡Está bien!». Ahora contemplando toda su obra cuyo coronamiento es el hombre, exclama: «¡Está muy bien!», “Valde bona”.
Por otra parte el amor de Dios al hombre no se manifiesta solamente en el acto mismo de la creación, sino también en todos los beneficios de que colmó a Adán. Dios le establece soberano de toda la tierra y se esfuerza en hacerle la vida lo más agradable posible. Todas las riquezas materiales están a su disposición, gozando además de dones naturales y preternaturales. Escuchemos cómo describe San Agustín el estado dichoso del hombre en el Paraíso: «Vivía a su placer en el Paraíso, mientras conformase su voluntad con el precepto divino. Vivía gozando de Dios, garantizado por su bondad. Vivía sin necesidades, y de él dependía el vivir siempre así. El alimento estaba al alcance de su mano, y la bebida al de sus labios, para evitarle las molestias del hambre y de la sed. El árbol de la vida le ponía al abrigo de los estragos de la vejez... No tenía que temer ni a las enfermedades de dentro ni a las heredadas de fuera, gozando de una salud perfecta en el cuerpo y de una tranquilidad soberana en el alma». Nada le faltaba al hombre porque Dios le amaba como un Padre. En efecto, convidaba a Adán a vivir en su intimidad, en estrecha familiaridad con Él. La sagrada Escritura nos deja vislumbrar las dulces relaciones que existían entre Dios y nuestros primeros padres. Nos muestra a Yahveh «paseando en el jardín a la hora en que se levanta la brisa de la tarde» Este detalle deja adivinar que, otras muchas vences, Adán y Eva venían henchidos de gozo y con la mayor naturalidad a entretenerse con Dios y darle gracias por sus dones.
Estas conversaciones, tan cordiales, ponen de manifiesto el lado afectivo de su amor. Pero Yahveh quería que este amor fuese perfecto; y por consiguiente, también efectivo; y así le procura ocasión de probar la veracidad del mismo, por medio de un acto libre y voluntario de obediencia, con el cual confirma su perfecta dependencia de Él.
¡Esto es lo que Dios pide en el momento en que se muestra el más tierno de los Padres! Pero la respuesta de Adán es la de un hijo ingrato. A pesar de su vida de intimidad con el Señor, a pesar de su conocimiento experimental del amor divino, a éste antepone el de su propia excelencia. En su anhelo de ser como Dios, la criatura se rebela contra su Criador y, con este primer pecado desdicha de toda la humanidad, y ésta queda para siempre separada de su Señor, que ya nunca más la podrá amar.
Parémonos aquí un momento para preguntarnos si Dios no habrá experimentado una especie de decepción ante tal ingratitud. Si logramos responder satisfactoriamente a esta cuestión, tendremos mucho adelantado para conocer la naturaleza del amor de Dios a los hombres.
Algunos pensarán: Dios es inmutable y sabe perfectamente todo lo que va a pasar. Cierto que sí; pero ¿habrá que considerarle por eso impasible frente al hombre? Y con esto tocamos ya los misterios de la vida divina.
¿Quién pretenderá expresar todas las riquezas de la misma? Seguramente, existirán en Dios atributos de los cuales ignoramos hasta el nombre, por la sencilla razón de que en las criaturas no encontramos de ellos más que reflejos deformados y mezclados siempre con alguna imperfección.
El mismo autor sagrado del Génesis no tiene reparo en decir: «Yahveh se arrepintió de haber hecho al hombre sobre la tierra, se afligió en su corazón y dijo: «Exterminaré de la faz de la tierra el hombre que crié, desde el hombre hasta los animales domésticos, los Reptiles y las aves del cielo, porque me arrepiento de haberlos hecho» Son maneras de hablar analógicas que tienen la ventaja de hacemos entrever lo que es Dios. El escritor sagrado quiere darnos a entender aquí que la malicia del hombre fue tan sin medida, que, si fuera posible; alteraría la felicidad y la alegría de una naturaleza inmutable».
En todo caso, estemos plenamente persuadidos de que el Dios viviente y verdadero no es el Ser impasible de los deístas, sino que se ocupa realmente del hombre y de sus reacciones. Así es, por otra parte, como le concibe San Benito, el cual nos le muestra inclinado continuamente sobre nosotros, siguiéndonos siempre por todas partes con su mirada: in omni loco, Deum se respicere pro certo scire: todos los días nos llama y nos aguarda: —«quotidie clamans... expectat nos;»— y parece que es nuestra respuesta la que determina su modo de proceder con nosotros: con los hijos ingratos se muestra como Padre airado, —júratus Pater»— y hasta coma Señor pronto a castigar, —«metuendus Dominus irritatus»—; mas con los hijos fieles, es, por el contrario, el Padre tierno —«pius Pater»—, siempre dispuesto a perdonar y dar la vida.


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