Donald
Trump lo ha vuelto a hacer. Ha prendido la mecha. Fiel a sus promesas
electorales, el presidente de EEUU ha reconocido a Jerusalén como capital de
Israel y ha ordenado al Departamento de Estado que traslade allí la embajada
que actualmente se encuentra en Tel Aviv.
La
decisión, duramente condenada y calificada de ilegal y desestabilizadora,
compromete el actual y delicado statu quo en Oriente Medio y puede desatar una
nueva ola de violencia en los territorios palestinos ocupados.
De poco sirvieron las presiones del
Vaticano, o los llamamientos de China y Rusia. Trump dijo que llevaba
pensando desde hace tiempo"
tomar esa histórica resolución. "Jerusalén es la capital de Israel. Eso es
nada más, y nada menos, que el reconocimiento de una realidad. También es lo correcto.
Y algo que tiene que hacerse", subrayó.
Sus
palabras provocaron una reacción casi inmediata entre el pueblo palestino,
inmerso en unas negociaciones de paz que no avanzan. Algunos de ellos ya
hablaban de "declaración de Guerra". Hamás, el partido-milicia que
controla la Franja de Gaza, fue más lejos y declaró que se han abierto
"las puertas del infierno", pidiendo que se perjudiquen "los
intereses" de Estados Unidos. Irán, Turquía y otras naciones árabes y
musulmanas mostraron su máxima preocupación por los probables efectos negativos
que esta nueva política estadounidense va a provocar en una región ya de por sí
volátil, tensa y conflictiva.
Trump
se ha apartado, de nuevo, de la línea fijada por sus predecesores en el cargo,
que siempre declararon que el estatus de Jerusalén era algo que deberían fijar
israelíes y palestinos directamente. Y se ha desmarcado de todos ellos,
subrayando que él tiene mucho coraje.
La
Casa Blanca ha intentado rebajar el impacto de la declaración de su jefe, al
insistir en que el desplazamiento de la Embajada de EEUU de Tel Aviv a
Jerusalén requerirá años para hacerse realidad. Ha alegado motivos de
seguridad, burocráticos y constructivos, incluso ha recordado que se ha vuelto
a firmar el aplazamiento por seis meses que exige el Parlamento estadounidense
para mantener la legación actual.
Si
todo queda en un gesto simbólico, no se producirá un tsunami o una nueva
Intifada, aquella revuelta palestina que puso en jaque a las fuerzas israelíes
entre 1987 y 1993. Pero el tablero puede saltar por los aires porque Jerusalén
es un polvorín de pasiones demasiado reconcentrado, donde conviven en su Ciudad
Vieja lugares santos de las tres religiones monoteístas más importantes del
planeta. La historia reciente nos recuerda, además, que el área oriental de
Jerusalén, la que precisamente incluye la Ciudad Vieja, fue anexionada por
Israel después de la Guerra de los Seis Días de 1967, pero no reconocida
internacionalmente como parte de Israel. Es decir, las palabras de Trump
implican una violación del Derecho Internacional.
La
controvertida decisión sobre la milenaria ciudad de Jerusalén dividió a las
huestes de Trump. El vicepresidente Mike Pence y el embajador en Israel
apoyaban el movimiento, pero los secretarios de Defensa y de Estado, James
Mattis y Rex Tillerson, respectivamente, lucharon contra él debido a que
pensaban en su potencial impacto perturbador.
Nadie,
ni siquiera el presidente Trump, puede defender que esta medida será útil para
la política estadounidense desplegada en Oriente Medio. De hecho, va en contra
de las mismas prioridades que Washington se propuso en la región: luchar contra
la militancia islamista y enfrentarse a la creciente influencia iraní. El
estatus de Jerusalén es el problema perfecto para que Irán y los yihadistas lo
utilicen como pretexto para recabar apoyos contra Estados Unidos y aquellos que
respaldan sus actos. No parece una idea brillante ya que se corre el riesgo de
deteriorar más la situación.
Trump
ciertamente tampoco necesitaba dar esta arriesgada pirueta para confirmar sus
credenciales a favor de Israel. Sus principales asesores para Oriente Medio
simpatizan con la derecha israelí representada por el primer ministro Benjamin
Netanyahu. Más importante aún, la opinión pública estadounidense, incluida su
núcleo republicano, ya piensa que su política es proisraelí.
Entonces,
¿por qué lo ha hecho?
Las
razones que ha aducido el propio protagonista de esta historia radican en que,
según él, EEUU no puede resolver sus problemas "haciendo las mismas suposiciones
fallidas y repitiendo las mismas estrategias fallidas del pasado. Los viejos
desafíos exigen nuevos enfoques".
En
realidad, Trump ha actuado guiado por el deseo de cumplir una promesa de su
campaña electoral y satisfacer así a los numerosos partidarios que posee entre
el colectivo de cristianos conservadores y evangélicos. De paso ha certificado
que es un político impredecible, sin ataduras y casi marginal, capaz de quebrar
los tabúes del pasado y trazar una estructura de relaciones internacionales exclusivamente
fiel a lo que él considera que son los intereses de Estados Unidos y donde las
consecuencias no importan demasiado o casi nada.
Otra
posibilidad subyacente que explicaría su decisión es que la Casa Blanca ya haya
renunciado a un "acuerdo del siglo" entre palestinos e israelíes y
esté buscando con todo esto la forma de culpar a alguien más de su propio
fiasco. Porque uno de los máximos culpables del fracaso de la paz en Oriente
Medio es Estados Unidos y su pasividad —o imparcialidad—, aunque tampoco hay
que despreciar la actitud indolente de la Unión Europea en su conjunto. Sería
injusto endosar esa responsabilidad sólo a los actuales dirigentes europeos
como la alemana Angela Merkel, el francés Emmanuel Macron o la británica
Theresa May, porque sus antecesores tuvieron tanta o más culpa que ellos. La
falta crónica de voluntad a ambas orillas del Atlántico ha sellado el futuro de
los palestinos, abocados a vivir sin Estado y entre penurias.
LA
OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA POSICION DEL BLOG
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