LA CONVERSION DE SAN AGUSTIN
Capítulo XXX. De la conexión de muchas guerras que
precedieron antes de la venida de Jesucristo
¿Con qué ánimo, pues, con qué valor,
desvergüenza, ignorancia o, mejor decir, locura, no se atreven a imputar
aquellos desastres a sus dioses, y estos los atribuyen a nuestro Señor
Jesucristo? Las crueles guerras civiles; más funestas aún, por confesión de sus
propios autores, que todas las demás guerras tenidas con sus enemigos (pues con
ellas se tuvo a aquella República no tanto por perseguida, sino por totalmente
destruida), nacieron mucho antes de la venida de Jesucristo, y por una serie de
malvadas causas, después de la guerra de Mario y Sila, llegaron las de Sertorio
y Catilina, uno de los cuales había sido proscrito y vendido por Sila, y el
otro se había criado con él; en seguida vino la guerra entre Lépido y Catulo, y
de estos uno quería abrogar lo que había hecho Sila, y el otro lo quería
sostener; siguióse la de Pompeyo y César, de los cuales, Pompeyo había sido del
partido de Sila, a cuyo poder y dignidad había ya llegado, y aun pasado, lo
cual no podía tolerar César, por no ser tanto como él; pero al fin logró
conseguirla y aún mayor, habiendo vencido y muerto a Pompeyo.
Finalmente, continuaron las guerras hasta el
otro César, que después se llamó Augusto en cuyo tiempo nació Jesucristo y
porque también este Augusto sostuvo muchas guerras civiles, y en ellas murieron
innumerables hombres ilustres, entre los cuales uno fue Cicerón, aquel
elocuente maestro en el arte de gobernar la República. Asimismo Cayo César (el
que venció a Pompeyo y usó con tanta clemencia la victoria), haciendo merced a
sus enemigos de las vidas y dignidades, como si fuera tirano y se conjugaron
contra él algunos nobles senadores, bajo pretexto de la libertad republicana, y
le dieron de puñaladas en el mismo Senado, a cuyo poder absoluto y gobierno
déspota parece aspiraba después Antonio, bien diferente de él en su condición,
contaminado y corrompido con todos los vicios, a quien se opuso animosamente
Cicerón, bajo el pretexto de la misma libertad patria. Entonces comenzó a
descubrirse el otro César, joven de esperanzas y bella índole, hijo adoptivo de
Cayo julio César, quien como llevo dicho, se llamó después Augusto. A este
mancebo ilustre, para que su poder creciese contra el de Antonio, favorecía
Cicerón, prometiéndose que Octavio, aniquilado y oprimido el orgullo de
Antonio, restituiría a la República su primitiva libertad; pero estaba tan
obcecado y era poco previsor de las consecuencias futuras, que el mismo
Octavio, cuya dignidad y poder fomentaba, permitió después, y concedió, como
por una capitulación de concordia, a Antonio, que pudiese matar a Cicerón, y
aquella misma libertad republicana, en cuyo favor había perorado tantas veces
Cicerón, la puso bajo su dominio.
Capítulo XXXI. Con qué poco pudor imputan a Cristo los
presentes desastres aquellos a quienes no se les permite que adores a sus
dioses, habiendo habido tantas calamidades en el tiempo que los adoraban
Acusen a sus dioses por tan reiteradas
desgracias los que se muestran desagradecidos a nuestro Salvador por tantos
beneficios. Por lo menos cuando sucedían aquellos males hervían de gente las
aras de los dioses y exhalaban de sí el olor del incienso Sabeo y de las
frescas y olorosas guirnaldas. Los sacerdocios eran ilustres, los lugares
sagrados, lugar de placer; se frecuentaban los sacrificios, los juegos y
diversiones en los templos, al mismo tiempo que por todas partes se derramaba
tanta sangre de los ciudadanos por los mismos ciudadanos, no solo en cualquiera
lugar, sino entre los mismos altares de los dioses. No escogió Cicerón templo
donde acogerse, porque consideró que en vano le había escogido Mucio; pero
estos ingratos que con menos motivo se quejan de los tiempos cristianos, o se
acogieron de los lugares dedicados a Cristo, o los mismos bárbaros los
condujeron a ellos para que librasen sus vidas. Esto tengo por cierto, y
cualquiera que lo mirase sin pasión, fácilmente advertirá (por omitir muchas
particularidades que ya he referido y otras que me pareció largo contarlas) que
si los hombres recibieran la fe cristiana antes de las guerras púnicas y
sucedieran tantas desgracias y estragos como en aquellas guerras padeció África
y Europa, ninguno de éstos que ahora nos persiguen lo atribuyera sino a la
religión cristiana; y mucho más insufribles fueran sus voces y lamentos por lo
que se refiere a los romanos, si después de haber recibido y promulgado la
religión cristiana, hubiera sucedido la entrada de los galos o la ruina y
destrucción que causó la impetuosa avenida del río Tiber y el fuego, o lo que
sobrepuja a todas las calamidades, aquellas guerras civiles y demás infortunios
que sucedieron, tan contrarios al humano crédito, que se tuvieron por
prodigios, los que sucedieran en los tiempos cristianos, ¿a quiénes se lo
habían de atribuir como culpas sino a los cristianos? Paso en silencio, pues,
los sucesos que fueron más admirables que perjudiciales, de cómo hablaron los
bueyes: cómo las criaturas que aún no habían nacido pronunciaron algunas
palabras dentro del vientre de sus madres; cómo volaron las serpientes; cómo
las gallinas se convirtieron en gallos y las mujeres en hombres, y otros
portentos de esta jaez, que se hallaban estampados en sus libros, no en los
fabulosos, sino en los históricos, ya sean verdaderos, ya sean falsos, que
causan a los hombres no daño, sino espanto y admiración; asimismo aquel raro
suceso de cuando llovió tierra, greda y piedras, en cuya expresión no se entiende
que apedreó, como cuando se entiende el granizo por este nombre, sino que
realmente cayeron piedras, cantos y guijarros; esto, sin duda, que pudo hacer
también mucho daño. Leemos en sus autores que, derramándose y bajando llamas de
fuego desde la cumbre del monte Etna a la costa vecina, hirvió tanto el mar,
que se abrasaron los peñascos y se derritió la pez y resina de las naves; este
suceso causó terribles daños. Aunque fue una maravilla increíble. En otra
ocasión, con el mismo fuego, escriben que se cubrió Sicilia de tanta cantidad
de ceniza, que las casas de la ciudad de Catania, oprimidas por el peso, dieron
en tierra; y, compadecidos de esta calamidad, los romanos les perdonaron
benignamente el tributo de aquel año; también refieren en sus historias que en
África, siendo ya provincia sujeta a la República romana, hubo tanta multitud
de langosta que anublaban el sol, las cuales, después de consumir los frutos de
la tierra, hasta las hojas de los árboles, dicen que formaron una inmensa e
impenetrable nube y dio consigo en el mar, y que muriendo allí, y volviendo el
agua a arrojarlas a la costa, inficionándose con ellas la atmósfera, aseguran
que causó tan terrible peste, que, según su testimonio, solo en el reino de
Masinisa perecieron 80,000 personas, y muchas más en las tierras próximas a la
costa. Entonces afirman que en Utica, de 30,000 soldados que había de
guarnición quedaron vivos sólo diez. No puede darse semejante fanatismo como el
que nos persigue y obliga a que respondamos que el suceso más mínimo de éstos
que hubiese acontecido en la actual época le atribuirían el influjo y profesión
de la religión cristiana, si
le vieran en los tiempos cristianos. Y, con
todo, no imputan estas desgracias a sus dioses, cuya religión procuran
establecer por no padecer iguales calamidades o menores habiéndolas padecido
mayores los que antes los adoraban.
LIBRO
CUARTO. LA GRANDEZA DE ROMA ES DON DE DIOS
Capítulo primero. De lo que se ha dicho en el libro
primero
Debiendo empezar ya a tratar de la ciudad de
Dios, fui de parecer que debía responder, en primer lugar, a los enemigos,
quienes, como viven arrastrados de los gustos y deleites terrenos, apeteciendo
con ansia los bienes caducos y perecederos, cualquiera adversidad que padecen,
cuando Dios, usando de su misericordia, los avisa, suspendiendo el castigarlos
con todo rigor y justicia, lo atribuyen a religión cristiana, la cual es
solamente la verdadera y saludable, religión, y porque entre ellos hay también
vulgo estúpido e ignorante, se arrebatan con mayor ardor e irritan contra
nosotros, como excitados y sostenidos de la autoridad respetable de los doctos;
persuadiéndose los necios que los sucesos extraordinarios que acaecen con la
vicisitud de los tiempos no solían acontecer en las épocas pasadas. Confirman
su falsa opinión con disimular que lo ignoran, no obstante que saben que es
falso, para que de este modo se puedan persuadir los entendimientos hu manos
ser justa la queja que manifiestan tener contra nosotros, porque lo que fue
necesario demostrar por los mismos libros que escribieron sus historiadores
dándonos una noticia extensa y circunstanciada de la historia y sucesos
ocurridos en los tiempos pasados, que es muy al contrario de, lo que opinan; y
asimismo enseñar que los dioses falsos que entonces adoraban públicamente y
ahora todavía adoran en secreto, son unos espíritus inmundos, perversos y
engañosos demonios, tan procaces, que tienen su mayor deleite y complacencia en
oír y examinar las culpas y maldades más execrables, sean ciertas o fingidas,
aunque seguramente suyas, las cuales quisieron se celebrasen y anunciasen
solemnemente en sus fiestas, a fin de que la humana imbecilidad no se
ruborizase en perpetrar acciones feas y reprensibles, teniendo por imitadores
de las más impías a las mismas deidades, lo cual no he probado yo precisamente
por meras conjeturas falibles, sino ya por lo sucedido en nuestros tiempos, en
los que yo mismo vi hacer y celebrar semejantes torpezas en honor de los
dioses, ya por lo que está escrito en autores que dejaron a la posteridad el
recuerdo de estas torpezas, considerándolas no como infames, sino como
honoríficas y apreciables a sus dioses. De modo que el docto Varrón, de grande
autoridad entre los gentiles, escribiendo unos libros que trataban de las cosas
divinas y humanas, y distribuyendo, conforme a la calidad de cada uno, en unos
las materias divinas y en otros las humanas a lo menos no colocó los juegos
escénicos entre las cosas humanas, sino entre las divinas, siendo seguramente
cierto que si en Roma hubiera solamente personas honestas y virtuosas, ni aun
en las cosas humanas fuera justas que hubiera juegos escénicos; lo cual,
ciertamente, no estableció Varrón por su propia autoridad, sino como nacido y
criado en Roma, los halló considerados entre las cosas divinas. Y porque al fin
del libro primero expusimos en compendio lo que en adelante habíamos de
referir, y parte de ello dijimos en los dos libros siguientes, reconozco la
obligación en que estoy empeñado de cumplir en lo restante con la esperanza de
los lectores.
Capítulo II De lo que se contiene en el libro segundo y
tercero
Prometimos, pues, hablar contra los que
atribuyeron las calamidades padecidas en la República romana a nuestra
religión, y referir extensamente todos los males y penalidades grandes y
pequeños que nos ocurriesen, o los suficientes para demostrar claramente los
que padeció Roma y las provincias que estaban bajo su Imperio antes de que se
prohibieran absolutamente los sacrificios. Todos los cuales infortunios, sin
duda, nos los atribuyeran si entonces tuvieran ellos noticia de nuestra
religión, o les vedase sus sacrílegas oblaciones: este punto, a lo que creo, le
hemos explicado bastantemente en el libro segundo y tercero. En el segundo,
cuando tratamos de los males de las costumbres, que se deben estimar por los
únicos y por los más grandes, y en el tercero, cuando tratamos de las
calamidades que temen los necios y huyen de padecer; es, a saber: de los males
corporales y de las cosas exteriores, las cuales por mayor parte sufren también
los buenos; pero, al contrario, las desgracias con que empeoran sus costumbres
las toleran, no digo con paciencia, sino con mucho gusto. Ha sido sumamente
limitada la relación que he dado de las desgracias de Roma y de su Imperio, y
de éstas no he referido todas las ocurridas hasta Augusto César; pues si me
hubiera propuesto contar y exagerarlas todas, no las que se causan los hombres
mutuamente unos a otros, como son los estragos y ruinas que motivan las
guerras, sino las que atraen a la tierra los elementos celestes, las que
resumió Apuleyo. en el libro que escribió del mundo, diciendo que todas las
cosas de la tierra sufren cambios y destrucciones, porque asegura, para decirlo
con. sus palabras, que se abrió la tierra con terribles temblores, se tragó
ciudades enteras y mucha gente; que rompiéndose las cataratas del cielo se
anegaron provincias enteras; que las que anteriormente había sido continente y
tierra firme quedaron aisladas por el mar; que otras, por el descenso del mar,
se hicieron accesibles a pie enjuto; que fueron asoladas y destruidas hermosas
ciudades con furiosos vientos y tempestades; que de las nubes descendió fuego,
con que perecieron y fueron abrasadas algunas regiones en el Oriente; que en el
Occidente, las frecuentes avenidas de los ríos causaron igual estrago, y que en
tiempos antiguos, abriéndose y despeñándose de las cumbres, del monte Etna
hacia abajo aquellas encendidas bocas con divino incendio, corrieron ríos de
llamas y fuego, como si fuesen una impetuosa avenida de agua. Si estas particularidades
y otras semejantes intentara yo recopilar (las que se hallan en varias
historias de donde podría trasladarlas), ¿cuándo acabaría de referir las que
acontecieron en aquellos lastimosos tiempos, antes que el nombre de Cristo
reprimiese a los incrédulos sus vanidades y contradicciones a la verdadera fe?
Prometí asimismo patentizar cuáles fueron las costumbres que quiso favorecer
para acrecentar con ellas el imperio el verdadero Dios, en cuya potestad están
todos los reinos, y por qué causa y cuán poco les auxiliaron estos que tienen
por dioses, o, por mejor decir, cuántos daños les causaron con sus seducciones
y falacias; sobre lo cual advierto ahora que me conviene hablar, y aún más del
acrecentamiento del Imperio romano, porque del pernicioso engaño de los
demonios, a quienes adoraban como a dioses, y de los grandes daños que ha
causado en sus costumbres su culto, queda ya dicho lo suficiente, especialmente
en el libro segundo. En el discurso de los tres libros, donde lo juzgué a
propósito, referí igualmente los imponderables consuelos que en medio de los
trabajos de la guerra envía Dios a los buenos y a los malos por amor a su santo
nombre, a quien, al contrario de lo que se acostumbra en campaña, tuvieron los
bárbaros tanto respeto, tributando obediencia y reconocimiento al augusto
nombre de Aquel que hace salga el sol sobre los buenos y los malos, y que
llueva sobre los justos y los injustos.
Capítulo III. Si la grandeza del Imperio que no se
alcanza sino con la guerra, se debe contar entre los bienes que llaman, así de
los felices como de los sabios
Veamos ya y examinemos las causas que puedan
alegar para demostrar la grandeza y duración tan dilatada del Imperio romano,
no sea que se atrevan a atribuirla a estos dioses, a quienes pretenden haber
reverenciado y servido honestamente con juegos torpes y por ministerio de
hombres impúdicos; aunque primero quisiera indagar en qué razón o prudencia
humana se funda, que no pudiendo probar sean felices los hombres que andan
siempre poseídos de un tenebroso temor y una sangrienta codicia en los estragos
de la guerra y en derramar la sangre de sus ciudadanos o de otros enemigos,
aunque siempre humana (tanto que solemos comparar al vidrio el contento y
alegría de estos tales que frágilmente resplandece, de quien con más horror
tememos no se nos quiebre de improviso), con todo, quieran gloriarse de la
opulencia y extensión de su Imperio. Y para que esto se entienda más fácilmente
y no nos desvanezcamos llevados del viento de la vanidad, y no escandalicemos
la vista de nuestro entendimiento con voces de grande bulto, oyendo pueblos,
reinos, provincias, pongamos dos hombres, porque así como las letras en un
escrito, cada hombre se considera como principio y elemento de una ciudad y de
un reino, por más grande y extenso que sea. Supongamos que el uno de éstos es
pobre y el otro muy rico; pero este contristado con temores, consumido de
melancolía, abrazado de codicia, nunca seguro, siempre inquieto, batallando con
perpetuas contiendas y enemistades, que con estas miserias va acrecentando
sobremanera su patrimonio, y con tales incrementos va acumulando también
grandísimos cuidados; y el de mediana hacienda, contento con su corto caudal,,
acomodado a sus facultades, muy querido de sus deudos, vecinos confidentes y
amigos, gozando de una paz dulce, piadoso en la religión, de corazón benigno,
de cuerpo sano, ordenado en la vida, honesto en las costumbres y seguro en
conciencia, No sé si pueda haber alguno tan necio que se atreva a poner en duda
sobre a cuál de éstos, haya de preferir. Así, pues, como en estos dos hombres,
así en dos familias, así en dos pueblos, así en dos reinos se sigue la misma
razón de semejanza e igualdad, la cual, aplicada con acuerdo, si corrigiésemos
los ojos de nuestro entendimiento, fácilmente advertiríamos dónde se halla la
vanidad y dónde la felicidad; por lo cual, si se adora al verdadero Dios y le
sirven con verdaderos sacrificios con buena vida y costumbres, es útil e
importante que los buenos reinen mucho tiempo con crecidos honores; cuya felicidad
no es precisamente útil a ellos solos, sino a aquellos sobre quienes reinan;
pues por lo que se refiere a éstos, su religión y santidad (que son grandes
dones de Dios) les basta para conseguir la verdadera felicidad, con la que
pueden pasar dichosamente esta vida y después alcanzar la eterna. En la tierra
se concede el reino a los buenos, no tanto por utilidad suya como de las cosas
humanas; pero el reino que se da a los malos, antes es en daño de los que
reinan, pues estragan y destruyen sus almas con la mayor libertad de pecar,
aunque a los súbditos y a los que los sirven no les puede perjudicar sino su
propio pecado; pues todos cuantos perjuicios causan los malos señores a los
justos no es pena del pecado, sino prueba de la virtud, por tanto, el bueno,
aunque sirva, es libre, y el malo, aunque reine, es esclavo, y no de sólo un
hombre, sino, lo que es más pesado, de tantos señores como vicios le dominan,
de los cuales, tratando la Escritura, dice: <que por el mismo hecho de
dejarse uno vencer o rendir a otro, viene a ser su esclavo>.
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